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Una ‘pisha’ italiano que te dice salmón y te da palometa, la clave de la ‘Pesadilla’ de Ubrique

Pishas andaluzas y un chef que te dice salmón pero te da palometa. A Andrea, de Il Tartufo, no le gustaba nada que Chicote lo metiera en vereda.

Pishas andaluzas y un chef que te dice salmón pero te da palometa. A Andrea, de Il Tartufo, no le gustaba nada que Chicote lo metiera en vereda.
Andrea entra en cólera | La Sexta

Dos elementos llamativos adornaron el último Pesadilla en la cocina, en el que Alberto Chicote tuvo que arreglar un restaurante italiano, Il Tartufo, en medio del pintoresco pueblo de Ubrique (Cádiz). El primero, que todos pudimos calar el problema bajo todas las capas de incompetencia culinaria, y era uno de índole familiar: la sentida ausencia del hijo pródigo, Danilo, que tras triunfar en los fogones del restaurante italiano de sus padres aprovechó la oportunidad de dar el salto a ligas mayores, nada menos que el Celler de Can Roca. Quédense con su nombre, porque Danilo será importante en la resolución de todo esto.

Ellos, los padres, eran Andrea y Mina, italianos con acento andaluz que en algún momento perdieron el control de su negocio, comenzando una lenta pero inexorable curva hacia la miseria. Ninguno de los dos conoció a Chicote a la primera, ya que la segunda novedad fue que, por primera vez en la historia de Pesadilla, el chef pidió la comida desde el hotel, propiciando el primer momento "campanillas" del programa: el repartidor llegó en una moto literalmente licuada por el uso, con dos linternas en vez de faro y la carcasa arreglada con cinta aislante. Su campechanía aplacó el primer ataque de bilis del chef, porque nadie se resiste a un "pisha, por tu madre, pizza".

Y aquí llegamos a la comida: una pasta a la carbonara con bacon barato que presume de "recta tradicional" y unas pizzas de plástico aunque, ojo, con una masa decente. No todo era triste y Chicote pudo dar cuenta de un buen tiramisú donde, al menos, "sí había Italia". ¿Habrá salvación para Il Tartufo? Chicote tuvo que dar vueltas por la cocina con la fuerza de un F5 porque aquí la comida no era el único problema: comandas que llegan con la misma periodicidad que los fascículos de Planeta Agostini, desorden y todo tipo de problemas y excusas por parte de Andrea, un hombre que en algún momento supo cómo hacer las cosas, pero decidió olvidarlo todo por el camino. Al menos, esta vez no hubo suciedad, tras un puñado de entregas bordeando el "gore" culinario.

Todo segundo acto bien merece un giro y en esta ocasión llegó Danilo (se lo dijimos), que nos obsequia con un dato fundamental para avanzar con el suspense: resulta que el bueno del hijo ya trató de arreglar esto pero no pudo corregir los malos hábitos de sus padres. Un reencuentro emotivo que nos ayudó a empatizar con Andrea, cuyo temperamental ataque de furia homicida estaba todavía por llegar.

Porque Chicote no solo es un chef encolerizado, sino también una epifanía con delantal de Agatha. De modo que llegó la hora de la reforma y el cambio de la carta… y una moto nueva, amarilla, para el repartidor secundario cómico de la función.

La noche es más oscura antes del amanecer, y a Andrea todavía le faltaba perder el control en la cocina, proporcionando al espectador la icónica y trágica imagen del cocinero estampando su obra en la pared como Jackson Pollock la pintura sobre el lienzo. Hubo pizzas volando a una velocidad de salida similar a la de un proyectil blando, sí, y también un italiano rasgándose las vestiduras en un gesto similar al Laocoonte. Aún quedaban asuntos propios por resolver con Andrea, pero gracias a la mano maestra de Chicote el buen tipo salió finalmente a la luz. Y Andrea resurgió en dos minutos, merced de unos buenos editores que supieron elegir temazo de Hans Zimmer para ilustrar la reconexión emocional del italiano y su pizza.

Porque, como él, todos necesitamos un Chicote que nos anime a ser nosotros mismos. Salvo que podamos ser Chicote. Entonces, hay que ser Chicote todo el tiempo.

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