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Cuando no había Semana Santa, ¿teníamos procesiones?

Las procesiones son una expresión popular española y occidental que van mucho más allá de la Iglesia y del cristianismo en general.  

Las procesiones no fueron inventadas por la Iglesia. Es más, ni siquiera fueron al principio santas de su devoción. Unas pinceladas, más bien de brocha gorda, lo mostrará sobradamente. En el Boletín de la Academia de la Historia 182.1, 1985, páginas 3-53, que seguimos en buena parte en este artículo, el profesor Blanco Freijeiro[1] contó que participó en 1984 en un cursillo sobre el tema organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en la casa Pilatos de Sevilla. Recuerda, en el texto que preparó para la ocasión, que la Iglesia había sido inicialmente enemiga de las procesiones.

"La Iglesia, que fue contraria a las procesiones en sus primeros tiempos por considerarlas propias del paganismo (la religión judaica, en efecto, carecía de ellas[2]), hubo de aceptarlas muy a su pesar, cediendo a las demandas de un pueblo que no se resignaba a prescindir de las mismas…"

Incluso es conocido que un sector calificado como "progresista" del clero español sigue siendo hostil a las mismas o, al menos, a sus elementos más populares, señalados como folklóricos y banales o como distorsionadores de una fe auténtica cuando no de instrumentos políticos del "sistema". En el socialismo español, desde Suresnes, pocos cuestionan la Semana Santa, aunque se acentúen más los aspectos estéticos y económicos que los religiosos. En la extrema izquierda, se procura su eliminación total o parcial como expresión pública de fe religiosa cristiana, a veces en voz alta, aunque casi siempre en voz baja por la sangría de votos que podría representar tal sacricidio. En realidad, las procesiones son una expresión popular española y occidental que van mucho más allá de la Iglesia y del cristianismo en general.

Digamos ya para evitar malentendidos que, si es cierto que hubo antecedentes en los desfiles procesionales paganos, no tuvieron nada que ver esencialmente con los originados dentro ya del cristianismo que comienzan a concretarse formalmente con la toma de Sevilla por Fernando III el Santo en 1248. Sin embargo, deja translucir el profesor Freijeiro, algo debía haber ya en Sevilla que hizo posible unas y otras manifestaciones procesionales en tiempos diferentes. "En cierta medida, dos tradiciones independientes del todo, o aun sumamente dispares, pueden aproximarse mucho cuando se producen bajo un mismo cielo, en un mismo clima y entre gentes de temperamentos afines."

Limitémonos nosotros a hilvanar una serie de curiosidades históricas cuya combinación con la experiencia de la Semana Santa en la mayoría de las regiones de España permite ampliar el horizonte comprehensivo de nuestra insistente propensión al desfile procesional.

Las procesiones, como expresión del sentimiento de un pueblo o comunidad, se remontan a un tiempo muy atrás. Ya hubo procesiones sagradas en barcos sobre el Nilo y desfiles agrícolas. Otras parecidas, por río o por tierra, se hacían en Mesopotamia. El vaso de Uruk refleja una procesión urbana, de hace 5.000 años y de diversas interpretaciones, que se dirigía al santuario de una diosa. Como en las actuales de nuestra Semana Santa, había personajes sobre pedestales y "costaleros" que los soportaban al estilo de los "tronos" malagueños de hoy.

En la Babilonia de Nabucodonosor (siglo VI a.C.) incluso existió una Vía de las Procesiones. En una de éstas, el monarca se arrodillaba, recibía en el rostro el golpe que le daba el sacerdote, hacía pública confesión de sus faltas, para volver a ser abofeteado. Luego se le absolvía entre lágrimas.

En la época minoica, ya había desfiles procesionales. En la Grecia clásica, hubo procesiones a las que Heródoto atribuyó, cómo no, un origen egipcio. Hacia el 1.500 a.C. ya hay figuras de personajes o dioses en desfiles, subidos a carros con música, culto, sacrificios y demás ornamentos. La procesión de Deméter al santuario de Eleusis duró hasta más allá del final del Imperio Romano de Occidente.

