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Montgomery Clift: una mirada hecha pedazos

Se cumplen 50 años de la muerte de aquel al que Marilyn definió así: "La única persona que está peor que yo".

Montgomery Clift se encontraba en su residencia de la calle 61 Este de Manhattan el 22 de julio de 1966. Su secretario personal, Lorenzo James, le preguntó si le apetecía verse en televisión: esa noche emitían el filme Vidas rebeldes. "¡En absoluto!", contestó el actor, quizá reviviendo el amargo rodaje. Al día siguiente James lo encontró en su cama, desnudo, puestas las gafas con las que solía dormir, sin vida, víctima de un ataque al corazón. Culminaba así lo que su profesor del Actors Studio había definido como "el suicidio más largo de la historia".

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Clift y Taylor en 'Un lugar en el sol'. | Cordon Press

Monty, como solían llamarle, fue un actor intenso, en el aspecto profesional, y atormentado, en el más profundo de los sentidos: no un divo con devaneos e imposturas, sino una compleja personalidad regada con problemas físicos y psicológicos. Fue un atípico galán del cine de los 50, hermético y misterioso. En apenas 18 años de carrera participó en dos clásicos absolutos (Un lugar en el sol y De aquí a la eternidad) y un puñado de títulos notables (Río Rojo, Yo confieso, La heredera). Para acercarse a su figura hay que recurrir a las palabras que le dedicó la gente que le rodeaba. Es la única forma de adentrarse en el actor de la mirada desvelada.

La biógrafa Patricia Bosworth recoge esta confesión de la hermana gemela del actor. La matriarca del clan Clift fue una mujer carismática y autoritaria obsesionada con su linaje no reconocido: era descendiente del laureado oficial Robert Anderson, héroe de la Guerra de Secesión. Se empeñó en otorgar a sus hijos una vida lujosa y cosmopolita que debía convertirles en triunfadores: mientras el padre se quedaba trabajando en Nueva York, Sunny y sus tres vástagos recorrían Europa en agotadoras jornadas repletas de deportes y actividades culturales, sin apenas relacionarse con desconocidos.

Monty definió su infancia como "fantasmagórica" y siempre mantuvo relaciones complicadas con sus familiares: a su gemela le unían grandes lazos que a la vez le despertaban dudas sobre su propia identidad ("¿Fui una niña en el vientre de mamá?"); su hermano también se dedicó al mundo del espectáculo, con desigual fortuna, y acudió en una ocasión a la televisión para hablar de Montgomery a cambio de 350 dólares, algo que este nunca le perdonó; su padre fue un hombre intransigente pero lleno de ternura, con el que tuvo encontronazos al apoyar públicamente al partido demócrata o por culpa de sus escarceos sexuales. Su madre fue la figura que más le condicionó: a duras penas, ya adulto, escapó del férreo control que le imponía, y en sus últimos años mantenían encuentros llenos de tensión tras los cuales, como despedida, mascullaba un escueto "¡zorra!".

John Wayne le dedicó estas palabras en una entrevista, tiempo después del estreno de Río rojo, filme que les reunió. Clift llamó la atención desde pequeño por su enorme atractivo: una figura alta y bien proporcionada y una mirada profunda de ojos grises, embelesadora, taciturna. Consciente de su belleza -solía quedarse mirando su reflejo durante horas- y de su talento interpretativo -tras triunfar en el teatro, decidió que su misión en la vida sería convertirse en "el mejor actor del mundo"-, el actor arrastró fama de engreído y petulante durante toda su vida.

Se resistió al cine en un principio -"Hollywood está señalándome con su horrendo dedo"-, y cuando sucumbió, no tuvo reparos a la hora de hacer sugerencias a sus compañeros, reescribir guiones e imponer sus ideas a los directores. Por no hablar de los guiones que rechazó: clásicos como La señora Miniver, El crepúsculo de los dioses -escrito expresamente para él-, Solo ante el peligro y Al este del Edén no le resultaron lo bastante buenos. Por encima de su arrogancia, era un intérprete entregado y meticuloso, perfeccionista e infatigable: ensayó durante 24 horas seguidas su monólogo de De aquí a la eternidad, memorizó una misa entera en latín para Yo confieso, aprendió a dominar los caballos para Vidas rebeldes. Con sus compañeros era igual de exigente, y a pocos consideraba a la altura de su talento. Los epítetos que dedicó a muchos de ellos oscilan entre la acidez y el humor, a saber: Shelley Winters ("llorona e irritante"), Burt Lancaster ("gran bolsa de aire"), Richard Burton ("no actúa, solo recita"), Hitchcock ("arbitrario y calculador"), William Wyler ("frío y carente de emociones").

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Montgomery Clift, Marilyn Monroe y Clark Gable en "Vidas Rebeldes", 1961.

Sin embargo, también sabía ser generoso y paternal: ayudó a Dean Martin y Frank Sinatra en sus trabajos dramáticos de El baile de los malditos y De aquí a la eternidad, algo que siempre agradecieron. También aconsejó y moldeó a Elizabeth Taylor en Un lugar en el sol, película que forjó la amistad que ambos mantendrían toda su vida.

