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Pedro Fernández Barbadillo

Las provincias, resistentes a todo régimen

¿A qué se debe esta inquina contra las provincias por parte de movimientos políticos conocidos por su odio a la libertad y a lo español?

A causa de la crisis económica y política y también a su artificialidad, se pueden poner en duda los presuntos beneficios y hasta la existencia de las comunidades autónomas. Igualmente se critica la existencia del Senado, del Tribunal Constitucional, del Consejo General del Poder Judicial, del Defensor del Pueblo (nacional y autonómicos) y hasta de la Corona. Sin embargo, la existencia de las provincias mantiene una aprobación que es casi unanimidad.

Sorprendente en un pueblo que gusta cada cuarenta o cincuenta años de literalmente tirar la casa por la ventana, o hasta de pegarle fuego para reconstruirla con la finalidad de hacerla más grande, más bonita y en la playa, que la institución de las provincias consiga semejante adhesión, quizás sólo superada por la popularidad de los ayuntamientos, de los que sólo se discute su número.

Las provincias han sobrevivido a monarquías y repúblicas, democracias y dictaduras, centralismos y descentralizaciones… Incluso los carlistas, que cuando se crearon en 1833 prometieron su abolición porque suponían la introducción del liberalismo y el igualitarismo en el Estado, tuvieron que desdecirse debido al pronto arraigo que obtuvieron.

Sólo un cambio en casi 100 años

Su fundador fue el ilustrado granadino Javier de Burgos, nombrado secretario de Estado de Fomento en el Ministerio de Cea Bermúdez en octubre de 1833, pocos días después de la muerte del rey Fernando VII. La Gaceta de Madrid publicó el 3 de diciembre un real decreto de 30 de noviembre redactado por Burgos en que se procedía a la división territorial de España en provincias. Aunque no se insertaba la demarcación por ser demasiado voluminosa, ésta ya estaba hecha, lo que permite deducir que el proyecto estaba elaborado desde tiempo atrás.

Y es que, desde finales del siglo XVIII, los ilustrados y los reformistas habían comprendido la necesidad de modificar el marco administrativo y acabar con las divisiones territoriales de tierras de los diversos señoríos y de realengo. Los proyectos de erección de nuevas jurisdicciones, de donde se erradicasen las diferencias legales de sus habitantes, que hubo en los años de la Guerra de la Independencia (hasta los afrancesados elaboraron un mapa de España en prefecturas) y del Trienio Liberal, fueron suprimidos por la reacción absolutista.

Entre los trabajos más adelantados destacan el desarrollado por el ingeniero vasco José Agustín de Larramendi y el militar y geógrafo mallorquín Felipe Bauzá (que fue el cartógrafo de la expedición Malaespina y había elaborado un proyecto en 1813). Según su mapa, habría habido 48 provincias, algunas de ellas inexistentes hoy, como las de Ponferrada y Calatayud, y otras con capitales cambiadas, como Burgo de Osma por Soria y La Seo de Urgel por Lérida. Las provincias vascongadas estaban agrupadas en una sola, con capital en Vitoria, y Navarra tenía salida al mar Cantábrico.

El diseño hecho por Burgos partía de los reinos históricos. Andalucía, que comprendía los reinos de Córdoba, Granada, Jaén y Sevilla, se dividió en las ocho provincias; el de Aragón en tres provincias, las mismas que el reino de León; Castilla la Nueva pasó a estar formada por cinco provincias, y Castilla la Vieja por ocho; etcétera. En total, 49 provincias. También fijaba la capitalidad y los nombres: cada provincia se llamaría igual que su capital, salvo los casos de Álava, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya.

Los cambios en los años siguientes sólo consistieron en la transferencia de algunos municipios de una a otra provincia: Aranjuez pasó de Toledo a Madrid, y Utiel y Requena pasaron de Cuenca a Valencia. En la Década Moderada, entre 1844 y 1854, la capitalidad de Guipúzcoa pasó a ser Tolosa; la vuelta al poder de los progresistas supuso el retorno de esa condición a la liberal San Sebastián. Hoy, San Sebastián, con alcalde de Bildu, en poco se distingue en cuanto a mentalidad de los municipios rurales y asilvestrados del interior.