En su biografía del emperador Adriano, oriundo de la hispana Itálica y tal vez nacido en ella aunque en la Historia Augusta se le hace nacer en Roma , Anthony Birley dice que éste fue un devoto de la procesión de los misterios de Eleusis: " Y, finalmente, la gran procesión de los adoradores, que recorrían los veintidós kilómetros de Atenas a Eleusis portando cintas de color azafrán y coronas de mirto y que concluía de noche, a la luz de las antorchas. Adriano "realizó los ritos eleusinos siguiendo el ejemplo de Hércules y Filipo", escribe.

No todas estas manifestaciones eran religiosas. Había algunas que expresaban un carácter cívico, como las llamadas Panateneas, descritas en el friso del Partenón. Las segundas en importantes fueron las Dionisíacas. Atenas fue considerada como una ciudad maestra en desfiles procesionales como lo es la Sevilla de hoy. En su desarrollo, también había despliegue de dorados y plateados que se extendieron por Asia Menor y la parte de Oriente helenizada por Alejandro Magno.

Tampoco, como era de prever, eran ajenas al sentido "turístico" buscando atraer a los visitantes de otras regiones. En todas las de carácter religioso, se combinaban el sacrificio, la sangre, la muerte, el lamento, el rezo a la divinidad e incluso la bebida y la comida mientras transcurrían los cortejos. Ya eran espectáculos callejeros si bien complementados por presencias dentro de los templos.

En Sevilla, por poner un ejemplo decisivo, en los tiempos romanos tardíos, hubo al menos unas procesiones conocidas, las consagradas a Adonis, denominadas Las Adonías. Durante una de ellas, la celebrada en julio del año 287, dos cristianas hispanorromanas de Sevilla, Justa y Rufina, habían puesto en el foro un tenderete con objetos de alfarería. Pero a la plaza llegó la procesión romana. Estaba compuesta por mujeres descalzas, danzantes y cantantes, que llevaban en andas una imagen de Adonis. Se trataba de celebrar la resurrección anual del dios de la vegetación al que lloraba otro ídolo, el de Afrodita (la semítica Salambó), también sobre un "paso".

Tal vez la mala suerte hizo que las adoradoras de Adonis se detuvieran en el puesto de Justa y Rufina para pedir una maceta donde plantar flores para el dios. Las cristianas afirmaron no adorar divinidades que se hacían con las manos y se formó un tumulto. Cuenta el propio Freijeiro en su Historia de Sevilla que "las unas rompen la cacharrería de Justa y Rufina; éstas, por su parte, derriban el ídolo de sus andas y lo hacen añicos. La fuerza pública interviene y conduce a las muchachas ante el juez." Como se ha visto, las cristianas sevillanas no fueron nada sumisas. El suyo fue el primer acto del martirio de quienes son ahora conocidas como Santas Justa (con estación de AVE incluso) y Rufina, patronas de Sevilla y del famoso gremio de alfareros, con capilla en la Catedral y parroquia en la ciudad.

José María Blázquez, en La Bética en el Bajo Imperio, completaba la historia relatando que "El gobernador Diogeniano castigó la osadía de Justa y Rufina obligándolas a participar en la procesión que iba al Mons Marianus para solicitar la fecundidad de los campos." Amando de Miguel precisó con agudeza que estos montes del norte del valle del Guadalquivir nada tenían que ver con la Virgen María, por cierto. Todo ello se contó en el siglo IV en el Breviario de Évora.

En realidad, las procesiones fundamentales de Roma eran las llamadas"pompas", de las que todavía nos quedan como legado las "pompas fúnebres". Las pompas eran desfiles procesionales con diverso contenido. Muy famosas fueron las circenses, desfiles en que se anunciaban la programación y los festejos. De hecho, los gladiadores de Itálica llegaban en procesión a la arena. Si morían en el desarrollo de la lucha, sus cuerpos eran llevados en una nueva procesión ritual a la Porta Libitinensis, una vez acabados los juegos.

