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Federico Jiménez Losantos

Mais, oú sont les moines d'antan? Borgoña y la reconstrucción de la civilización cristiana

Entre el siglo X y el XII, en la Borgoña, se produjo el mayor impulso intelectual, estético y moral de la Cristiandad en casi mil años

Entre el siglo X y el XII, en una pequeña región conocida antiguamente como la Burgundia, en francés como la Borgogne y en español la Borgoña, se produjo el mayor impulso intelectual, estético y moral de la Cristiandad en los casi mil años que van de la caída de Roma a los Reyes Católicos, que son los que clausuran la Edad Media, llevan la Cristiandad más allá del Océano y establecen una relación ordenada -dentro de lo que cabe- entre el Poder temporal y Roma, una Roma al albur de las querellas de los grandes poderes de la época: Francia, Alemania, España, Inglaterra y las Italias.

Pero esa redefinición del papel del Estado y de la Iglesia hubiera sido difícil sin una conjunción de circunstancias, ideas, personajes e iniciativas que, desde el Poder político y religioso, se empeñaron en reconstruir nada menos que una civilización: la del imperio romano de Constantino o, para ser más precisos, la de la Roma oficialmente católica del hispano Teodosio.

Se dice que todo empezó en la recóndita y encantadora Borgoña del Sur, en el año 909, gracias a una donación que Guillermo el Piadoso, Duque de Aquitania y –lo más importante, porque Aquitania queda lejos- Conde de Maçon, que es la ciudad más al sur de la Borgoña actual, hizo al monje Bernon, que levantó el primero de los tres monasterios de Cluny. Siglo y medio después, Cluny era la basílica más grande de la Cristiandad. Lo fue hasta que Miguel Ángel y Bernini culminaron la de San Pedro en lo que hoy llamamos El Vaticano pero que siempre fue, sencillamente, