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Juan Manuel González

Crítica: 'Detroit', de Kathryn Bigelow

En 'Detroit', Kathryn Bigelow continúa su sucesión de oscuras crónicas estadounidenses. Y la de aquí es casi terrorífica.

En 'Detroit', Kathryn Bigelow continúa su sucesión de oscuras crónicas estadounidenses. Y la de aquí es casi terrorífica.
John Boyega en 'Detroit' | eOne

Detroit comienza con una explicativa introducción de dinámicos dibujos, un prólogo que añade unas gotas de contexto que no van a abundar mucho más: la migración de millones de negros desde las plantaciones de algodón rurales a las fábricas urbanas, su hacinamiento posterior en guetos y el caldo de cultivo para una revolución callejera nos anticipa, en efecto, una nueva rabiosa y ruidosa pintura de batallas por parte de Kathryn Bigelow. Pero después la ganadora del Oscar por En tierra hostil nos sorprende, no por lo absolutamente claro y diáfano de su planteamiento, por mostrar su gusto por el caos retratado a través de su potente cámara en mano (al fin y al cabo, características propias de su cine). Detroit es en cierto modo, también una película bélica, pero una encerrada entre cuatro paredes, y por tanto, la obra más opresiva, cerrada y amenazante de una carrera que no se caracteriza precisamente por la serenidad y el sosiego.

Ambientada en 1967, la película narra los disturbios raciales que sacudieron la ciudad de Detroit (Michigan). Pero si aquí esperan un retrato típico de la muerte del flower-power o una melodramática oda a la muerte del idealismo americano, están equivocados. El primer y prolongado acto de la película adopta modismos de cine de catástrofes, haciendo una somera presentación de personajes para proporcionar un mínico anclaje a los acontecimientos y una ilusión de suspense moderado antes de que, ya saben, la bomba de la película explote. Pero después, toda la sección central del filme, cuando Bigelow encierra al espectador con las víctimas del interior del Motel Algiers, convierten la tercera de esta suerte de trilogía de crónicas norteamericanas de Bigelow en una suerte de película de terror e incluso de torture-porn sin apenas concesiones.

En Detroit no hay medias tintas ni sentimentalismos, ni triunfo final ni tampoco una falsa sensación de ilusión. Tampoco es un filme especialmente fatalista, simplemente "es". La directora de Acero azul y Le llaman Bodhi no agita el cascabel de la nostalgia y prefiere sacudir al espectador de manera más brusca en una suerte de reconstrucción a caballo entre lo documental y lo ficcional, pero siempre agarrándolo por el cuello de la camisa para, 1) cansarlo físicamente, y 2) bajarle la moral hasta los tobillos. Detroit es con toda seguridad demasiado larga, y en ocasiones una película demasiado aleccionadora. Pero Bigelow justifica cierta simpleza de planteamiento gracias a su habilidad como directora. Rebelde pero en el fondo idealista, el filme está tan bien rodado y montado que su resulta difícil desasirse de la narración, que no engorda los personajes para así jamás caer en tópicos melodramáticos, y que maneja los géneros con mucha habilidad. Sus personajes no tienen peso dramático como tal, pero tampoco son estereotipos, pese al conato de retrato individual a los personajes de dos excelentes actores jóvenes, John Boyega y Will Poulter.

Del thriller de catástrofes al de terror, y finalmente al policial y judicial, pero ni siquiera un filme de secuestros. La manera de usar los géneros de Bigelow no se dispone en torno al juego metalingüístico, sino que se somete a una crónica social en clave de thriller sobre, eso sí, la creación de una gran mentira, una simulación que transcurre tanto dentro como fuera del motel donde ocurren los acontecimientos. Si el malvado oficial Krauss (Will Poulter) trata de engañar a sus detenidos simulando la muerte de sus compañeros, su mentira se prolonga más tarde en una representación colectiva de justicia destinada a dar una falsa imagen de seguridad al ciudadano, la creación de un relato cómodo. La negación de la realidad (que va desde la presunción de que todos los negros son criminales, hasta la aceptación del relato de Krauss y su pervertida visión del deber) genera frustración en un filme premeditamente insatisfactorio porque precisamente busca lo contrario, donde no hay un enfrentamiento entre héroe y villano (pero sí buenos y malos) en términos cinematográficos, sin redención o retribución emocional para un espectador que asiste a los hechos con la misma perplejidad que Dismukes (un John Boyega que, paradójicamente, muestra aquí por primera vez conatos de carisma).

En esa ausencia de sentimentalismo seguro que Detroit perderá a muchos espectadores. Pero es ese tercer cambio de marcha final donde la directora remata y añade complejidad a su película, allí donde muestra el precio de la violencia después de haberla mostrado sin tapujos (pese a jamás, jamás, enseñar más de lo necesario). Elegir entre Detroit, En tierra hostil o La noche oscura será cuestión de gustos (igual que entre los filmes anteriores de la realizadora, como Días extraños o Le llaman Bodhi) pero la crónica social en clave de thriller de acción que Bigelow ha acabado perfeccionando como ejercicio propio es tan crecientemente abstracta como mortalmente certera.

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