Rotundo la advertencia que le dio uno de sus mentores, el actor Alfred Lunt. Montgomery Clift y Marlon Brando (y el alumno aventajado de este, James Dean) marcaron el inicio de una nueva generación de actores sensibles y vulnerables, rebeldes, viriles y seductores al tiempo que complejos y torturados: el paradigma lo representa el Stanley de Un tranvía llamado deseo, que ruge y a continuación llora desesperado. Clift enriqueció esta serie de personajes con su ambigüedad sexual; podemos encontrar una lectura gay en casi todos ellos. Así lo interpreta Leandro Palencia en Hollywood Queer: "Proporcionó una imagen de pasividad, fragilidad y sufrimiento, de víctima, de alguien que es diferente. En las películas encarna al solitario, el aislado, el marginado".

Clift no vivió su sexualidad de la forma desinhibida que lo hizo Brando ni con la libertad que otorgaba un matrimonio blanco, de conveniencia, en el caso de Rock Hudson. Sencillamente, no pudo. Sus relaciones siempre fueron tortuosas, la eterna búsqueda de una satisfacción que nunca llegó. Mantuvo relaciones con mujeres: su hermano aseguraba que había dejado embarazadas a dos chicas, su larga e íntima amistad con la madura actriz Libby Holman siempre permaneció en el misterio; en cuanto a Elizabeth Taylor, esta le suplicó en repetidas ocasiones que se casara con ella. Pero llegó un momento en que a Clift solo le interesaron los hombres: su psicoanalista, una de las mayores influencias de su vida, le conminó a que aceptara su homosexualidad, algo que aterraba al actor. Lo que por entonces era un estigma sexual le trajo problemas laborales (Gable se refirió a él como "ese condenado marica" en el rodaje de Vidas rebeldes) y, qué duda cabe, personales. En un Hollywood hipócrita donde cada paso en falso era un motivo de castigo, los abogados de Monty no daban abasto con los chantajes, amenazas y estancias en el calabozo (fue detenido por perseguir a un muchacho en la calle 42). Celoso de su intimidad, Montgomery vivía un auténtico infierno.

De nuevo Brando: si bien no se tenían un afecto sincero (cuando conoció a Clift opinó: "Parece que tuviera una batidora en el culo y no quisiera que nadie se enterara"), mantuvieron una rivalidad sana, digna de los dos mejores actores de su época. Brando, traumatizado de por vida por el alcoholismo de su madre, quiso darle este consejo al ver que corría peligro de acabar de la misma manera. Fue en el rodaje de El baile de los malditos.

Monty, que en su juventud había mantenido una estricta dieta de bistec crudo y leche, comenzó a beber de forma descontrolada a finales de los años 40, coincidiendo con su éxito en el cine. El acoso de los medios y las fans, su inseguridad, las tensas relaciones con su madre ahogaban al actor. Sus amigos le encontraban frecuentemente durmiendo borracho en mitad del salón, incluso en el tejado. Tampoco era ajeno a las drogas, que le proporcionaba el mismo camello que a Judy Garland: las tomaba para dormir, para su recurrente disentería -que le impidió ser reclutado en la II Guerra Mundial- y para todo tipo de dolores. Sus borracheras en fiestas pronto se trasladaron a los rodajes. Y en 1956 tuvo lugar el suceso que marcó sus últimos años: al marcharse de una fiesta en casa de Elizabeth Taylor su coche se estrelló contra un poste de telégrafos. La actriz le arrancó los dos dientes que habían quedado clavados en su garganta, librándolo de una asfixia. Su rostro era un amasijo, con la nariz y la mandíbula rotas. Salvó su vida, pero solo eso. Comenzaba el "suicidio más largo de la historia".

Él arbol de la vida es una rutilante y aburrida imitación de Lo que el viento se llevó. Hoy día conserva un único -y enfermizo- interés: comparar en una misma película el rostro de Clift antes y después del accidente, ocurrido mientras se rodaba el filme. Su cara fue reconstruida, pero el actor se negó a recurrir a la cirugía plástica. El público reaccionó a esa nariz torcida, a esa parte de la cara que siempre permanecería inmovilizada, incluso su mirada se tornó alucinada, insegura. Se multiplicaron la ingesta de alcohol y de drogas y sus dolencias -cataratas prematuras, problemas de espalda, lapsos de memoria-, y Hollywood le dio la espalda. Se volvió irritante y violento, sus cambios de humor espantaban y los problemas ocasionados en los rodajes le marginaron de casi cualquier proyecto. Marilyn Monroe pronunció su famosa sentencia sobre él la primera vez que coincidieron.

No obstante, siguió dando lo mejor de sí mismo hasta el final, y aún entregó interpretaciones memorables, como la del judío castrado de Vencedores o vencidos, con una inolvidable intervención de apenas diez minutos en la que supo verter todas sus contradicciones. Tenía un proyecto que le ilusionaba (Reflejos en un ojo dorado, que finalmente haría Brando) y la esperanza de convertirse en director cuando le encontró la muerte. Sus personajes y su vida desgraciada necesitan muchas palabras para ser bien contados y entendidos. Quizá la clave la tuviera su personaje de De aquí a la eternidad: "Nadie miente sobre la soledad".

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