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Fernando Navarro García

La vanagloria

El reducto más sagrado de la cultura se ve mancillado por el mal de los tiempos: la vulgaridad, el egocentrismo y la escasez de juicio crítico.

Pérez-Reverte, Marina, Preston... Leo en la prensa y las redes sociales las críticas recíprocas y feroces entre supuestos intelectuales y divulgadores de cualquier materia y siento una cierta tristeza al ver como hasta el reducto más sagrado de la cultura se ve también mancillado por el mal de los tiempos: la vulgaridad, la precipitación, el egocentrismo y la escasez de juicio crítico.

Todo es rápido, breve, simple, sencillo... Y nada más rápido y comprensible que un insulto o un desplante, máxime si viene reforzado por una cita culterana y cáustica. No caben hoy los matices ni los discursos razonados, pues al instante nace otra polémica con la que aturdir a las masas, hoy injertadas en las redes sociales e incapaces de asumir un análisis profundo. Y soy también masa, que nadie piense que me excluyo de este pandemónium.

Añoro aquellos debates de antaño con gente culta y educada, con humo de cigarros filtrando la luz de una bombilla y con todo el tiempo del mundo para argumentar con razones, sin necesidad de aspavientos, ni gritos, ni interrupciones. La verdadera cultura se respeta y admira aun entre contrarios, del mismo modo que los viejos guerreros sabían reconocer la nobleza y valor de su buen enemigo. Es la calidad de mi antagonista la que me permite crecer y justificar mis razones. Es mi opositor quien, al cabo, me humaniza y perfecciona.

Aquellos hombres no buscaban caer mejor a una audiencia millonaria cuyos aplausos y cuota de pantalla suponían también otros tantos millones, ni pretendían repetir las querencias supuestamente populares por obra y gracia de encuestas y likes en redes sociales a menudo amañadas para crear una realidad virtual que es irreal.

Aquellos hombres discutían naturales, tal cual eran; sin seguir patrones fijos dictados por asesores de imagen que no se reflejan en los espejos, ni miden el tamaño del flequillo o la más rentable duración de una sonrisa. Quien era serio y taciturno, hablaba serio y taciturno; sin forzar sonrisas a menudo improcedentes, vacuas, casi siempre des-almadas, des-animadas...

Aquellos polemistas, cultos y educados, se mostraban como eran y su saber era su único patrimonio ya que en aquellos tiempos - que hoy parecen tan lejanos- no era preciso que un estudioso de teología comparada se pareciera a George Clooney para que la audiencia le escuchara y hasta fuese seducida por sus razones.

Y aunque tampoco los antiguos eran siempre modelos de virtud -véanse los improperios de Quevedo al pobre Góngora, o los duelos de Valle-Inclán- me apena, como amante y curioso de la cultura, ver vilipendiarse y agredirse recíprocamente a quienes pretenden - con mejores o peores argumentos- aportar algo de luz y conocimiento, algo de belleza, poesía, color, música o sentimiento a nuestras vidas. ¿No aspiran a lo mismo? ¿No buscan intentar acercarse un poco a la verdad de las cosas? ¿No es posible que hasta el más modesto de ellos pueda algún día encontrar una de las claves secretas buscadas durante milenios? ¿Por qué, entonces, se despedazan recíprocamente? ¿Buscan la verdad o solo la efímera vanagloria de un aplauso mas ruidoso?

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