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Orson Welles, maestro de maestros

Vitalista y barroco, fue un taurófilo que cultivó la amistad de toreros y desarrolló una shakespeariana visión de España.

Vitalista y barroco, fue un taurófilo que cultivó la amistad de toreros y desarrolló una shakespeariana visión de España.
Orson Welles | Cordon Press

Las cenizas de Orson Welles reposan en la finca Recreo San Cayetano, una propiedad de los Ordóñez cercana a Ronda. Vitalista y barroco, Welles fue un taurófilo que cultivó la amistad de toreros y desarrolló una shakespeariana visión de España en varias de sus películas, de Mr. Arkadin a Campanadas a medianoche pasando por su proyecto truncado de Don Quijote, la novela que sigue siendo una asignatura pendiente todavía para el cine. El sacerdote que ofició el responso el 7 de mayo de 1987 clavó la característica fundamental del artista norteamericano.

"Fue fiel a sí mismo y a sus criterios estéticos; quiso ser él mismo a través de sus personajes; fue fiel a su amistad con Antonio Ordóñez y sus amigos (...) si juntamos su amor a su profesión y a sus amigos, hay que decir que en este hombre está Dios".

Aunque para ser más precisos, tendríamos que decir que Welles fue únicamente fiel a la infidelidad, en el sentido de que fue un creador que avanzaba destruyéndose a sí mismo para luego resurgir como un Ave Fénix de sus cenizas. Unas cenizas que valían su peso en oro.

En la Santísima Trinidad del cine norteamericano, Griffith representa al Dios Padre que lo inventó todo, John Ford fue su Hijo que lo llevó a su más sublime expresión y, por último, Orson Welles encarna el talante que revolucionó el arte cinematográfico con la ambición del demiurgo. Todo ello engarzado en una tradición ininterrumpida porque de igual forma que John Ford trabajó como extra para el mismísimo Griffith en El nacimiento de una nación, Welles reconoció que entre toma y toma de Ciudadano Kane se hacía proyectar La diligencia de Ford para aprender sobre la marcha qué era eso de la dirección cinematográfica.

Era tan genial que incluso una película que se atribuye a otro director, pero que él vampiriza desde su labor como actor, no tendríamos ningún reparo en caracterizarla como wellesiana. Es El tercer hombre, dirigida oficialmente por Carol Reed: expresionista en la forma, romántica en el fondo, inmoralista en lo moral, irreverente en la estética.

En una ocasión le preguntaron a Welles cuáles eran sus tres directores favoritos y contestó: "John Ford, John Ford y John Ford". En la ceremonia de los Oscar del año 42 fue precisamente Ford el que se impuso con ¡Qué verde era mi valle! a Ciudadano Kane, con Howard Hawks, y su Sargento York, como invitado de piedra. La película de Welles cayó como una bomba atómica en Hollywood porque ese presuntuoso principiante había presentado como tarjeta de presentación una ópera prima que era, al mismo tiempo, una obra maestra que resumía todo lo que se había hecho en el cine, a la vez que abría las vías del séptimo arte del futuro. En 1941, Hitchcock presentaba la muy académica Sospecha y tardaría quince años en presentar la tan innovadora como incomprendida en su momento Vértigo (1958) mientras que un poco después otro revolucionario, Jean Luc Godard, se postulaba a Welles de la Nouvelle Vague con otra ópera prima total: Al final de la escapada (1960).

Welles era sobre todo un hombre de teatro: "Shakespeare, Shakespeare, Shakespeare". El norteamericano fue el que mejor entendió al inglés, del que adaptó algunas de sus obras más célebres además de interpretar varios de sus personajes más relevantes como Macbeth, Otelo o Falstaff. Era un actor camaleónico, con una voz profunda y sedosa.

También destacó en la radio, donde también realizó una obra maestra de la ficción, la dramatización de una invasión alienígena que muchos tomaron como real, en lo que fue un fantástico experimento que demostraba la estupidez colectiva. Sin embargo, también implicó una de las limitaciones de Welles como el intelectual cinematográfico que aspiró a ser mediante una serie de ensayos fílmicos, de F de Fraude a Filming Othello, en el que llevado por el relativismo filosófico de su época fundió ingenuamente la ficción con la realidad, confundiendo con su sonrisa de gato de Cheshire a los espectadores (todavía hoy sufrimos a sus imitadores más convencionales, como Jordi Évole y su mixtificación del 23F).

En la lista de Sight & Sound aparecen varias de sus películas como las mejores de la historia, desde la indiscutible Ciudadano Kane, que tras cincuenta años en la cúspide ha cedido la primera posición ante la igualmente formidable (¿y wellesiana?) Vértigo de Hitchcock. Por mi parte, cuando envíe mi lista a la revista inglesa voté por Welles, naturalmente, aunque no tanto por Ciudadano Kane sino por La dama de Shangai.

Virtuoso de la puesta en escena, portentoso histrión, ironista supremo, podríamos achacarle en su debe cierta frialdad emocional, un despótico control sobre películas que funcionan más bien como puzzles que como problemas y una confusión primaria entre la fidelidad a unos principios estéticos con el fundamentalismo del narcisismo creador. Como en el caso de quién será su inmediato sucesor en el cine norteamericano, Stanley Kubrick que parecía una máquina rodando a otras máquinas (sobre todo, claro, en 2001, una odisea del espacio), Orson Welles daba la impresión de rodar a los seres humanos desde la condescendencia de un alienígena consciente de su superioridad intelectual. Por eso Welles pertenece a esa estirpe de directores que despiertan admiración pero a los que no se les profesa amor, que suscitan más sesudos análisis y críticas reflexiones que encendidas emociones y arrebatados sentimientos. Por ello, Ingmar Bergman lo detestaba por aburrido y vacío, como a otro de su misma cuerda, Jean Luc Godard.

Y, sin embargo, con cuatro películas entre las 250 mejores de la historia del cine (la mencionada Ciudadano Kane, Sed de mal, El cuarto mandamiento y Campanadas a medianoche), lo que destaca en Welles es una voluntad de renovación formal y de ir más allá de los límites convencionales, desafiando una y otra vez los marcos establecidos aún al precio de marcar una distancia insalvable con los productores y el gran público, una tendencia suicida que también transitaron otros de sus herederos cinematográficos en Estados Unidos como David Lynch o Francis Ford Coppola mientras que otros como Gus van Sant, más prudentes, tratan de combinar su faceta autoral con trabajos más artesanales.

Autor de la mejor ópera prima de la historia (Ciudadano Kane, con permiso de Á bout de souffle), de la mejor película mutilada por la productora (El cuarto mandamiento, con La puerta del cielo pisándole los talones), de la mejor película invisible (El extraño, casi tan escondida en su filmografía como They were expendable en la de Ford), del mejor documental (F de fraude, que significó para el sonoro lo que El hombre de la cámara para el cine mudo), de la mejor versión rodada de Shakespeare (Campanadas a medianoche, un tour de force que sólo admite comparación con la japonesa Ran), de la mejor película atribuida a otro (El tercer hombre), de Cervantes (Don Quixote) y de la mejor película inacabada (de nuevo, Don Quixote), si hubiera que elegir a los directores que con su obra mejor representan la historia del cine en su más vasta, rica y compleja dimensión habría que decir: "Orson Welles, Orson Welles y Orson Welles".

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