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Skellig Michael, un lugar de Irlanda en el último confín de la galaxia

Uno de los rincones más bellos e inaccesibles de Irlanda se ha hecho famoso gracias a Star Wars.

Uno de los rincones más bellos e inaccesibles de Irlanda se ha hecho famoso gracias a Star Wars.
Skellig Michael, la Irlanda de Star Wars

El día que vi en el cine la última entrega de Star Wars, El despertar de la fuerza, quedé impresionado por el escenario en el que transcurría la escena final de la película. Esa isla lejana, en el último confín de la galaxia, con un paisaje alucinante y tan remota como para ser el escondite de un Jedi.

Enseguida pensé que se trataba de algún punto de Irlanda, había algo familiar en aquel lugar, pero también pensé que seguramente el paisaje natural había sido modificado con algunos efectos de imagen para hacerlo más espectacular.

Salir del cine y googlear fue todo uno y rápidamente el móvil me dio respuestas: sí, era un lugar de Irlanda, Skellig Michael; y no, no había, al menos por las fotos que se veían, ningún efecto digital, el lugar era tal y como lo sacaba J. J. Abrams en la pantalla. Lo siguiente que pensé, obviamente, fue "tengo que ir allí".

Y para allá que fui: meses después una mañana ventosa y con cierta llovizna estaba en el pequeño puerto de Portmagee, un pueblo en el oeste de Irlanda, al extremo de la península de Iveragh, esperando saber si el mar nos permitía hacer el trayecto de unos tres cuartos de hora desde la costa de la tierra madre –motherland, el término que usan en las pequeñas islas de costa irlandesas para referirse a la isla grande, más o menos, que es el país- hasta el peñasco que es Skellig Michael, 12 kilómetros mar adentro.

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Las dos islas Skellig vistas desde la costa

Finalmente el tiempo dijo sí y para allá que fueron los pequeños barcos, supongo que en otro tiempo pesqueros, que ahora se dedican principalmente al transporte de turistas. Pero el permiso del mar y del tiempo era muy relativo y la parte final de los 45 minutos de trayecto saltando entre olas de varios metros fueron un auténtico infierno para un tipo esencialmente de secano como un servidor y tan estúpido, además, como para haberse dejado la Biodramina en casa.

El caso es que finalmente, meses después de haber visto la película, a los tres cuartos de hora de haber salido del puerto, con parte de mi estómago en el Atlántico y contemplando la muerte por malestar como una posibilidad cercana puse mis tambaleantes pies sobre las rocas de Skellig Michael, casi sin fuerzas ni para levantar la cámara y hacer fotos.

Escaleras arriba

Pero había que levantarse, así que me puse en pie sobre los escombros de mi ánimo y empecé a subir la escalera de roca que lleva a la parte alta de la isla. Debía de ser una estampa muy distinta a la guapísima y animosa Rey, pero es que a mí no me acompañaba la fuerza, se lo aseguro.

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Subiendo a la cima de Skellig Michael

Pero poco a poco, escalón a escalón –y son 600-, empecé a estar menos molido por el viaje y más anonadado por el paisaje. Y eso que quizá tampoco era el mejor día para disfrutarlo: lloviznaba, la niebla era espesa y se espesaba aún más cuanto más subíamos.

A pesar de ello, o quizá por eso, Skellig Michael me pareció aún más impresionante que en el cine: la lejanía, la desolación, lo salvaje del paisaje eran impactantes, sobrecogedores. Y aún más cuando uno piensa en la comunidad monástica que vivió allí –bueno, creo que el término es sobrevivió- desde el siglo VI hasta el XII, cuando la Pequeña Edad de Hielo hizo la supervivencia directamente imposible.

Los monjes vivían en unas pequeñas construcciones de piedra y roca en la parte alta de la isla, comiendo lo poco que la naturaleza les dejaba hacer crecer y lo no mucho más les daba: huevos de las aves marinas que nidifican allí, pescado... La tradición asegura que el monasterio, que al parecer nunca llegó a tener más que una docena de monjes y un abad, fue fundado por San Fionán aunque no parece que históricamente eso sea posible. No obstante, últimamente se han descubierto los restos de un asentamiento prácticamente incaccesible en lo más alto de la isla que le vendría que ni pintado al santo fundador de monasterios. Y además uno llega a pensar que su milagrosa intervención ha sido lo que ha permitido que desde que el monasterio se mantenga como si los monjes se hubiesen ido ayer, en lugar de hace unos nueve siglos.

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Las casas de los monjes

Lo cierto es que ese excepcional estado de conservación se debe sobre todo al aislamiento de la isla y a lo difícil que es llegar allí, la realidad a veces es así de poco romántica. De hecho, aún hoy en día el número de visitantes está limitado por los barcos que tienen licencia para llevar turista y, como les contaba al principio, por las habitualmente complicadas condiciones del mar en esta esquina del Atlántico.

Haberse conservado también es uno de los motivos –como la maravilla del escenario y supongo que también el valor ecológico de la isla- por los que Skellig Michael es uno de los sitios de Irlanda que está en la lista de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.

Escaleras abajo

Volviendo a mi propia visita: tras pasear por el monasterio casi en la cumbre de la isla emprendí la bajada, casi tan dura y algo más peligrosa que la subida –anden con cuidado sobre esas rocas húmedas, por el amor de San Fionán- en la que la isla me ofrecía una nueva perspectiva con la mirada en el mar más que en el cielo. Bajar despacio es, además, necesario para ir somatizando sin traumas el paisaje salvaje y solitario -incluso con otros turistas por allí es solitario- que nos rodea, para asumir todo lo que nos dice sin hablar Skellig Michael.

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La peligrosa bajada

De vuelta en Portmagee ceno acompañado por Gerard Kennedy, el propietario de The Moorings un pequeño y estupendo hotelito frente al puerto en el que se quedó parte del gigantesco equipo –"¡vinieron 180 personas para rodar dos minutos!"- de El despertar de la fuerza que trabajó en la zona.

Mientras yo doy cuenta de un plato de garbanzos con rape y bacon absolutamente glorioso Gerard me cuenta que entre los lugareños hay división de opiniones sobre el impacto que la repentina fama de Skellig Michael puede tener en la zona. Él, sin embargo, es extremadamente optimista: no sólo por los evidente beneficios económicos que le va a reportar a su negocio y a otros muchos, sino porque está convencido de que el carácter de ese pequeño rincón de Irlanda es tan fuerte que no hay invasión cinéfila que pueda vencerlo: "Lo estoy viendo casi cada semana –me dice- vienen y hablan todo el día de Luke y de Rey y de la película, pero cuando vuelven de la isla lo hacen hablando de los monjes y del paisaje".

Así es Skellig Michael, un sitio al que, por muy mal que lo hayas pasado para llegar, no dudarías un segundo en volver.

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