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Santiago Navajas

Peregrinaje gastronómico por Castilla y León

Este rincón castellano-leonés, del que me acordaré toda mi vida, se caracteriza por la exigencia, el rigor, el conocimiento, la seriedad y el compromiso con una artesanía gastronómica apuntada al principio de que menos es más.

Cantaba Raffaella Carrà que para hacer bien el amor había que ir al sur. Los del norte, quizás para sublimar su presunta ñoñería sexual, cocinan y comen como dioses. Que el mejor salmorejo, adornado de un chorreón de azafrán y con un langostino pelado, que haya probado jamás se prepare en Zamora (El Rincón de Antonio) lo dice todo acerca de la superioridad gastronómica de Madrid para arriba (pedir también los garbanzos de Fuentesaúco al ajo arriero zamorano, con boletus de Sanabria, de los que cuenta la leyenda que Berasategui se comió tres platos seguidos). Pero mi peregrinaje por el Triángulo Inmortal de Castilla y León ha sido más bien carnívoro.

En primer lugar, el lechazo supremo en la vallisoletana Peñafiel, que preparan a conciencia en el Asador Mauro. Al llegar me aproximo al horno y el cocinero, uno de los hijos del mítico Don Mauro, me explica amablemente cómo se prepara, las tres horas que hay que echarle para que el lechazo de oveja churra (auténtica, nada de mezclas bastardas) se ase convenientemente sobre las brasas de pino piñonero en platos de loza, con un poco de agua en su parte baja.

Acompañado exclusivamente con una ensalada de la casa, el lechazo está tan tierno por dentro como curruscante por fuera. Perfecto. Con un vino de la casa y unos postres caseros, el Asador Mauro es un referente insosyable de la cocina artesanal.

La energía fue más que suficiente para visitar la original Plaza del Coso, donde se celebran las corridas y los recortes durante la Feria, la capilla con los restos del infante don Juan Manuel, uno de los prosistas con más estilo que ha dado España, en el convento de San Pablo y subir a lo más alto del Castillo de Peñafiel, en el top ten de las fortalezas medievales, que haría las delicias de los encargados de localizaciones de Juego de Tronos.

Castillo de Peñafiel

Vale la pena coger el coche desde el centro de Zamora e ir a El rincón del Tío Jerónimo para probar el conejo a la parrilla con una salsa, más secreta que la fórmula de la Coca Cola, de "pan y moja". Por cierto, el pan típico de Zamora, pueblerino y casero, estupendo, una de las claves del "salmorejo a la zamorana" y perfecto para rebañar la salsa conejera. La ensalada, de ingredientes sabrosos y fresquísimos. Las patatas fritas, a la altura. Me quedó por probar las mollejas y la perdiz a la parrilla pero volveré, como McArthur a Bataan, a rematar la faena. Los postres, inmejorables, tanto el flan como la tarta de chocolate. Gran servicio por parte de una camarera tan amable como dicharachera.

Si en el Celler de Can Roca guardan el "metro de platino iridiado" de la cocina de autor, el "patrón oro" de la carne a la parrilla se encuentra en el leonés El Capricho: el chuletón de buey de trabajo que prepara José Gordon en Jiménez de Jamuz (acompañado de una cecina y una lengua de vaca que compiten con el jamón de bellota de pata negrísima de Jabugo). Y aunque vale su peso en oro, su calidad lo vale aunque sea una vez en la vida. El vino, especialmente ajustado en precio. El postre, sin embargo, no es tan destacable. Tanto la camarera que nos atendió como el propietario y chef, que nos trinchó el chuletón, fueron en todo momento tan amables como profesionales en sus consejos y comentarios.

Al finalizar charlé con uno de los camareros que es argentino y me reconocía que al lado del Capricho los asados de su tierra son cosas de niños y para niños. Si el País Vasco es seguramente el lugar del mundo con un nivel gastronómico medio más alto y Cataluña es la vanguardia global de la cocina creativa, este rincón castellano-leonés, del que me acordaré toda mi vida, se caracteriza por la exigencia, el rigor, el conocimiento, la seriedad y el compromiso con una artesanía gastronómica apuntada al principio de que menos es más.

Y, a continuación, para Asturias. Decía Jean Cocteau que "De Perpiñán a Gibraltar, o se es cursi o flamenco". En Gijón predominan flamencos como Cuco Álvarez, que es cualquier cosa menos cursi. Me imparte una clase magistral sobre uso de la parrilla en su Asador La Bolera. Si la teoría es inobjetable, la práctica es insuperable (ya, ya, la gastronomía no es cultura, es tortura. Pobre vaca). La chuleta de vaca compite con el buey en un duelo bovino de suavidad, dependiendo que se incline la balanza por el macho o la hembra del gusto subjetivo entre lo sabroso y lo delicado.

Playa de Guadamía

De postre, en la Heladería Islandia -sorteando el helado de fabada o "quesu" cabrales- una tarta "gijonesa": nata, turrón y crema tostada. Ya en Pría, entre rugientes bufones y acantilados de vértigo, bajo a la playa de Guadamía justo antes de que la pleamar acabe con ella bajo una fina lluvia que en la barra del bar, donde hojeo La Nueva España, discuten si es orpín u orbayo.

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