A punto de cumplirse el primer centenario de su creación, en 1927, la dictadura del general Primo de Rivera dividió Canarias, con capital en Santa Cruz de Tenerife, en dos provincias.

Subdelegados patriotas y capaces

El decreto de Burgos quería que las provincias fuesen el brazo del Estado fuera de Madrid para realizar "el cambio político por la vía administrativa", como escribe el profesor Juan Gay Armenteros en su biografía De Burgos. El reformista ilustrado. Por ello dependían de la Secretaría de Fomento. Además, en el decreto Burgos establecía:

Esta división de provincias no se entenderá limitada al orden administrativo, sino que se arreglarán a ella las demarcaciones militares, judiciales y de Hacienda.

Burgos estableció que en cada capital de provincia hubiera un subdelegado de Fomento (llamado gobernador civil desde 1847) cuya misión debía ser la de promover "bienes efectivos" en cada provincia. En caso de incumplimiento, advertía, serían relevados. Entre los atributos de esos funcionarios, el ministro andaluz enumeraba conocimientos administrativos, capacidad, actividad y patriotismo.

En una instrucción posterior, Burgos señalaba los asuntos de los que debían ocuparse los subdelegados de Fomento: la libertad de comercio de granos y de ganadería (para la alimentación de la gente y la bajada de precios), la promoción del comercio y la minería (sobre todo del carbón, asociado a la revolución industrial), la apertura de hospitales, teatros y bibliotecas para mejorar la formación y la salud de las personas, el levantamiento de mapas, la regulación de la caza y la pesca, y hasta un desarrollo industrial basado en la familia… También anunció la publicación de un Diario de la Administración "para informar de los adelantos y de las cosas útiles".

Burgos falleció en 1848, sabiendo que su modelo administrativo estaba implantado, aunque no había alcanzado todos sus objetivos regeneradores. Y por esos pendulazos que atraviesa la historia de España la libertad de comercio entre las provincias y la simplificación administrativa, por ejemplo, hoy están en retroceso.

Sus enemigos, los separatistas

Las autonomías no acarrearon la desaparición de las provincias. Los constituyentes las incluyeron en la Constitución en los artículos 137 y 141. Los principales enemigos de las provincias son los separatistas. El catalanismo, encabezado por Jordi Pujol, intentó acabar con ellas en 1980 mediante una ley que transfería todas las competencias de las cuatro diputaciones a la recuperada Generalitat. El Tribunal Constitucional anuló esa pretensión. De nuevo, en el estatuto de 2006 los nacionalistas (con la colaboración de los socialistas) trataron de suprimir las provincias decimonónicas resucitando una institución medieval, la veguería, pero otra vez el Tribunal Constitucional desmontó su plan. En Galicia, el BNG ha tratado de suprimir las provincias y las diputaciones varias veces, pero no porque sean costosas, sino porque así eliminarían la Administración periférica del Gobierno nacional.

También en Extremadura la izquierda desea la disolución de las provincias de Cáceres y Badajoz en un único ente.

Doce los actuales estatutos de autonomía permiten la creación de un nuevo nivel administrativo que se sumaría al municipal, el provincial, el autonómico, el nacional y el europeo: el comarcal. Pero sólo Aragón y Cataluña han aplicado esta facultad.

¿A qué se debe esta inquina contra las provincias, que caminan hacia el segundo centenario de su existencia, por parte de movimientos políticos conocidos por su odio a la libertad y a lo español? Seguramente responde a que, pese al vaciamiento de competencias y el ocultamiento de sus dirigentes (los gobernadores civiles ya no son tales desde 1997 por cesión de José María Aznar ante Jordi Pujol y Xavier Arzallus), son uno de los últimos restos del poder del Gobierno central y, también, como pretendía Javier de Burgos, de la igualdad de los españoles.

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