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Pablo Molina

A Jordi Évole no le dejan salvar el mundo

Sus programas son, a menudo, una demostración palpable de que las únicas medidas que funcionan son las que pretende atacar con más saña.

Sus programas son, a menudo, una demostración palpable de que las únicas medidas que funcionan son las que pretende atacar con más saña.

El programa Salvados, que cada domingo nos ofrece La Sexta haciendo gala de su vocación de servicio público, es muy divertido. Sin desdeñar sus innegables aportaciones a la dignificación de la vida política y la moral pública, lo que despierta un mayor interés, al menos en mi caso, es el apartado de entrevistas a los integrantes del sufrido pueblo español con que Évole esmalta todos sus reportajes de denuncia social, que muy a menudo desmontan por completo la tesis que el programa quiere hacer valer desde un principio.

En la presente temporada hemos podido ver, por ejemplo, al presidente de una asociación de vecinos de una barriada del extrarradio barcelonés haciendo gala de su apoyo a la ocupación ilegal de viviendas, porque durante una crisis económica, para los progresistas, el derecho de propiedad queda suspendido. Naturalmente este principio sólo opera respecto al patrimonio de los demás, que una cosa es salvar a la humanidad y otra perjudicarte a ti mismo haciendo el idiota. Pues bien, mientras el promotor del fenómeno okupa explicaba sus razonamientos morales para justificar el delito, basados en la socialización de la riqueza ajena para ayudar a las familias sin recursos, dos vecinos irrumpían en escena para dejar claro que estaban hasta las narices de que los traficantes de droga okuparan las viviendas de su edificio, que es a lo que había dado lugar finalmente este plan de apoyo institucional al allanamiento de viviendas del que andaba blasonando su principal impulsor.

La semana pasada, Évole quiso poner de manifiesto la tragedia que la reforma laboral de la derechona capitalista estaba provocando en la clase obrera, principalmente en sus capas más jóvenes. Uno de los entrevistados desgranó su trayectoria laboral, que básicamente consistía en trabajos escasamente remunerados y a menudo sin contrato legal. “Te das asco a ti mismo”, decía el joven, mientras Évole entrecerraba los ojos y asentía en un gesto de “no sabes cómo te comprendo, macho”. La cosa hubiera quedado así, apañadita, de no ser por la insistencia del presentador, que, para rematar la faena, preguntó al interfecto a qué se dedicaba en esos momentos, tal vez confiando en que estaría sobreviviendo con tareas inhumanas cobrando una miseria en dinero negro. Sin embargo, la respuesta del muchacho fue espectacular: trabajaba con contrato en una tienda de relojes cobrando 1.300 euros al mes (¡netos!), lo que no está mal para un joven veinteañero en estas condiciones y, además, podría servir como dato a favor de la reforma laboral impuesta por el facherío.

La decisión de Évole de no hurtar estos testimonios a su audiencia dice mucho de su honradez profesional, aunque estas pequeñas perlas cultivadas pasen prácticamente inadvertidas en un programa cuyo sesgo ideológico resulta innegable. O puede ocurrir también que ni él ni nadie en la productora se estén dando cuenta de que sus programas son, a menudo, una demostración palpable de que las únicas medidas que funcionan son las que ellos pretenden atacar con más saña. Con los progresistas, cualquier cosa es posible.

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