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Eduardo Goligorsky

Poner puertas al odio

Muchos televidentes y usuarios de internet hacen esfuerzos exagerados para consumir escenas y programas contra los que luego despotrican escandalizados.

Muchos televidentes y usuarios de internet hacen esfuerzos exagerados para consumir escenas y programas contra los que luego despotrican escandalizados.

El chiste es viejo pero viene a cuento. Una señora denuncia que su vecino es un exhibicionista que se pasea desnudo por el jardín. Acude la policía y un agente abre la ventana y comprueba que un alto muro obstruye totalmente la visión. Cuando le dice a la denunciante que allí no hay ningún espectáculo ofensivo, ella le contesta: "Pues suba usted al tejado con estos prismáticos y lo verá". Temo que muchos televidentes y usuarios de internet compartan la afición de esa pudibunda señora a desplegar esfuerzos exagerados para consumir escenas y programas contra los que luego despotrican escandalizados.

Curiosidad malsana

El asesinato de la presidenta de la Diputación de León abrió las compuertas a una avalancha de reacciones contradictorias. Por un lado, los verdugos vocacionales aprovecharon el anonimato de internet para desahogar lo peor de sus bajos instintos. Por otro, los responsables de la seguridad y del cumplimiento de las normas que rigen la convivencia en toda sociedad civilizada insinuaron, en caliente, la posibilidad de dictar leyes apropiadas para silenciar a esos energúmenos y castigar la apología del delito o la instigación a cometerlo. Muchos interpretaron esta propuesta como una amenaza para la libertad de expresión, recordaron que el Código Penal ya tipifica estos delitos de amenazas y dictaminaron que, en última instancia, dadas las características del mundo digital, es imposible poner puertas al campo. Los formadores de opinión repitieron esta última advertencia de manera casi unánime.

Estoy totalmente de acuerdo: es imposible poner puertas al campo. Pero ¿es posible poner puertas al odio? Quienes consumen el odio que vomitan los inadaptados y después se indignan al catarlo, ¿no pueden cerrar las puertas para no recibir su impacto? La curiosidad malsana es la que empuja a la señora del chiste a subir al tejado con unos prismáticos para comprobar que su vecino se pasea desnudo. ¿Por qué tantos internautas se asoman a los espacios por donde navegan los mensajes de odio? Ellos son quienes están en mejores condiciones para poner puertas, no al campo, sino al odio que circula por este. Quizás a la señora indignada del chiste le inspiraba una tentación morbosa la desnudez del vecino. Alarma pensar que el odio circulante puede hacer vibrar alguna cuerda oculta en quienes lo rechazan de labios afuera. Escribe André Glucksmann (El discurso del odio, Taurus, 2005):

Tesis defendida aquí: el odio existe, todos nos hemos encontrado con él. Tanto a la escala microscópica de los individuos como en el corazón de las colectividades gigantescas. La pasión por agredir y por aniquilar no se deja evacuar por la magia de las palabras. (…) El odio acusa sin saber. El odio acusa sin escuchar. El odio condena a la medida de su deseo. No soporta nada, cree enfrentarse a un complot universal. Al final de la carrera, acorazado en su resentimiento, zanja el asunto con una dentellada arbitraria y soberana. Odio, luego existo.

Atracción magnética

Las manifestaciones de odio que circulan por internet no perdonan nada ni a nadie. Pero lo que choca es la atracción magnética que ese cúmulo de inmundicias ejerce sobre quienes se hacen eco de ellas aunque solo sea para repudiarlas y criticarlas posteriormente. Esta fascinación por lo morboso no es un fenómeno nuevo: acompaña al género humano desde tiempos inmemoriales, sin distinción de razas ni de culturas. El circo romano, los sacrificios aztecas, las hogueras inquisitoriales, la guillotina jacobina, atraían multitudes de espectadores y buhoneros. Cuenta Charles Duff, con una fuerte dosis de ironía cáustica, refiriéndose a los juicios por asesinato, en un libro escrito en 1928 y revisado en 1961 (La pena de muerte, Muchnik Editores, 1983):

