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Federico Jiménez Losantos

La Corona en cuadro

Antonio López no hace en La familia de Juan Carlos I un retrato familiar, sino un editorial político con abrasiva interpretación dinástica.

No digo yo que Antonio López tuviera la obligación de seguir a pies juntillas el cuadro por excelencia de cualquier Familia Real española que es La Familia de Carlos IV de Goya. Pero entre copiarlo y vaciarlo cabía un término medio, un compromiso entre lo que cabe y lo que sobra. Dicen que en el soberbio retablo goyesco hay algunos que no descienden demasiado de Carlos IV, aludiendo a la cruz de aquella pareja cuyo cirineo, dicen, fue Godoy. Pero los hijos del Rey son los que el Rey reconoce como hijos y, por eso, incluso después de la invención republicana del ADN, no cabe dudar del fundamento de la monarquía hereditaria: la indiscutibilidad del Sucesor. Siempre acechó la tentación de trocar la lotería hereditaria por una especie de meritocracia aristocrática electiva, pero la historia de España muestra que la monarquía por elección acababa decidiéndola el "puñal del godo", mecanismo electoral crudelísimo: 40 reyes visigodos en dos siglos. Ante semejante vértigo sucesorio, mejor no discutir paternidades regias.

La distancia del Príncipe y el resto de la Familia

Pero Antonio López no hace en La familia de Juan Carlos I un retrato familiar, sino un editorial político con abrasiva interpretación dinástica. De otro modo, no se explica que la clave de un cuadro que, por serlo de una monarquía, está en el Rey y en su unión con los demás, sobre todo con quien debe sucederlo, aquí no esté en la unión sino en la desunión, porque el Príncipe está a un palmo del resto, poniendo tierra de por medio. Desde que Carlos IV y Fernando VII se dieron de coces ante Napoleón en Bayona, es la primera vez que el futuro rey de España -presente ya, tanto ha tardado el cuadro- no aparece acercándose a su familia sino largándose. Es como si Antonio López se hubiera leído el discurso de la proclamación de Felipe VI y lo hubiera vaciado en metáfora: cuanto más lejos, mejor.

Aparte de la distancia o tajo dinástico, otros aspectos del cuadro llaman muchísimo la atención, siempre en contra de Juan Carlos I. Por de pronto, la mengua en su talla física, cuya intención quedó clara el día en que López, Borbón y Borbón y de Borbón Grecia se fotografiaron ante el cuadro. El Emérito, pese a sus muchos achaques, operaciones de cadera e innumerables triquitraques óseos, sigue siendo más alto que su señora. No así en el cuadro: Juan Carlos es como el recorte de un retrato suyo que, por ser de tela, hubiera encogido al lavarlo. En cambio, Sofía, tal vez por haber sido lavada en seco, conserva sin merma alguna su anchurosa envergadura. El resultado es que Sofía es la que reina en el centro de la imagen mientras que Juan Carlos parece aferrarse al cuello de la infanta Elena para no seguir menguando y jibárizándose, conforme se aleja en la perspectiva del cuadro.

No parece acoger con agrado Elena esa mano paterna que, a modo de zarpa, se posa en su cuello. Tampoco a López parece gustarle mucho la infanta. Para empezar, la pinta medio calva, como Olivia Pope en Scandal, pero con las robustas pantorrillas que usaba antes de casar con Marichalar y convertirse en lo que antaño se llamaba una real hembra. Yo la he tenido delante el día de la boda de su hermano y doy fe de que, de espaldas, puede competir con la monumental Tania Doris, la gran vedette del Teatro Apolo barcelonés, cuando, escoltada por Luis Cuenca y Pedrito Peña, bajaba al patio de butacas y enarbolando un peine blanco de siete palmos se sentaba sobre un afortunado paleto y le cantaba: "Péiname, nene, que te conviene". Aquí, parece enfadada con algún jinete y con la falda muy menguada tras algún lance sabináceo.

Cristina no parece Cristina

A la presunta infanta Cristina, en cambio, le sobra falda por doquier. Y no digo "presunta" por fastidiar, aludiendo a su delicada situación judicial, sino a que creo que la que aparece rozando la pulsera revenguiana de Elena no es la señora de Urdangarín, otro que, como su ex-cuñado, deja mucho hueco en esta destartalada exhibición de vacíos de Antonio López, sino porque la que aparece con esa falda cuatro tallas mayor que la suya es su prima Alexia de Grecia, tras el único plan de adelgazamiento exitoso de los muchos emprendidos antes de sus problemas canario-inmobiliarios. De ahí los pingos de la falda, que no son alivio de faltriquera pedralbesina sino sobras textiles que la enflaquecida muestra con indisimulada satisfacción. Aparte de Sofía, musa del pintor y con hartas razones de venganza, es la única que sonríe. Porque está flaca y no es de la familia. Si no, ¿de qué?

Y abordemos, en fin, la pregunta más difícil que suscita el cuadro de esta monarquía en cuadro, este estudio de piso después de una mudanza o de almacén de pintura y estucado que deja el local por cese en su actividad. ¿Es Felipe de Borbón y Grecia el señor que aparece echándose a un lado? Mucho cambia uno en veinte años, pero ni de novio de la Sartorius parecía, como aquí, hermano mayor de Moreno Bonilla. A lo mejor, empeñado en desmarcarse, acabó por irse del todo, dejando el sitio a uno de esos jóvenes tan bien peinados y mejor plantados del AVE Madrid-Sevilla. A lo peor, tenía prisa por hacer de chófer de Artur Mas, entre Barcelona y Cartagena.

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