Entre las pompas, destacaban las pompas triunfales, el gran desfile militar de un general victorioso cuyas tropas entraban en Roma después de haber acabado una guerra importante. El cortejo entraba por la puerta triunfal y atravesaba los lugares más céntricos de la Ciudad hasta llegar al templo de Júpiter Capitolino.

Las pompas fueron muy atacadas por los primeros cristianos y, de hecho, la palabra pompa es sinónimo hoy de lujo, de exceso, de sobrecarga de ornamentación, algo contrario a la sencillez y la austeridad. Incluso satánico, por lo que en los desfiles procesionales actuales las bandas de tambores suelen ir delante de los penitentes dado que se creía podían ahuyentar al demonio.

En la Roma imperial comenzaron a cristianizarse los desfiles paganos. Freijeiro cita las de las ambarvalia, ceremonias que las hermandades agrarias celebraban en mayo para purificar los campos, y las robigalia del 25 de abril, que pretendían preservar el trigo de las plagas periódicas como el robigo, el tizón o rabillo de nuestros campos. Pronto aparecieron las velas como elemento purificador.

Durante el período conocido como "antes de la paz de la Iglesia", esto es, hasta el reinado del emperador Constantino, ya hubo constancia de procesiones, inicialmente fúnebres, porque los romanos no eran hostiles a esta manifestación de respeto por los muertos. Puede disponerse de una idea cabal de cuál fue el movimiento procesional hasta el surgimiento de la Semana Santa en el curioso libro de Camilo Torrente, editado en Washington en 1932, titulado Las procesiones sagradas, síntesis histórica y comentario.

En el Ritual de Benedicto XIV se afirma que, ya en el siglo II d.C., Tertuliano describía el uso de las procesiones que, se pensaba, se originaron mucho antes, en la época apostólica. Con el edicto de Constantino de 313 d. C. el cristianismo logró las mismas libertades, derechos y privilegios que las demás religiones del Imperio. Era la salida de las catacumbas.

Precisamente, las primeras procesiones oficiales fueron las que veneraron los restos de los mártires que "fueron trasladados de las catacumbas, llevados por las calles de Roma, en medio de una muchedumbre inmensa del pueblo que los envolvía en nubes de incienso y vitoreaba con los aleluyas de la resurrección", escribe Torrente.

Una de las más famosas de aquel tiempo fueron la del traslado a Dafna de los huesos de San Bábilas, martirizado, según algunos por Decio, y según otros, por Antonino. Tuvo lugar en tiempos de Juliano el Apóstata. Otra bien célebre fue la celebrada por San Ambrosio en Milán en honor de las reliquias de los hermanos mártires Gervasio y Protasio, nobles hijos del Cónsul Vital y de Valeria, ambos mártires también, con prodigios que vio el propio san Agustín antes de bautizarse.

Otra clase de procesiones, las rogativas, donde se implora a Dios por la desaparición de algún mal, ya estaban en marcha a finales del siglo IV. El miércoles santo de 399, el pueblo de Antioquía con el obispo a la cabeza, se dirigió procesionalmente a los sepulcros de los mártires a pedir el fin de unas lluvias que amenazaban con inundarlo todo.

Para que nos hagamos una idea clara de la profusión de las procesiones, digamos que de entre las procesiones sagradas se contaban las "piadosas", como la del Rosario, del mes de María, y de la primera comunión; las "conmemorativas", como la de Corpus Christi o la del Triunfo de la Cruz; las "gratulatorias", como las jubilares y otras, y las "rogativas", ordenadas con ocasión de una calamidad pública, peste, hambre, guerra, mortandad o sequía, etc.

No son todas. Además, perfila Torrente, "hay también procesiones sagradas que los rubricistas llaman festivas por ser propias de algunas fiestas del año litúrgico, como la procesión solemnizada en la fiesta de la Santísima Trinidad, de Resurrección, Ascensión, Asunción y otras; las de Cuaresma y Semana Santa, dícense de "penitencia". De hecho, hacia el último cuarto del siglo IV las procesiones ya estaban generalizadas hasta el punto que se ha podido hablar de un "apogeo" de tales ceremonias.