El criminal arriesga su vida en el juicio, y si lo encuentran culpable la pierde. Al público le encanta ver cómo un hombre arriesga su vida: pensad en la emoción y el regocijo que despiertan las carreras por caminos de tierra (y las carreras de autos en general); los números de acrobacia en el trapecio del music-hall; el cruce de una calzada en medio del tráfico; la operación de una persona famosa; una corrida de toros; el trabajo de un reparador de campanarios y tantas cosas más. Parece injusto que de un espectáculo como el juicio por asesinato solo puedan disfrutar los pocos privilegiados que consiguen abrirse paso a codazos hasta el interior del tribunal durante la audiencia. (…) El espacio reservado para el público no basta. El Albert Hall, el Coliseum o incluso el estadio de Wembley (siempre que se lo equipara con altavoces y un buen comentarista) serían infinitamente más apropiados que nuestros asfixiantes e incómodos Tribunales de Justicia, para celebrar los juicios por asesinato.

Duff recuerda que el último ahorcamiento público se ejecutó en Gran Bretaña en 1868:

Muchos de estos ahorcamientos públicos suministraban un pretexto para celebrar un día festivo, una especie de fiesta [en castellano en el original] inglesa con motivo de la cual la gente se acicalaba, se tomaba una jornada de descanso, se embriagaba y se divertía en grande. ¡Cuánta nostalgia inspira esto! Aquel periodo del siglo XIX hacía evocar los años gloriosos del reinado de la gran Isabel en la Alegre Inglaterra, cuando toda la población de Londres se volcaba a las calles, cuando los criminales eran exhibidos antes de la ejecución en carruajes remolcados por las vías principales, y cuando el buen verdugo John Ketch los acompañaba para que todos lo vieran.

Hoy los espectáculos morbosos son de otra naturaleza. Tienen por escenario la pantalla del ordenador y los verdugos, a diferencia del mítico John Ketch, se refugian en el anonimato y vierten su odio en 140 caracteres. Los espectadores ya no se agolpan en las salas de los tribunales ni en las plazas públicas sino que participan en la ceremonia del odio cuando podrían cerrarle la puerta con un simple clic.

Higiene mental

Ya expliqué que soy relativamente nuevo en el universo cibernético. A finales del 2010 los entrañables Marita Rodríguez y Antonio Roig me regalaron un ordenador para que escribiera mis artículos y abandoné a mi amada máquina de escribir manual Olympia (v. "Te amo, Olympia"). Escribí, busqué información, y me blindé contra los mensajes insultantes, demagógicos e irracionales, incluidos aquellos que podrían parecer compatibles con mis convicciones. Ni Twitter, ni Facebook, ni smartphone, ni tabletas, ni whatsapps me comen el coco. Solo me entero de que existen porque afloran en todas las conversaciones y en todos los medios de comunicación. Procuro ser selectivo incluso cuando transito por terreno resbaladizo. Mis concesiones a la tentación del porno se orientan hacia las producciones suntuosas y alambicadas de Marc Dorcel y las películas vintage que distribuye Alpha-France, prescindiendo de subproductos bastos o directamente patológicos.

Aplicando el mismo criterio de higiene mental, me abstengo de aturdirme con tertulias y debates entre candidatos cuando ya me he empapado de información sobre las propuestas, reales y ficticias, de los partidos a los que representan. Así es como solo me enteré por la prensa escrita y digital de que Miguel Arias Cañete no es un buen actor y puede trabarse en la lectura de sus apuntes, datos que no me sirven para medir sus méritos como ministro o como futuro legislador y comisario europeo. Si tuviera que elegir un actor optaría por Juan Echanove, que, en cambio, no me inspira ninguna confianza como político. En cuanto al pecado de machismo que le achacan a quien votaremos millones de españoles, me pregunto si le han aplicado la vara de medir de Leire Pajín y su corte de valquirias, y si, en el improbable caso de que realmente fuera pecador, el presunto machismo le impediría desempeñar correctamente sus funciones, que de eso se trata. Entre quienes lo criticaron estuvo nada menos que el campeón del histrionismo de género, José Luis Rodríguez Zapatero, quien demostró, con su devastadora carrera como gobernante, que está, es la escala de aptitudes, muy por debajo de los despreciados pero todavía inofensivos protagonistas de la basura televisada.

En síntesis, es imposible poner puertas al campo, pero basta un clic en el ordenador y otro en el televisor para ponérselas al odio, a la mentira y a la demagogia.

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