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Auschwitz-Birkenau: el lugar que te helará el alma

Una de las torres de vigilancia del interior del campo
Un viaje al horror

Tengo que empezar este artículo reconociéndoles que mi visita a Auschwitz ha tenido algunos detalles maravillosos, asombrosos, pero sin embargo no ha sido en el formato más adecuado para conocer el campo propiamente dicho: no he tenido la posibilidad de recorrerlo como se recorre un destino turístico, aunque también les digo que este no es un destino turístico, sino algo mucho más importante.

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Aún así, quiero intentar contarles algo de lo que he visto y sentido en estas visitas, porque ir a Auschwitz no es un viaje del tipo que suelo proponerles en este blog –digamos: al mismo tiempo placentero y enriquecedor, habitualmente agradable y hermoso, de los que nos dejan buen sabor de boca- pero es, quizá, el más importante que harán en su vida, uno de los que más contribuirá a su crecimiento –y enriquecimiento- como persona. Porque conocer Auschwitz debería ser, creo yo, asignatura obligatoria para todos los europeos.

Una cosa buena que puede ayudarles a convencer a su pareja o a sus amigos de que tienen que hacer este viaje es que el campamento base natural para visitar el campo es Cracovia, una ciudad bellísima y muy interesante, de esas por las que da gusto pasear, así que no todo será la agria y conmovedora experiencia del campo: también puede haber un espacio para el placer.

Auschwitz I: donde empezó todo

Pero de Cracovia y sus iglesias y su castillo y su barrio judío hablaremos en otra ocasión, porque donde vamos hoy es a Auschwitz. El campo está a unos 70 kilómetros de la ciudad, el traslado en autocar dura una hora y media aproximadamente y es muy fácil encontrar excursiones todo incluido a precios realmente económicos. Durante la travesía atravesarán el bonito paisaje polaco lleno de bosques y, si viajan en invierno, de nieve.

Una vez en el campo el autocar les dejará en un gran parking junto al centro de recepción de visitantes que se ha construido allí, sólo a la salida de este pulcro edificio caminarán hasta el infame Arbeit Macht Frei que preside la entrada de Auschwitz. Un cartel aparentemente inofensivo, como de hecho, si no conocemos su historia, nos puede parecer inofensivo el conjunto de edificios ordenados y limpios que conforman este campo en el que pocas cosas son lo que parecen.

Como sabrán los lectores de Libertad Digital, tuve el inmenso privilegio de visitar Auschwitz acompañado de supervivientes, pero les tengo que confesar que eso me hizo también sentirme un tanto incómodo, en cierto sentido: ¿qué puedo hacer delante de ellos, cómo debo mirar, cómo mostrarles el inmenso respeto y la admiración que siento por estos hombres y mujeres ancianos que han atravesado el infierno y ahora vuelven a él? ¿Cómo estar a su altura, en suma, y no avergonzarles?

Por otra parte, al no tratarse de una visita guiada tampoco sabía muy bien por donde empezar, así que me limité a ir paseando poco a poco, acompañando a algunos supervivientes a ratos y en otros momentos solo, conociendo así algunos puntos clave pero de un modo un tanto aleatorio.

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Así, mis pasos un poco desordenados me llevaron a encontrarme con el lugar en el que se ahorcó a Rudolf Höss, el comandante que hizo nacer ese lugar infernal al que luego vino a morir. Luego, acompañado por un superviviente y su hija me acerqué al muro de las ejecuciones. Junto a él, y quizá más impresionantes, los ganchos en los que se colgaba a los presos de los brazos, con las manos atadas por la espalda, durante horas o días.

Muchos de los antiguos barracones, aunque sería más apropiado llamarlos bloques, tal y como se les denominaba en la terminología del propio campo, tienen interesantes exposiciones temáticas sobre el Holocausto o la II Guerra Mundial, pero por supuesto, lo que les marcará en su visita son aquellos que se han mantenido como eran en el 45.

