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José García Domínguez

La muerte de los intelectuales

Como esos pobres idos que van perorando solos por las aceras ante la indiferencia esquiva de los demás viandantes, los intelectuales hablan hoy para nadie.

Acaban de morir un gran intelectual, Günter Grass, y un gran periodista, Eduardo Galeano (Galeano, que vino a ser el Thomas Friedman de la izquierda, un artesano llamado a hacer más digerible la vulgata con imágenes efectistas y metáforas ingeniosas, nunca pasó de periodista). Tránsitos ambos que han provocado el que se vuelva a malgastar tinta con un lugar común recurrente, el del silencio presunto de los intelectuales. Pues, por lo visto, los intelectuales, aquellos locuaces clérigos traidores que denunció Benda en su tiempo, se habrían vuelto mudos de repente. Aunque el asunto acaso resulte mucho menos melodramático. Y es que los intelectuales, o lo que aún queda de ellos, siguen haciendo uso cotidiano de la palabra, su oficio al cabo, como siempre. La diferencia es que ya nadie presta la más mínima atención a lo que dicen.

Como esos pobres idos que van perorando solos por las aceras ante la indiferencia esquiva de los demás viandantes, los intelectuales hablan hoy para nadie, pues nadie les escucha. Una decadencia corporativa, la de ese sufrido gremio, que incluso ha alcanzado a su facción más mercenaria, la que hasta no hace tanto encarnaban los llamados intelectuales orgánicos, aquellos fabricantes de cosmovisiones que arrendaban sus servicios profesionales a los partidos de la izquierda (la derecha siempre ha desconfiado instintivamente de ellos) a cambio de un rincón en el pesebre. Esa figura de anticuario, el intelectual, nació con la prensa de papel y estaba llamada a morir con ella. Como así ha sido.

A fin de cuentas, su arma era la letra impresa y su capacidad única para fijar sobre la materia la humana capacidad de abstracción. La televisión y sus mil sucedáneos tecnológicos, por el contrario, producen imágenes en movimiento y anulan los conceptos. De ahí que el Homo Videns (Sartori dixit) resulte incapaz ya de soportar un razonamiento analítico que dure más de diez minutos si no está ilustrado por un video colorista o, en su defecto, una colección de transparencias de PowerPoint. Tara congénita que en la política se ha traducido en el abandono del raciocinio argumentativo en favor de la emotividad impostada y la sentimentalización de los mensajes. Terreno ese, el del kitsch escénico, en el que el intelectual nada tiene que ofrecer. Han muerto los intelectuales, pero siempre nos quedará Paulo Coelho.

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