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Zoé Valdés

Adiós a la imaginación

Los políticos sólo se interesan en la aniquilación de la cultura.

Se inicia el año escolar, al mismo tiempo es la rentrée littéraire, además un público ávido corre a las exposiciones y a las películas que se estrenan en museos y cines. Los políticos regresan con sus caras de rábanos, ahora bronceados, o sea, como si un racimo de zanahorias parloteara entre ellas acomodadas en las butacas de la Asamblea Nacional. Nada nuevo.

Leo varios artículos acerca de la caída en picada de la cultura en España, la industria del libro muere de muerte anunciada, el cine agoniza en estado crítico; sin embargo, cada vez se publican más mamotretos que como las zanahorias que hablan entre ellas sólo se leen entre ellos en los estantes de los centros comerciales. Las librerías cierran, o las cierran. Francia va por el mismo camino.

Los políticos sólo se interesan en la aniquilación de la cultura. Menos recursos para el Printemps de Poètes, ¿a dónde irá a parar entonces ese dinero? Quizás lo destinen a cualquier idiotez politiquera.

Salvo el último Woody Allen, Blue Jasmine, con una extraordinaria actuación de todos los actores, sin excepción, aunque sobresaliendo la de Cate Blanchett, no creo que haya nada interesante que valga el viaje al cine más próximo. Los DVD pasan de moda. Última fiebre: iTunes, iPad, etc. Aparatos, tecnología. ¿La imaginación? Como el último pelo de un calvo, se escapó por el vertedero del lavabo. Sin salvación.

Hubo un momento en que la cultura devino negocio, nada que ver con la creación. El respeto a la diferencia de contemplar las cosas, de nombrarlas, de apreciarlas más allá de los simples sentimientos se fue por la borda. La convulsión consumista creó el caos.

¿Existen los grupos y movimientos literarios o artísticos como en otras épocas? No, ninguno, nada. Los libros se amontonan en las mesas de ventas por precio, por cubierta (a cuál más horrorosa), por temática (igual que los parques), por… por basura… ¿Libros o marcas de perfumería? No se les llama ni siquiera libros, se les nombra "productos". "Productos" de marketing. ¿Joyce hubiera interesado hoy a un editor? ¿Habría podido explicar sus novelas en una reunión de representantes del sector del libro? ¡Pura mamarrachada Joyce o Proust explicando su obra! ¿Siete tomos sobre En busca del tiempo perdido, qué editor se atrevería?

De las escuelas ni hablemos: lo primero que le enseñan a un niño en las clases de dibujo es que un muñeco pintado posee cara, ojos, boca, nariz, piernas y brazos, en su lugar, por supuesto, muy puesto. Algo que uno sabe con sólo mirarse a un espejo, y no precisamente en el de Alicia. Mi hija pintaba unos seres geniales, les llamaba "personajes". Sus brazos le salían de cualquier parte del cuerpo, los ojos podía observarte desde el cuello o la barriga, y la boca a veces no existía o pendía de una oreja. A eso, antes, se le llamaba imaginación; y cualquier pintor incluido Picasso hubiera dado un Potosí por crear los "personajes" que creaba mi hija hasta que llegó a la escuela, a las clases de dibujo de Madame Bras Colorié, ¡con semejante apellido, no digo yo! Al menos aquí quedan escuelas. En Cuba existen centros de represión ideológica.

Nada más hay que oír y ver lo que se habla en la radio y en la televisión. La gente conversa como si hablara en la sala de su casa, con la misma desfachatez. La vulgaridad y la desproporción imperan. Olvídense de Fellini, de Antonioni. Semejante abuso de tecnología y de chusmería juntas no producirá nunca más genios tales.

Comprendo además por qué la gente no va a las librerías. Porque va y te animas a ir a una, ya sea por nostalgia o por soledad, pides un libro, y jamás lo tienen, invariablemente lo mandan a buscar por internet, cosa que puedes hacer tú mismo desde tu casa, sin que te cobren por el pedido a través del ordenador. A ese paso, si no se reconvierten en algo verdaderamente insólito, no quedará una ni para contar la historia.

Es entonces cuando decido irme a la orilla del Sena, a ver si encuentro alguna rareza, por ejemplo, un libro antiguo, en los bouquinistes; pero tampoco, porque ahora los bouquinistes venden cartas postales y afiches de un París reinterpretado por los chinos. ¡Todo es chino, tú! ¡Y para china, yo!

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