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Manuel Fernández Ordóñez

Chernobyl, 1986

Las consecuencias inminentes de un accidente son inevitables, pero sabemos hoy que la gestión del mismo tiene efectos críticos sobre la población.

Treinta años ya. Treinta años desde que aquel 26 de abril de 1986 una mezcla de errores de diseño, actuaciones nefastas, falta de seguridad y, sobre todo, la cultura propia de un régimen autoritario condujera al peor desastre nuclear de la historia, cuyas consecuencias son todavía apreciables treinta años después.

Es una verdad palpable que cuando una catástrofe así tiene lugar no podemos reducir la causa a una única y exclusiva acción desafortunada. No podemos culpar al infortunio ni a la constatación real de lo improbable. De un análisis profundo y exhaustivo surge siempre, una y otra vez, la verdad. Y la verdad no es otra que una sucesión concatenada de múltiples errores que, por sí solos, puede que no tengan efecto alguno pero que, sinérgicamente, conducen a una tragedia irremediable.

Aquella noche, por supuesto, sucedió eso y mucho más. Los profesionales de la energía nuclear tenemos grabada a fuego la serie de eventos que tuvieron lugar en la sala de control del reactor número 4 de la central nuclear de Chernobyl. Un experimento mal planeado que no debió tener lugar, unos operadores que no sabían lo que estaba pasando, un reactor con fallos claros y evidentes en el diseño y todo amalgamado con el ingrediente esencial, un régimen soviético en decadencia que no tolera el fracaso. Los análisis técnicos del accidente conducidos entre 1986 y 1992 por la Agencia Internacional de la Energía Atómica y el gobierno soviético llegaron a unas conclusiones inapelables: el reactor estaba mal diseñado, se violaron los procedimientos de operación, se desconectaron manualmente varios sistemas de protección del reactor, se hizo el experimento aún cuando las condiciones no eran las establecidas, existían deficiencias claras en seguridad, se ignoraron incidentes previos en otros reactores del mismo diseño y había deficiencias evidentes desde el punto de vista regulatorio. Es decir, la receta para el desastre. Era únicamente cuestión de tiempo.

Y el desastre llegó a la 1:23:40 de la madrugada, cuando los casi 100.000 habitantes de la ciudad de Prypiat dormían. La explosión de hidrógeno en el interior de la vasija del reactor levantó por los aires la losa de 2.000 toneladas que lo cubría, liberando al exterior toneladas de combustible irradiado e iniciándose un incendio que sería responsable de diseminar a la atmósfera grandes cantidades de gases radiactivos. A partir de este momento comienza la ignominia, porque los accidentes pueden suceder ya que el riesgo cero no existe, pero la gestión posterior del mismo llevada a cabo por la Unión Soviética es una prueba fehaciente del poco valor que se otorgaba a la vida humana, incluida la de sus propios compatriotas.

Del accidente de Fukushima nos enteramos en directo, del accidente de Chernobyl nos enteramos cuatro días después cuando la radiactividad se detectó en la central nuclear sueca de Forsmark y un satélite estadounidense confirmó lo sucedido, porque el régimen soviético negaba que algo hubiera pasado. Las centrales nucleares occidentales tienen implementados unos planes de emergencia claramente definidos que contemplan unas directrices de evacuación de la población si ciertas condiciones se alcanzan. Estos planes fueron ejecutados de manera impecable en Japón en 2011, sin embargo eran inexistentes en la URSS. Al día siguiente del accidente, por las calles de Prypiat, militares soviéticos enfundados en trajes blancos medían la radiación mientras la población acumulaba dosis superiores a 1.000 mSv, ignorantes de lo que estaba sucediendo. En Japón se evacuaron pueblos cuya tasa de dosis iba a ser de 20 mSv en un año, mientras en Prypiat se medían 70 mSv cada hora y los niños jugaban en las calles sin que nadie hiciera nada.

Las consecuencias inminentes de un accidente son inevitables, pero sabemos hoy que la gestión del mismo tiene efectos críticos sobre la población. El hecho de disponer de pastillas de yodo o prohibir el consumo de leche o vegetales de manera inminente reduce drásticamente la proyección a futuro de posibles cánceres de tiroides. El régimen soviético rechazó la donación de miles de pastillas de yodo por parte de EEUU simplemente por eso, por ser americanas. Y éste es solo un ejemplo.

A pesar de la gravedad de lo sucedido, la experiencia ha demostrado que uno de los factores clave en las consecuencias a medio y largo plazo no son los efectos de la radiación, sino el pánico a ella. Los estudios de los organismos internacionales, entre los que está la Organización Mundial de la Salud, son claros en sus conclusiones. Más allá de los fallecidos como consecuencia directa del accidente, concluyen que los efectos psicosociales producto de la falta de información, la evacuación y el pánico a los efectos biológicos a largo plazo conduce a profundas depresiones, ansiedad, alteraciones psicosomáticas, alcoholismo y una elevación clara en la tasa de suicidios, abortos y problemas cardiovasculares. El pánico a la radiación ha matado más gente que la radiación por sí misma, sin contar las decenas de miles de abortos voluntarios que tuvieron lugar en los meses posteriores al accidente. Únicamente en Bielorrusia más de 10.000.

Los ingenieros, los operadores y el régimen soviético han de cargar con la responsabilidad directa del accidente de Chernobyl y de su gestión posterior. Pero los embajadores del apocalipsis radiactivo y la exégesis antinuclear no tienen una responsabilidad nula en las consecuencias a largo plazo de un accidente de estas características. Las continuas monsergas de un discurso fundamentado en el pánico tiene consecuencias, como se ha demostrado claramente, nefastas en la población que desconoce los efectos reales de la radiación. Altas dosis de radiación pueden ser letales, pero a bajas dosis lo que te mata es el miedo y los que se dedican a extenderlo lo saben, de sobra.

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