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Jorge Vilches

Españoles: Hitler ha muerto

La URSS fue la responsable de la intoxicación sobre la muerte de Hitler.

Tras la caída del III Reich, los historiadores se ocuparon de aquellos temas que demandaba la sociedad: el ascenso del nazismo, el fin de una democracia, las claves del liderazgo, la capacidad propagandística, la ideología, la figura de Hilter y de la élite nazi, la resistencia alemana al totalitarismo o la responsabilidad de los alemanes en el Holocausto. Todos trabajaron siempre con pruebas incompletas, porque su número es potencialmente ilimitado. Por esta razón, ningún historiador que se precié habló, ni habla, de "historia definitiva".

La generación que vivió la guerra tomó el asunto como algo personal. Hugh Trevor-Roper, historiador perteneciente al servicio secreto británico, recogió los testimonios de los nazis capturados y aseguró que Hitler se había suicidado el 30 de abril. Este libro aparecido en 1947 contiene sesgos hoy reconocidos, como la necesidad de contrarrestar la propaganda estalinista de que el enemigo del bolchevismo –Hitler– seguía vivo y protegido por los aliados, y que el dictador nazi no tuviera un comportamiento racional durante esos días.

Tiempo después, en 1973, el historiador Joachim Fest escribió la hasta entonces mejor biografía larga del personaje. Y Toland, periodista, logró un estudio de Hitler interesante basado en entrevistas. Cometió errores propios de un historiador no profesional, como la sesgada elección de fuentes secundarias, no investigar en archivos o dejarse llevar por sentencias sensacionalistas. Pero Toland está a mucha distancia del también periodista David Irving, que se propuso rehabilitar a Hitler y despreció a los historiadores diciendo que tenían prejuicios políticos para ver los "grandes logros" del dictador.

En la década de 1980 aparecieron nuevos investigadores, nacidos en los años 40, interesados en las razones del éxito de Hitler, el papel de la élite nazi y la construcción del Estado totalitario, así como en el vínculo entre el Führer y su pueblo. Entre estos nuevos historiadores está Ian Kershaw, que ha escrito la mejor biografía sobre el personaje.

Hoy, los historiadores se están centrando en los mecanismos para la concentración del poder y en qué tipo de hombre era. Es más, hay muchas cuestiones que son desconocidas pero de gran trascendencia: si su pensamiento cristalizó en Viena o en Baviera, si fue un revolucionario; su capacidad como hombre de Estado, la mitificación de que fue objeto en tan poco tiempo o los límites de su antisemitismo. A esto unimos lo personal: la contradicción entre su vehemencia pública y su carácter reservado en la intimidad, su voracidad lectora o su relación sentimental con Eva Braun. Son estudios dispares que coinciden en un punto: eliminar la opinión popular de que Hitler estaba loco. Si estaba loco, sentenciamos que fue un periodo de locura, y que basta con estar cuerdo para evitar los problemas. Además, si estaba loco queda exento de responsabilidad en lo que hizo y dijo.

Hitler estaba convencido ya en 1938 de que no viviría mucho. Los registros de sus exámenes médicos, desvelados por Schenk, médico de la Cancillería, muestran una degeneración física acelerada. Llegaba a ingerir hasta 28 medicamentos al día, que incluían vitaminas y probióticos con semen de toro, por ejemplo, porque sufría fuertes dolores estomacales y flatulencia persistente, entre otras cosas. En los últimos nueve meses de vida padeció arteriosclerosis, ictericia y la enfermedad de Parkinson, pero no hay prueba de que afectara a su salud mental. Hay quien asegura que los opiáceos, la cocaína, las anfetaminas y la estricnina que tomaba nublaron su juicio. Además, hay un informe del servicio británico de inteligencia que en 1942 dijo que mostraba histeria y paranoia; y otro de la OSS (antecesora de la CIA) que aseguraba que Hitler se mataría para evitar un final como el de Mussolini.

El suicidio de Hitler es un detalle entre la ingente colección de estudios sobre el nazismo, y un tema en el que no se ha avanzado nada. Hubo más de 7.000 suicidios de jerarcas nazis entre finales de abril y comienzos de mayo de 1945. Hitler tuvo tendencias suicidas desde 1923, cuando falló el golpe de Múnich; tras el suicidio de su sobrina –a la que acosó– en 1931; en la crisis de Strasser en 1932 y en la de otoño de 1944. Muchos testimonios, como el de su conmilitón Albert Speer, hablan de cómo se consumía y del suicidio. No quería acabar como Mussolini ni ser mostrado como un trofeo por los soviéticos. El profundo abatimiento de Hitler entre el 26 y el 30 de abril y la suerte inmediata de sus restos mortales están muy bien descritos por Kershaw.

La URSS fue la responsable de la intoxicación sobre la muerte de Hitler. Stalin, inspirador del Ministerio de la Verdad, puso en mayo de 1945 en marcha la operación Mito. Dijo que Hitler había escapado y que estaba en España o Argentina. Así se lo contó al secretario de Estado norteamericano en Potsdam en julio de 1945. Izvestia publicó en julio un suelto en el que se decía que Hilter vivía con Eva Braun en un castillo de Westfalia, territorio alemán controlado por los británicos. Capturaron a los tres nazis que habían incinerado a la pareja y les torturaron para que cambiaran su declaración. El motivo era crear la idea de que los aliados habían pactado con Hitler; un planteamiento que surgió del bando nazi, que terminó presentando la contienda con la URSS como una defensa de Occidente. Los soviéticos se dedicaron a dar información falsa a Occidente sobre la supervivencia de Hitler en países europeos –típico de la Guerra Fría–, y pagaron a la prensa sensacionalista. La versión cambió tras la muerte de Stalin, y Jruschov aseguró que Hitler había muerto.

En medio de la chapuza soviética, los restos fueron enterrados en febrero de 1946 en Magdeburgo (Alemania Oriental), en unos cuarteles del servicio de inteligencia ruso. En abril de 1970, la URSS decidió dejar el control de esas instalaciones a la RDA, pero antes, y en previsión de que pudiera convertirse en un lugar de peregrinación nazi, los restos fueron quemados, convertidos en polvo y arrojados al río. Se guardó un cráneo con orificio de bala y una mandíbula en el Servicio Federal de Seguridad de Rusia (sucesor del KGB), que al final resultó que no podían ser de Hitler.

Esas mentiras y chapuzas han alimentado el ánimo de ciertos escritores y periodistas por desvelar la historia definitiva de la muerte de Hitler. El sistema suele ser mezclar hechos reales con invenciones para construir un relato lleno de preguntas capciosas. Muchos de ellos se nutren de lo que Rafael Altamira, el gran historiador español de comienzos del XX, reconocido en Europa y América, llamaba "la idolatría del documento": creen que con un solo papel o un fragmento pueden demoler la versión académica y crear una nueva. Las teorías de la no muerte de Hitler en el búnker son tan variadas como novelescas: desde la huida en submarino a Argentina, Paraguay, Brasil o la Antártida (aquí hay versión exopolítica con alienígenas) hasta su instalación como granjero en la Patagonia, en una reserva nacionalsocialista, y que fue padre de dos hijas de Eva Braun. Y todo bajo las barbas del Mosad y los cazadores de nazis; esos mismos que secuestraron en Argentina a Adolf Eichmann, administrador de la Solución Final, lo juzgaron en Jerusalén y lo ahorcaron en 1962.

¿Alguna prueba científica de esas historias después de setenta años de investigación periodística? Ninguna. Solo son dudas muy rentables, sembradas en las librerías.

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