Hasta el siglo V, las procesiones, centradas más que nada en las reliquias y en los mártires, volvieron a las celebraciones en torno a la figura de Cristo y su vida. De hecho, la más importante de entonces fue la procesión de la Pascua de Resurrección y sus días inmediatamente anteriores, que forman el cuerpo de nuestra Semana Santa. Se cuenta que por orden de Constantino la ciudad de la Antigua Bizancio fue iluminada la víspera de la Resurrección hasta el punto que fue descrita como una noche más clara que el sol.

En fecha tan temprana como el siglo IV, el testimonio de la monja "turista", la gallega Egeria, describió cómo era la procesión del Domingo de Ramos de la Semana Mayor (Semana Santa) de Jerusalén. Por cierto, se trataba, como expone, de la reproducción, lo más exacta posible, de los sucesos que condujeron al martirio de Jesús, como en nuestra Semana Santa y sus escenas.

"A la hora séptima (una de la tarde) sube todo el pueblo al monte Olivete o Eleona, a la iglesia; se sienta el obispo, se dicen himnos y antífonas y lecciones apropiadas al día y al lugar. Y cuando empieza a ser la hora nona (las tres) se suben cantando himnos al Imbomon, que es el lugar del cual subió el Señor a los cielos, y allí se asientan... También allí se dicen himnos y antífonas propios del lugar y del día, lo mismo que lecciones y oraciones intercaladas. Y cuando ya empieza la hora undécima (las cinco) se lee el texto del Evangelio, donde los niños, con ramos y palmas, salieron al encuentro del Señor, diciendo "Bendito el que viene en nombre del Señor".

Las procesiones se sucedieron sin solución de continuidad hasta el surgimiento y predominio de la Semana Santa. Por ejemplo, en el año 1212 el Papa Inocencio III convocó una gran procesión para implorar por el triunfo de Alfonso VIII, rey de Castilla contra Moamed-ben-Yacub en las Navas de Tolosa. Tras el triunfo del rey español, celebró otra, "aún más imponente, en acción de gracias por el triunfo de la Cruz".

La profusión de desfiles profesionales en toda la Europa cristianizada condujo, en parte, a su degeneración. Desde el siglo XIV, hubo procesiones "extravagantes" como la de los locos e incluso la de los asnos que hundían sus raíces en las antiguas saturnales romanas. En Rouen y en Beauvais se permitió la procesión y misa del asno, a veces de madera, aunque "no se puede negar que el recio cuadrúpedo entraba procesionalmente en la catedral y que, puesto de cara al pueblo francés, y a la derecha del altar mayor constituía el figurón principal de la misa cantada", describe Camilo Torrente. Es más, en vez de decirse amén, se imitaba el rebuzno del animal.

Por tanto, sin necesidad de llegar a la Semana Santa tal y como la conocemos, que tiene su origen en la celebración de la Pascua y del Domingo de Ramos y que cristalizó en el siglo XVI, podemos afirmar, sin temor a error alguno, que las procesiones, como expresión de un sentimiento comunitario, han estado siempre presentes en la vida europea y occidental con claros antecedentes en las primeras civilizaciones de Oriente Medio e incluso en La India. Algo debe haber en ellas que nos atrae a los europeos, sobre todo a los españoles y especialmente, cómo no, a los andaluces, constitutivamente.

[1] Antonio Blanco Freijeiro, gallego de Marín, 1923-1991, ha sido uno de los grandes historiadores y arqueólogos españoles. Su vinculación con Sevilla se deriva de su paso por la Cátedra de "Arqueología, Epigrafía y Numismática" de la Universidad de Sevilla desde 1959 a 1974.

[2] Hay quien cree que Josué comenzó la era procesional entre los judíos cuando dio vueltas alrededor de las murallas de Jericó llevando en andas el Arca de la Alianza.

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