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Santiago Navajas

Ha muerto el último emperador de Roma

Conozco a varias mujeres que, si tuvieran que elegir entre pasar una noche con George Clooney o con James Gandolfini, se decantarían por el hombre que fue Tony Soprano.

Conozco a varias mujeres que, si tuvieran que elegir entre pasar una noche con George Clooney o con James Gandolfini, se decantarían por el hombre que fue Tony Soprano.

Conozco a varias mujeres que, si tuvieran que elegir entre pasar una noche con George Clooney o con James Gandolfini, se decantarían por el hombre que fue Tony Soprano. Que es como preferir a un cachalote antes que a un delfín. Si algo caracterizaba a Gandolfini era una presencia física brutal combinada con una mirada delicada, casi inocente. Como si tras la máscara de la bestia se trasluciera la fragilidad de la bella. Aunque teniendo en cuenta que la bella era bipolar y lo mismo te estrangulaba con sus manazas de estibador por una mirada de soslayo, una palabra más alta que otra.

En el último trabajo en que tuve la ocasión de disfrutarle, Mátalos suavemente, interpretaba a un asesino alcoholizado y putero, tan deprimido como deprimente, que chorreaba whiskey por cada poro de su cuerpo mientras daba la impresión de que lo mismo te descerrajaba un tiro entre las cejas que te recitaba un poema de Bukowski a bocajarro.

Era más que Tony Soprano, pero lo cierto es que con este papel James Gandolfini se apropió de un personaje de una manera que han conseguido hacer pocos actores. Si Clark Gable es Rhett Butler, Humphrey Bogart, el dueño de Rick’s y Peter O'toole, Lawrence de Arabia, James Gandolfini se unió a la nómina de gánsteres inmortalizados por el audiovisual, siguiendo, en primer lugar, a Marlon Brando y a Al Pacino con los Corleone. James Gandolfini fue el rey indiscutible de la época de oro de las series de televisión, flanqueado a su derecha por los protagonistas de The Wire, Dominic West (el detective Jimmy McNulty) y Michael K. Williams (el traficante Omar Little) y a su izquierda por los de El Ala Oeste de la Casa Blanca, Martin Sheen (el presidente Bartlet) y Richard Schiff (el director de Comunicaciones).

Paradójicamente, las mujeres que me dicen sentirse más atraídas por Gandolfini-Soprano son las más progresistas. Y es que nada como un chute de testosterona en vena para aliviarse de tanta sentimentalidad políticamente correcta. Aunque él mismo se definía como un cruce hiperbólico entre el sarcasmo de Woody Allen, la tozudez de Robert Mitchum y la precisión de Cary Grant, cuando lo veía a la vez brutal y elegante me recordaba a grandes secundarios que hicieron de su corpachón virtud: el bestial Broderick Crawford de El Político o el irónico Jackie el Gordo de Minnesotta Gleason, que le pegaba una paliza definitiva al billar a un apolíneo Paul Newman en El buscavidas.

La secuencia que mejor define a Tony Soprano se produce cuando conversa con un judío al que los mafiosos quieren obligar a firmar una renuncia, tortura incluida, y el judío les dice que su pueblo resiste desde tiempos de Roma, y que Roma... ¿dónde están ahora los romanos? Entonces, Tony le responde: "¿Dónde están los romanos ahora? Justo delante de ti, gilipollas".

Como si fuera una ominosa premonición, James Gandolfini ha muerto en la tierra de sus padres, Italia, en la Roma de los emperadores que manejaban el Imperio con la determinación, la crueldad, la inteligencia y el carisma con que el gordo de Nueva Jersey se paseaba por el Bada Bing, el pub-burdel donde tenía sus oficinas centrales.

Cuenta la leyenda que cuando Julio César fue asesinado, un cisne levantó sus alas y se alzó majestuoso sobre el Tíber. Ayer seguramente también volaría, más modesta, una bandada de patos.

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