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Juan Manuel González

Crítica: 'Assassin's Creed', con Michael Fassbender y Marion Cotillard

'Assassin's Creed' se esfuerza por ser mejor que el sota-caballo-rey del cine de videojuegos. Otra cosa es que lo consiga.

¿Se acuerdan de Super Mario Bros, Resident Evil, Hitman, Tomb Raider, Doom?... Si la respuesta es no, tampoco se sientan culpables. Todas ellas han intentado sobreponerse, sin ningún éxito, a la idea generalizada de que los filmes basados en videojuegos son un fracaso absoluto... como también hace Assassin's Creed, basada en los célebres videojuegos de Ubisoft ambientados en diferentes épocas de la historia. La película de Justin Kurzel (McBeth) trata de demostrar desesperadamente que es una producción más ambiciosa que todas ellas y hace evidentes esfuerzos por generar un dramatismo, épica y categoría superiores. Tanto en medios como en reparto, Assassin's Creed consigue aparentar la categoría de un filme de clase de A de, por ejemplo, un Ridley Scott, y eso, honestamente, hay que concedérselo.

Otro asunto muy distinto es lo que consiga hacer con ello. Porque la historia de Lynch (Michael Fassbender), un expresidiario que recibe una nueva oportunidad para, mediante una tecnología de vanguardia que rememora recuerdos genéticos, emular las aventuras de su antepasado Aguilar de Nehra, asesino que vivió en la España de finales del siglo XV, se ve bloqueada una y otra vez por un afán de trascendencia que arruina la aventura. Assassin's Creed ansía ser una película con "misterio", e incluso intenta no aclarar sus intenciones desde el principio del relato, pero eso no quiere decir que acabe de convertir sus intenciones en resultados.

Antes establecíamos una referencia, al menos visual, con Ridley Scott. Con un cierto sabor lisérgico a lo Viaje alucinante al fondo de la mente, la gran alusión que hace la película de Kurzel es sin embargo la primera entrega de The Matrix, de los Wachowski. Pero no estamos en los setenta, como tampoco en los noventa, fecha de las dos películas citadas, por mucho Lynch se conecte a la máquina de Abstergo (¡por fin una organización maléfica ubicada en Madrid!) como Neo a la simulación virtual de Matrix y la película conserve ese aire rebelde y contestatario que nos fuerza a empatizar con una estirpe de asesinos solo porque no son la Inquisición y que conecta con la estupenda película de los Wachowski. Falta contexto y un elemento humano que aporte fluidez a una cinta de una forzadísima oscuridad (moral y visual: toda la película parece subexpuesta, por no hablar de la sobreabundancia de planos aéreos) que opta claramente por la ciencia ficción dura en lugar de la aventura.

Nada que ofenda a los fans del juego, en tanto el filme no renuncia a la idea del credo de asesinos actuando a lo largo de la Historia. El problema es que Assassin's Creed se topa de bruces con una enorme distancia emocional que impide conectar con sus propuestas. Ni la España del año 1492 ni el "assassin" Aguilar resultan figuras convincentes, al final un mero escenario y avatar para completar unas misiones que ciertamente añaden una complejidad estructural a una cinta que trata de crear niveles de existencia (sintética y virtual) como revulsivo a una realidad tiránica y represora. El concepto está ahí, pero cuando Lynch -como Neo- consigue trascender y consigue la conexión total, la sensación es más de aburrimiento que de entusiasmo. No hay recompensa, como tampoco clímax, en una película con ambición pero rematadamente antipática, preocupada en construir a un servidor del bien al margen de la moral y la ley, pero que lo hace a base de discursos y no de sorpresas argumentales. Estamos en una película que definitivamente anula a los personajes: ahí están Hovik Keuchkerian o Ariane Labed dando vida a sujetos que apenas superan en caracterización a los de la primera intro de un juego, y que por tanto convierten a Lynch/Aguilar en un personaje aislado en sus circunstancias. La confusión argumental de ciertos pasajes de Assassin's Creed, curioso híbrido entre un videojuego y una película que al menos da un par de escenas que morder a Cotillard e Irons, no ofende particularmente, pero sí lo hace la ausencia de aquello que debería caracteriza a ambas artes: vértigo, atmósfera, emoción.

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