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Carmelo Jordá

Ahora resulta que Rubens (y Goya y Tintoretto y todo el arte clásico) son misóginos

Afirmar que el arte clásico es misógino es, sin lugar a dudas, una estupidez y una muestra de un profundo desconocimiento.

Afirmar que el arte clásico es misógino es, sin lugar a dudas, una estupidez y una muestra de un profundo desconocimiento.

Analizar cualquier obra humana histórica desde el prisma de nuestra forma de pensar actual es colocarse unas anteojeras que nos impiden entender nada y, muy probablemente, nos llevarán a un ridículo bastante espantoso.

Es algo que está ocurriendo con la última ola de feminismo victimista que nos invade, que cada día echa su mirada inquisidora un siglo más atrás y ya se dedica a analizar obras maestras de la historia del arte con la misma profundidad intelectual con la que lo haría la comisión de feminismos bollo y trans del 15M.

Cuando ya empezábamos a acostumbrarnos a que se critique el machismo de canciones escritas hace 30 años o de portadas de discos de los 70, pocas cosas nos pueden sorprender. Una de ellas, sin duda, es atacar por la temática de sus cuadros a alguno de los maestros de la historia de la pintura, a hombres que desarrollaron su trabajo a finales del siglo XVI o principios del XVII. Es difícil decir -y no digamos escribir- algo que resulte más irrisorio y, justamente, eso es lo que han hecho en el diario El País.

El artículo en cuestión llega a decir que visitar los grandes museos "no es siempre una experiencia gratificante, independientemente de la perfección técnica, el tratamiento del color, el equilibrio en la composición, el ritmo, la luz, la atmósfera…". Oiga, entonces, ¿a qué va usted a un museo?

El problema, nos explica la improvisada crítica de arte, es la temática de algunas obras, especialmente las mitológicas: "Raptos, violaciones, humillaciones y toda clase de vejaciones hacia las mujeres". Como ejemplo de ello nos muestra obras de Rubens, Goya, Tinttoreto...

Es increíble que alguien se atreva a opinar sobre arte sin tener en cuenta que durante la mayor parte de su historia las representaciones artísticas han tenido dos razones últimas: la propaganda, ya fuese religiosa o política; y la admiración y recreación de la belleza. Obviamente, no eran fines excluyentes y normalmente la belleza se pone al servicio de la propaganda, como ocurre, por ejemplo, en los mejores retratos reales, como el de Felipe III de Velázquez que podemos ver en el Prado.

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Felipe III, pintado por Velázquez.

Ese era el entorno en el que se crearon las obras que ahora se critican por machistas: un mundo en el que al pintar un cuadro incluso un gran maestro como Rubens tenía que tener muy en cuenta qué iban a pensar del tema elegido tanto el poder religioso como el político, que además solían ser los principales clientes. Y era ahí donde la mitología ofrecía un espacio de libertad en el que dedicarse, simplemente, a recrear la belleza y a estudiarla allá donde el arte de casi todas las épocas la ha encontrado: en el cuerpo humano.

Porque escenas de raptos que pintaron Rubens, Rembrand, Tiziano y tantos otros maestros no buscaban humillar a la mujer, sino que eran una oportunidad para reflejar cuerpos en tensión, desnudos, mostrando su musculatura, revelando la anatomía que tanto se molestaban en estudiar los clásicos.

Las figuras femeninas no aparecen en los cuadros y las estatuas clásicos "agitando los brazos y gritando de desesperación para poder desprenderse de su secuestrador", como dice la improvisada historiadora del arte de El País, sino en poses y situaciones que permitían al artista mostrar ese conocimiento de la anatomía y su capacidad de dotar de expresividad a su representación –repito: representación- de una realidad imaginada. Incluso en algunas ocasiones la representación religiosa servía también para esa misma intención más profana, como en las muchas versiones del Martirio de San Sebastián que se pueden ver en los grandes museos.

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Martirio de San Sebastián, por Guido Reni.

En suma, la mitología, las escenas bíblicas como la de Susana y los viejos, los raptos o los martirios eran lo único con lo que se podía sortear el afán inquisitorial de aquellos que consideraban el cuerpo humano, y en especial el de la mujer, como un contenedor de pecado. Lo sorprendente es que cuatro siglos después esta nueva inquisición de lo políticamente correcto sea más dura de lo que entonces era la de la Santa Madre Iglesia.

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