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Juan Manuel González

'Moneyball. Rompiendo las reglas'

Póster Moneyball

Moneyball es la historia real del entrenador Billy Beane (Brad Pitt), estrella fracasada del beisbol que en 2002, y con un presupuesto irrisorio, hizo que el modesto equipo de los Oakland Athletics batiera todos los récords históricos de victorias en la liga profesional. Beane contó, eso sí, con la ayuda de Peter Brand (Jonah Hill), un economista recién licenciado en Yale que nunca había levantado un bate de béisbol, y que aplicó criterios de gestión puramente estadísticos para lograr unos resultados deportivos casi óptimos. La película protagonizada por Brad Pitt, que adapta el volumen Moneyball: The Art of Winning an Unfair Game, de Michael Lewis, se ha apuntado un tanto comercial en su país de origen, EEUU, muy habituado a cierta clase de dramas deportivos y épicos aptos para el consumo del americano medio. Pero también, y de manera algo más imprevista, ha logrado un reconocimiento de la crítica casi absoluto, visible en las excelentes seis menciones al Óscar que la avalan (y que incluyen las de mejor película, actor y guión adaptado), y que la convierten en la tercera película más nominada del año. Pues bien: ¿Qué tiene entonces de especial la película dirigida por Bennett Miller (Truman Capote)?

Lo cierto es que, mirándola de cerca, Moneyball tiene mucho más en común con películas como La Red Social que con cualquier drama deportivo al uso. Lejos de la épica de andar por casa de Titanes o El milagro, de la exuberancia visual de Un domingo cualquiera, e incluso el tradicionalismo simplón de Invictus, Moneyball es mucho más una pieza de caracteres y un drama humano -empaquetado con melancolía, pero sin sensiblería-, que una aventura deportiva en la acepción más tradicional del término. La película dirigida por Bennett Miller aborda el juego con seriedad pero desde sus márgenes, a través de los intentos de Beane de reconstruir su equipo de una manera insólita, prestando toda la atención al proceso técnico, humano y tecnológico de construir un equipo más que al terreno de juego en sí mismo.

Para ello la película se vale de un trabajo de guión simplemente sobresaliente. Los reputados Steve Zailian y Aaron Sorkin, dos autores de categoría A responsables, respectivamente, de los libretos de En busca de Bobby Fischer y –precisamente y no en vano- La Red social, consiguen recoger la emoción de la primera de ellas y sobre todo la meticulosidad de la segunda gracias a lo que podríamos denominar, sin lugar a error, un texto de hierro y absolutamente blindado.

Y la herramienta de Miller para trasladarlo a la pantalla son los actores. Brad Pitt ha recogido los mayores elogios por su interpretación de Beane. El actor consigue aunar con intensidad y humor las contrariedades de un sujeto tan entusiasta como resentido.  Y, atención, no nos olvidemos de un estupendo Jonah Hill que también está nominado al Óscar, y que complementa a Pitt de forma magistral. De la misma manera en que Beane aparece corroído por un fogoso sentimiento de rebeldía y pérdida, Brand, cuya formación es ajena al deporte, se guía por criterios distintos... en apariencia.El protagonista de Supersalidos resulta ser aquí el perfecto contraste (físico, intelectual) a la natural vehemencia de Pitt, y contribuye a definir de forma generosa el personaje de su compañero de reparto.

Moneyball trata del béisbol, pero de una manera casi abstracta. La película de Miller versa mucho más sobre aquello que las demás películas de su género nos escamotean: el retrato de la trastienda deportiva y el arte dentro del negocio (o el negocio dentro del arte), el puro proceso de estrategia deportiva y financiera, así como la constante lucha entre tradición y voluntad que hay detrás del campo. Pero la cinta también es el retrato apasionante de una relación profesional basada en una suerte de intuición personal y mutua, la de Beane y Brand, que Bennett Miller sabe captar muy bien. Nada de esto le resta épica a Moneyball. Al contrario, la tristeza y melancolía de sus imágenes, que parecen evocar cierta clase de identidad de país (atención a Beane escuchando la radio del coche por la autopista, mientras se celebra el trascendental partido), y las contradicciones que genera su realismo (algunos de los méritos de éste y Brand fueron, en cierta manera, tremendamente discutibles) la convierten en una excelente y compleja película que gustará mucho más a todos aquellos que no entendemos, ni queremos entender, el deporte del béisbol.

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