En especial el Bloque 11, la cárcel dentro de la cárcel, el lugar al que se temía allí donde ya se había ido más allá del terror. En él verán las celdas de castigo en las que se dejaba a los presos, literalmente, morir de hambre y de sed; y las celdas de castigo en las que los presos no podían ni sentarse, teniendo que permanecer permanentemente de pie. Unos pasos más allá salas en las que se torturaba y se mataba, con los más diversos métodos que sólo tenían en común un minucioso sadismo.

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No obstante, quizá todavía me impresionó más uno de los bloques del hospital, en el que nada más entrar se encuentra una habitación, con aspecto de impoluta consulta de médico rural y batas blancas todavía colgando del perchero. Sin embargo, allí todos los días durante varios años se ponían inyecciones letales a adultos y niños. En la habitación de enfrente, pared blanca descascarillada y vacía como si esperase a los pintores y la mudanza, se ‘almacenaban’ los cadáveres antes de ir al crematorio.

La cámara de gas uno

Más horror, lo siento: en el límite del campo hay un edificio pequeño de una sola planta del que sale una desproporcionada chimenea, es la cámara de gas uno, la primera que se construyó en Auschwitz, si bien antes se habían acondicionado dos pequeñas casas para darles el mismo uso. Todas las restantes se destruyeron por completo y hoy sólo podemos ver sus ruinas, pero esta se conservó en su mayor parte y fue reconstruida por completo con los materiales originales.

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Se entra y se atraviesa una habitación para llegar a una gran sala: allí era donde el zyklon b hacía su infame trabajo, en esta habitación en la que yo entro y salgo en unos minutos seres humanos eran asesinados por cientos y los que entraban ya no salían jamás.

A la izquierda una abertura en el muro nos lleva al horno crematorio, con varias bocas que alimentar de muerte. La casa en total tendrá unos 200 metros cuadrados que bastaron para acabar con decenas de miles de vidas.

Birkenau

Auschwitz II, más conocido como Birkenau, está a unos pocos kilómetros del primer campo y lo visité en condiciones todavía menos óptimas para mi gusto: en medio de la marabunta de políticos y periodistas de la celebración central del 70 aniversario. Aún así, tuve la oportunidad de entrar –no a través de la famosa Puerta de la Muerte, tapada por una gran carpa en la que se desarrollaba la ceremonia- y recorrer parte de su inmensidad.

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Ya antes de eso, desde el exterior, el tamaño de Birkenau te deja sin aliento: barracones y torres de vigilancia hasta que casi se pierde la vista; kilómetros y kilómetros de alambre de espino, tanto que uno llega a pensar que puede que sea una extraña planta que allí, sólo en esa gran extensión destartalada, crece con el vigor de una plaga.

En un 27 de enero de clima probablemente mucho más benigno que el sufrido por sus prisioneros la nieve cubre completamente Birkenau, y aún estando bien abrigado, incomparablemente mejor que con los harapos que vestían los presos, el frío me atrapa con una agresividad desconocida para mí. Un frío intenso, húmedo, demoledor. Un frío que no te deja pensar más que en el frío, que hace que vayas encogiéndote tratando de darte calor a ti mismo, hasta que te das cuenta de que estás encorvado, agarrotado. Un frío que duele.

Atravesando ese frío –o mejor mientras él nos atraviesa a nosotros- vamos penetrando en el campo, pasando junto a la Rampa, el apeadero en el que los prisioneros terminaban su viaje en tren hacia la muerte. Allí, en unos segundos se hacía la selección: a un lado los más débiles, que morirán en las siguientes horas; al otro los menos castigados por el viaje o por la vida en el guetto, que morirán en las siguientes semanas o, a lo sumo, meses.

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Finalmente, al fondo está el monumento a las víctimas, justo donde acababa la vía del tren. A derecha e izquierda las cámaras de gas, gigantescas según se adivina por sus ruinas, el orgullo del Reich y la plasmación de un espacio físico de la esencia del odio, del mal. ¿Qué se siente estando junto al lugar en el que murieron cientos de miles de personas? Es difícil decirlo, un vacío que sólo llena el frío, un frío que quizá no es sólo por la temperatura y que nos hiela no sólo el cuerpo, sino sobre todo el alma.

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