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Cristina Losada

Feminismo con Dior

La ceremonia de los Oscar dejó de ser hace tiempo la rutilante exhibición de la industria cinematográfica de Hollywood. Ahora es glamour pretencioso.

La ceremonia de los Oscar dejó de ser hace tiempo la rutilante exhibición de la industria cinematográfica de Hollywood. Ahora es glamour pretencioso.
Cordon Press

La ceremonia de los Oscar dejó de ser hace tiempo la rutilante exhibición de la industria cinematográfica de Hollywood. En el aspecto formal lo sigue siendo. Ni se celebra en una nave sin decorar ni se presenta allí nadie vestido con lo primero que encontró en la cesta de la ropa sucia. Pero tengamos por seguro lo siguiente: si lo hiciera sería por una buena causa. Porque la causa más o menos política, más o menos social, más o menos la que toque, es aquello que de modo invariable define, desde hace años, lo que antes era un acto de celebración y reclamo del entretenimiento de masas por excelencia que es, o fue, el cine. Entonces era glamour sin otras pretensiones. Ahora es glamour pretencioso.

El comentarista del semanario británico The Spectator se preguntaba cómo el podio de los Oscars se ha transformado en un púlpito. Una tribuna desde la que actores y actrices privilegiados nos sermonean sobre política y moral, bajo el discutible pretexto de usar su influencia para denunciar alguna injusticia y con el fin de mejorar el mundo. Todo ello, es de suponer, en la creencia, inflada por la natural vanidad, de que sus prédicas tendrán el efecto deseado. El sermoneo de ese tipo se ha vuelto tan habitual en la ceremonia que, como decía el comentarista, nadie se pregunta ya si Hollywood tiene algún derecho a hacerlo. No hay duda de que se lo toman, eso sí, aunque al tomárselo con tanta regularidad, las denuncias y arengas pierden el efecto que podían tener cuando eran excepcionales, como aquello de Marlon Brando en 1973.

El acoso sexual y el #MeToo, la falta de diversidad racial entre los nominados y ganadores o el cambio climático fueron, en años recientes, las temáticas preferidas de las prédicas. Puede que sólo una pequeña parte de los premiados suelte el sermón, pero los que lo hacen tienen siempre hueco y eco en los medios. Por alguna razón ignota, en los medios interesa enormemente qué opinan de política, economía o climatología señoras y señores que de lo que saben es de interpretar personajes delante de las cámaras. Pero es así y no tiene vuelta de hoja. No está claro si los referentes en esas materias fueron alguna vez los expertos en ellas o los intelectuales todoterreno; sólo es evidente que hoy lo son las estrellas del espectáculo.

La politización de las ceremonias de los Oscars ha tenido el efecto placebo de prestigiarlas a los ojos de nuestra progresía, que, siendo profundamente antiamericana, está seducida por mitos americanos como el de Hollywood. Ahora que esa misma progresía se encuentra bajo el hechizo de un feminismo recién descubierto, nada le fascina más que los guiños feministas de las actrices hollywoodenses. Si Sigourney Weaver dice, como dijo, que "todas las mujeres son superheroínas", ya puede gustarle a la progresía feminista la gala de los Oscar sin tener que confesarse acto seguido por haber caído en la tentación.

Si Natalie Portman lleva una capa de Dior con los nombres bordados en hilo de oro de las mujeres directoras que no fueron nominadas este año, no hay ni que decirlo: eso es feminismo de oro puro. Portman, cierto, no dejó de ir a la ceremonia en solidaridad con esas directoras ausentes, pero, ¡ah!, su presencia y la capa de Dior se redimen con los nombres bordados. Y si las actrices lucen, en la alfombra roja, modelos y maquillajes destinados a resaltar su atractivo sexual, no habrá críticas desde tales cónclaves feministas. Al contrario, las verán una a una –sus vestidos, sus peinados, sus maquillajes, sus operaciones de rejuvenecimiento– porque ahora, gracias a la entrada del activismo en la ceremonia de los Oscars, y en tantas otras, nada de eso cosifica a la mujer, nada de eso es ya pecado.

Alguna ventaja tenía que traer lo del sermoneo. Y una más, en otro orden: en los Oscars no nos enseñaron el culo los presentadores, como aquí en la gala de los Goya.

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