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Mónica Randall: "Dejé el cine harta de hacer siempre de mala"

Mónica Randall cumple 73 años. Retirada, el mito de la transición se entretiene viajando.

Mónica Randall cumple 73 años. Retirada, el mito de la transición se entretiene viajando.
Mónica Randall en el filme Sol Rojo (1971) | Archivo

Una de nuestras más interesantes actrices, Mónica Randall, siempre elegante, dotada tanto de vis cómica como de talento dramático, decidió retirarse hace ahora seis años, sin que a estas alturas tenga intención ya de reaparecer. Representó en el cine de los tiempos de la Transición a mujeres liberadas, a féminas sofisticadas, gracias a su palmito, a la evidente sensualidad de su bello rostro, su elegante figura. Ella aduce las principales razones de su adiós profesional, cuando aún recibía propuestas de trabajo: "Estaba harta de que me ofrecieran casi siempre papeles de mala, o de señorita estupenda en otra época. El encasillamiento de aparecer frecuentemente como mujer respondona, o señora rica".

Claro que, como excepción, bien demostró ser brillante en personajes de otra guisa, como en Cría cuervos, a las órdenes de Carlos Saura y en Retrato de familia, de Antonio Giménez Rico. Pero lo habitual, como ella se ha quejado siempre, era lo otro, cuando no lo que le sucedió en la década de los 60, que intervino nada menos que en veintiún "spaguetti western". Con razón hace pocos años le ofrecieron un homenaje en el Festival de Almería, especializado precisamente en filmes del Oeste.

Tiene buenos recuerdos de otras películas como La escopeta nacional. Sobre todo por verse rodeada de un elenco de grandes compañeros y un director genial como era Luis García Berlanga: "Cada día de rodaje era una demostración de ingenio. Me divertí tanto… Y además creo que fue el trabajo más estimulante de toda mi carrera". Ahora, Mónica Randall (que en realidad se llama Aurora Juliá Sarasa, nacida en Barcelona el 18 de noviembre de 1942) contempla la vida con tranquilidad, sin nostalgia por su pasado artístico: "Hago una vida sana, no fumo, bebo poquísimo, me cuido… y viajo, viajo cuanto puedo, como he hecho casi siempre que he podido, desde que con catorce años mis padres me mandaron a estudiar a París". Tiene preferencia por los países africanos y asiáticos. En sus frecuentes periplos ha llegado a conocer alrededor de noventa. Esa pasión viajera –jamás se ha considerado una turista- la llevó a decir que le hubiera gustado emular al gran Miguel de la Quadra-Salcedo.

Su alejamiento de los ambientes artísticos se rompió en el pasado mes de abril cuando en su ciudad natal fue galardonada con el premio Sant Jordi, instituido por Radio Nacional de España en Cataluña. Emocionada porque fuera José Sacristán quien se lo entregó. Su compañero en El divorcio que viene (cinta de Pedro Masó) y también en la vida real durante un par de temporadas, alrededor de 1980. Sobre él, refería: "Jamás robaba un plano". (En el argot, quien en los rodajes no utiliza trucos para "chupar" cámara en perjuicio de otros). Quedaron como buenos amigos al separarse. Lo cierto es que esas relaciones intermitentes fueron una constante en la biografía sentimental de Mónica Randall. La primera vez que la entrevisté, se sinceraba así conmigo: "Soy bastante escéptica acerca del matrimonio. Puede que eso responda a que me exijo mucho, tanto en mi vida privada como en la profesional. De otro modo no puedo entender que sin haber cumplido aún los treinta haya sufrido un infarto de miocardio".

Ya siendo veinteañera vivió un hermoso romance con Joan Manuel Serrat, que llevaron con total discreción. Debió ser cuando "el Nano" comenzaba su singladura de cantautor y no era aún el ídolo de la segunda mitad de los 60. La vi feliz cuando se emparejó con José Sámano, emprendedor productor cinematográfico y teatral santanderino, con el que convivió varios años, allá por 1975. Y me confió esto: "Me gustaría que lo nuestro fuera duradero porque lo paso muy mal cuando los amores se terminan". Y se acabaron cuando el encantador cántabro dejó a Mónica por la periodista Mercedes Milá, todo un carácter.

Pero Mónica Randall era consciente, según me había confesado alguna vez, que los novios no le duraban mucho, y eso que como ya quedó escrito ella nunca pensó en pasar ni por la por vicaría ni tampoco por ningún juzgado matrimonial. Intentaría otras relaciones, que también parecían tener fecha de caducidad: con el galán Ricardo Merino –prematuramente fallecido-, que le hizo concebir ilusiones, o con el periodista asturiano, seductor con la cachimba a menudo siempre en mano, José Luis Balbín, con quien compartía noches de tertulia en "Bocaccio" y luego en la intimidad. Es muy posible que la excelente actriz catalana, con quien siempre hemos compartido su buen humor, su simpatía, su exquisito trato, haya tenido otras relaciones llevadas con absoluto secreto. Porque ella, buena conversadora como en sus buenos tiempos de "Always", el club que llevó a medias con el infortunado Luis Morris, en cambio ha sido más bien reservada a la hora de airear sus amores.

Pongamos como ejemplo la relación que tuvo con el celebrado actor británico Jeremy Irons, al que conoció en el Festival de Cine de San Sebastián. Separado de su esposa, él le confesó estar muy enamorado, alabando su belleza y carácter meses después cuando compartían apartamento en Nueva York. Alrededor de un año duró el romance, hasta que Mónica echó de menos Barcelona, hizo las maletas y se despidió amistosamente de su galán británico. Pero nunca se benefició publicitariamente de esa historia. Y así, con el paso de los años, decidió rodar su última película en 1993, Todos a la cárcel, de Berlanga. Y en 2009 aceptó pisar por última vez un escenario, después de treinta y cuatro años ausente de ellos, para estrenar Una comedia española, dirigida por su colega y paisana Silvia Munt.

A propósito: Mónica Randall siempre manifestó su catalanismo y españolidad, alejada de cualquier atisbo nacionalista separatista. Y aunque sus setenta y tres años que ahora festeja le han deparado una vida intensa, manifiesta que nunca escribirá –ni dictará- sus memorias. Recuerdos felices o agridulces que conserva para ella en la soledad de su piso barcelonés.

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