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Rosa Belmonte

Mala actriz, buena estrella y sin bragas

Cuando se suicidó, Jennifer Jones estaba en Dallas con su padre porque se estaba muriendo.

Cuando se suicidó, Jennifer Jones estaba en Dallas con su padre porque se estaba muriendo.
Jennifer Jones y David O'Selznick | Cordon Press

Hace tiempo tenía en ABC una especie de relato semanal con el título de El diario de Jennifer Zambudio. Expliqué al principio que el nombre tenía que ver con lo mucho que a mi ficticia madre le gustaba Jennifer Jones. Me gustaba a mí, aunque haya sido una de las peores actrices en la historia del cine (es verdad que la ayudó ser la mujer de David O’Selnick). Su equivalente actual, sin marido poderoso, podría ser Kerry Washington (anda que nominarla al Emmy por Little Fires Everywhere y no a Reese Witherspoon). En todo caso, la Jennifer Jones morenota de Duelo al sol y la asiática de La colina del adiós me sobran para quererla. Hasta su viejecita con perro (y Fred Astaire) de El coloso en llamas me gusta.

Después de leer Al oeste del Edén (Anagrama), de Jean Stein, todavía me interesa más. Menuda estrella, menuda chiflada. El libro de Jean Stein, pionera en la narrativa oral, es una magnífica panorámica de Los Ángeles, de Hollywood, a través los Doheny, los Warner, Jane Garland, Jennifer Jones y los propios Stein. A través de declaraciones de quienes los conocieron. Hijos, psiquiatras, peluqueros… Todos los capítulos son fascinantes. Jean Stein, que fue novieta de William Faulkner y editora de The Paris Review, se suicidó a los 86 años tirándose por la ventana de su apartamento de Manhattan en 2017. Al oeste del Edén había sido publicado en 2016.

La hija de Jennifer Jones, Mary Jennifer Selznick, tenía la costumbre de subirse a sitios altos. También se suicidó tirándose desde un piso 22 en 1976. Su propia psiquiatra, Beatriz Foster, revela a Jean Stein: "Cuando se dieron cuenta de que Mary Jennifer estaba muy loca, me la mandaron". Estuvo con ella dos años y medio. "Era una mocosa muy malcriada. Tenía todo lo que se le antojaba y era muy desgraciada. Creo que era muy bipolar". Cuando se suicidó, Jennifer Jones estaba en Dallas con su padre porque se estaba muriendo. Al enterarse de la muerte de su hija llamó por teléfono a la doctora Foster (sí, lo del nombre tiene gracia) y le soltó: "Dios mío, Beatriz, lo que debes de estar pasando".

Pensando en que lo tenía todo, en que cuando nació en el 54 David O’Selznick veía crecer a su hija con fascinación y amor de padre, me imagino a una Bonnie de Lo que el viento se llevó, aunque durara un poco más y tuviera acceso a drogas y otras cosas. Jennifer Jones relató a Susan Spivak una escena entre padre e hija estando en Londres. David acercó a Mary Jennifer a la ventana: "Mira, Mary Jennifer. Ahí está la luna. ¿Quieres la luna? Yo te daré la luna. Y ahí, Mary Jennifer, ahí están las estrellas. ¿Quieres las estrellas? Yo te daré las estrellas". Aunque volviendo a Bonnie, la que montaba a caballo era la madre. La mujer de Dennis Hopper decía que todos los días aparecía Jennifer a las seis de la tarde con sus pantalones, sus botas de montar y una fusta. "Era la primera vez que veía a Mary Jennifer en todo el día. Se sentaba con nosotros unos diez minutos, se daba con la fusta en las botas y volvía al piso de arriba".

La vida de Jennifer Jones tenía de todo, más allá de estar casada con el hombre más poderoso de Hollywood tras Lo que el viento se llevó. Tenía a Milton Wexler su psicoanalista durante 35 años. El primer marido de Jennifer tenía otro, Benjamin Hacker, que una noche para tranquilizarlo "le puso una inyección de pentotal sódico o algo así. Fue un accidente, Entonces no se tenía formación suficiente para saber que no se le puede administrar un antidepresivo mínimamente potente a alguien borracho como una cuba. Murió en 1951. Tenía 32 años", cuenta Bob Walker, hijo de ambos. Y también que cuando volvieron de Italia en un viaje para olvidarlo todo, su madre lo mandó a él y a su hermano a terapia con el doctor Hacker, "el psiquiatra de papá, el responsable de su muerte". "Imagino que pensaba que era la persona más apropiada, como tenía tanto que ver con todo…".

Pero Bob no habla sólo de lo zumbada que estaba su madre o su hermano Michael. También de la primera vez que vio a Truman Capote en el rodaje de ‘La burla del diablo’. Una "criatura de otro planeta, con una voz de otro planeta y una manera de expresarse de otro planeta". O cuando iban en el Ferrari descapotable de Rossellini a 200 por hora ("no sé cómo mi madre nos dejó subir al coche de aquel loco"). Pero hay cosas más divertidas de la estrella. A Yuki, su peluquero y maquillador, le llevaba todos los días cuatro horas hacer su trabajo. Entonces estaba casada con el millonario Norton Simon. "Norton merece que me ponga guapa". La peinó todos los días durante 30 años, a veces por la mañana y por la tarde. Por las noches se iba a la cama maquillada. Pero no como las mujeres de ‘La maravillosa Mrs. Maisel’, para que sus maridos no las vieran feas, sino por ella misma: "Decía que lo hacía por si se ponía enferma y tenían que llevarla al hospital. ‘Me van a sacar una foto’-decía- y quiero estar maquillada’".

Como cuando nuestras abuelas nos exigían que lleváramos ropa interior impecable por si tenían que llevarnos al hospital. Les preocupaban más las bragas que el hecho de que un coche nos hubiera atropellado. Y eso que no habría fotógrafos. Jennifer Jones lo que no llevaba nunca eran bragas. Una amiga de su hija: "Las criadas nos decían que le lavaban sujetadores, pero nunca encontraban bragas entre la ropa sucia. Y tampoco llevaba medias. Y eso que se ponía vestido muchas veces. Cuando tenía que sentarse lo hacia a la amazona, con las piernas del mismo lado". Lauren Bacall: "Estábamos todos locos por Jennifer, pero éramos muy conscientes de sus carencias. Siempre pensamos que estaba un poco mal de la cabeza". Como doce cabras. Pero qué mujer.

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