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Aniversario de su muerte

Antonio, el gran bailarín que acabó en silla de ruedas

Le gustaban los hombres… pero conquistó a Ava Gardner y otras bellas mujeres.

Le gustaban los hombres… pero conquistó a Ava Gardner y otras bellas mujeres.
Antonio, en una fiesta en 1960 | Corbis

Este sábado 7 de febrero se han cumplido diecinueve años del entierro de una de las más grandes figuras de la danza española, si no el primer bailarín de España: Antonio Ruiz Soler. Antonio el bailarín se le llamó siempre. Descansa en el panteón sevillano que él mismo encargó en 1978. Tenía setenta y cuatro años. Llevaba dos anclado en una silla de ruedas, a consecuencia de una hemiplejia, sin poder andar ni mover los brazos, quien durante medio siglo largo de vida había mostrado su prodigioso arte en los mejores escenarios del mundo. "Parece usted de goma", lo felicitó un día, de esa guisa, Franco. Y, para colmo, Antonio arrastraba problemas económicos como resultado de su inactividad, aunque poseyera bienes inmuebles.

Había comenzado a bailar a los siete años, formando pareja con Rosario: eran "Los Chavalillos Sevillanos". Vivieron el éxito, la fortuna personal, pero también la ruptura artística, no una sino en tres ocasiones, la última ya en la década de los 60. Puede que la mayor culpa de aquellas violentas peleas, cruzando incluso bofetadas y arañazos, la tuviera ella, celosa de la fama que le dispensaban a él, entre otras divergencias musicales, cuando aquella se empeñaba en cantar la "Jota" de Larregla y su compañero tratara de disuadirla, razonándole que bailaba muy bien… pero no estaba a la misma altura con su voz. Antonio tendría luego a otras primeras bailarinas: Marienma, Rosita Segovia, María Rosa (que lo cuidó y estuvo presente en el momento del óbito) pero por encima de la calidad de sus bailarines él era quien brillaba con sus portentosas facultades, su exquisito arte. Encandilaba al público con el "Zapateado", de Pablo Sarasate, "El sombrero de tres picos", de Falla; las "Danzas fantásticas", de Turina; las "Sonatas" del padre Soler, entre otras muchas felices coreografías, o su flamenquísimo "Martinete". "Es el alma de España que baila en ti", le había dicho el gran director de orquesta Arturo Toscanini. Bailó para grandes personajes: en la Casa Blanca, cuando fue elegido Presidente John F. Kennedy; para la Reina Isabel II de Inglaterra; ante el rey Faruk de Egipto, con motivo de su boda; y en la residencia de Pablo Picasso, en la fiesta de su octogésimo cumpleaños. Sin olvidarnos que fue el primer artista español en bailar en Rusia, contraviniendo la prohibición que recibió del entonces Ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella.

En 1979 se retiró en la ciudad japonesa de Sapporo. Y ya no volvió a bailar más salvo en reuniones particulares, en su estudio de la madrileña calle de Coslada número 7 (donde hoy Carmen Roche regenta su Escuela de Danza). Su última vinculación profesional con el mundo de la danza acaeció en 1981, cuando lo nombraron director del Ballet Nacional de España, aunque no llegó a cumplir el contrato estipulado: fue destituido por decisión personal del entonces Director General de Música, Jesús Aguirre. Cuentan que celoso por la amistad que tiempo atrás había sostenido el bailarín con la duquesa de Alba.

Antonio declaró más de una vez públicamente que le gustaban los hombres. Era un notorio homosexual. Pero conquistó a hermosas mujeres entre las que se cuentan, siempre siguiendo sus propias declaraciones, nada menos que Ava Gardner, la ya entonces madura protagonista de Lo que el viento se llevó Vivien Leigh, Gina Lollobrígida en el cénit de su carrera… Su primera novia, según contó más de una vez, fue la cantante de coplas Conchita Martínez (la que estrenara, sin suerte, el "Romance de la Reina Mercedes"), allá por 1937. Y ya acabando los años 50 refería haber conocido íntimamente a la duquesa de Llanzol. Lo curioso es que mucho tiempo después confesó haber estado muy enamorado de la hija de tal aristócrata, Carmen Díez de Rivera, que ejerciera de jefa del gabinete de Adolfo Suárez en el palacio de la Moncloa. Y entre medias, en la década de los 60 una aventura sentimental con Marisol (decía que habían estado a punto de casarse) y otra no menos apasionada con Natalia Figueroa (quien terminaría prefiriendo a Raphael). Y continuando las propias confesiones del bailarín, otra historia de cama con Linda Christian (la viuda de Tyrone Power, madre de Romina).

Lo que armó gran escándalo fue el libro en el que se contaba su prolongado romance con la duquesa de Alba y su presunta paternidad. A partir de la nueva edición de ese volumen, La verdad de su vida y unas memorias condensadas que aparecieron en ¡Hola! ( la aristócrata de la historia figuraba con el camuflado sobrenombre de María Teresa), el sesgo de la existencia del bailarín se deslizó entre silencios, olvidos y puede que veladas amenazas también. Porque Cayetana de Alba negó tajantemente todo aquello en lo que la involucraba Antonio íntimamente y puso el asunto en manos de sus abogados. Entonces el gran bailarín vivió momentos difíciles, oscurecida ya su justa fama.

Se había desprendido de su lujoso piso de la madrileña calle de Padilla, también de su chalé marbellí "El Martinete" (lo entrevisté en ambas residencias, con su amabilidad de siempre), mantenía su antes mencionado estudio y residía en un confortable chalé, "San Miguel", en La Florida, a la salida de Madrid. Casi en soledad, olvidado, sin querer recibir a nadie, murió hace ahora diecinueve años, sin poder moverse por sí mismo, con su cuerpo casi paralizado. Sus bienes fueron subastados (saldándose deudas, y beneficiándose sus herederos) durante tres jornadas en noviembre de 2000. Asistí a una de ellas en la sala Durán. Lamentable espectáculo. Representantes del Ministerio de Cultura y de la Junta de Andalucía pugnaban con sus pujas por repartirse el noventa por ciento de aquellos bienes que, en principio, parecían ser destinados a algún museo en memoria del artista fallecido: unas mil piezas entre trajes, pinturas, muebles, fotografías, correspondencia con personalidades… Ignoramos en qué lugar se hallan; no me extrañaría que en algún oscuro desván. Y el nombre de Antonio, desde entonces, en el limbo. En España somos así con muchas de nuestras glorias.

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