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Premios Goya 2017: Tedio, ira y goloso victimismo

Una gala de los Goya sin diversión se saldó con muchos premios para Tarde para la ira y Un monstruo viene a verme, y doblete de Emma Suárez. 

Una gala de los Goya sin diversión se saldó con muchos premios para Tarde para la ira y Un monstruo viene a verme, y doblete de Emma Suárez. 
Rovira y Almodóvar | EFE

Permítanme que deje algo claro: no soporto las entregas de premios, ferias alargadas hasta la extenuación concebidas para que otros se miren su ombligo y en las que todos, tanto ellos como nosotros (que Twitter decidió dividir en progoyas o antigoyas ya desde por la mañana temprano) tratamos de convencernos de que las películas que están ahí son las mejores, de que el cine está hecho para recibir premios y no para ser visto o disfrutado.

Lo peor fue, sin embargo, la falta de risas y ritmo de una gala de los Goya desangelada y sin absolutamente nada que recordar/reseñar, en la que Dani Rovira decidió purgar referencias políticas pero, de paso, también el humor, tan desafortunado que quiso hacer un discurso feminista pero lo hizo encaramado a unos tacones. Mucha más clase tuvo el Goya de Honor, Ana Belén, a la hora de reivindicar lo mismo: "A veces pienso que si no se necesitasen mujeres para interpretarnos, ni siquiera estaríamos".

No, en estos Goya no hubo polémicas pero sí estuvo repleta de silencios incómodos, fallos de sonido y chistes malos, demostrando que –quizá– estos premios sólo se crecen cuando hay polémica de por medio. Hubo que esperar al final para un gag cómico decente o dos –el de Antonio de la Torre y el referido a Bajo Ulloa–, el doblete de una Emma Suárez como secundaria (La próxima piel) y protagonista (que reconoció haberlo pasado "fatal" en Julieta con Almodóvar detrás) y ese vuelco de Tarde para la ira frenando el pleno de Un monstruo viene a verme, cumpliendo el previsible dictamen en las casas de apuestas.

Todo ello en un año sin el protagonismo de un Isaki Lacuesta o un filme como El Rey Tuerto optando por los principales cabezones. Este año los Goya siguieron la senda marcada por la taquilla en un duelo (previsible) entre un puñado de películas con ambiciones comerciales, perfectas para crear ese espejismo de una industria que todos los años interpreta, con creciente desgana, el mismo papel de hermano pobre y defensor de causas justas, pero que tras esa fina epidermis de glamour sufre el mismo problema de identidad de siempre. Incapaz de decidirse entre aparentar lujo por un día (hay que cautivar a la audiencia del prime-time, amigos) o abandonar ese goloso discurso del eterno abandonado; insistiendo en formular las mismas preguntas y reivindicaciones aunque hace ya tiempo sepa que no son las adecuadas, los Goya, ayudados por Pablo Iglesias de esmoquin pero pasando esta vez completamente desapercibido, intentaron de nuevo representar ese doble papel, sacando de su remendada chistera los mismos dilemas del IVA y las subvenciones, pero no demasiado por si acaso los que sí han ido al cine les tachan de cansinos. Todo sea por ocultar las dudas que le suscita un mercado imprevisible, en constante cambio y sin una solución clara a sus problemas.

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Raúl Arévalo, director de Tarde para la ira | Efe

Pero no me llamen aguafiestas todavía. Porque es igualmente cierto que los premios de este año estuvieron protagonizados por un puñado de películas más que correctas, alguna excelente, desde el granuloso y visceral batido de cine de género y social de Tarde para la ira (un proyecto todo lo personal e independiente que permite el género y el sistema) hasta la comprensible licuación de los académicos por el monstruo de Bayona (que, producida por Mediaset y con ambiciones internacionales, es justo lo contrario en algunas cosas). Un combate de cabezones que, pese a cierta apariencia a David contra Goliath, siempre estuvo cantado a favor del proyecto humilde de Raúl Arévalo, que venía de arrasar en los CEC y los Feroz (ya ven, nosotros también tenemos antesalas de los Oscar) y que confirma que, este año, lo más interesantes eran las películas. Ningún problema por mi parte, por mucho que el potente y lúcido fresco de El hombre de las mil caras de Alberto Rodríguez estuviera destinada a quedarse, como en la taquilla, en tierra de nadie, salvo ese Goya al Roldán de Carlos Santos y el guión adaptado. No veo el momento de sentarme a ver La Peste, su publicitado proyecto televisivo ahora en rodaje.

Lo sucedido esta noche en ese lugar con nombre de hotel de extrarradio, el Marriott Auditorium, no fue ni mejor ni peor que lo sucedido en otros. Un monólogo aburridísimo de Dani Rovira (¿se acuerdan cuando era divertido?), presentadores mal coordinados y sin química que bajan la vista para leer una tarjeta, mucho protagonismo de la excelente Film Symphony Orchestra y, en cuanto a premios, una previsible división entre los artísticos a Tarde para la ira y técnicos a Un monstruo viene a verme. Desde el show perpetrado por Animalario los Goya se han creado la fama de reivindicativos y revolucionarios, unas expectativas que los premios no están obligados a complacer, si bien la sombra del victimismo y la precariedad asoma incluso cuando las cifras acompañan (5 millones de espectadores y 20 por ciento de cuota de pantalla).

"No vivimos a costa del Estado, generamos riqueza para él", dijo Mariano Barroso, dando en el clavo para pedir una nueva actitud de las autoridades. Un Pacto de Estado para un cine que nos una y no separe, dijo ante una grada sin gana ninguna de aplaudir. En efecto, Tarde para la Ira es mejor que la castaña de gala que la consagró.

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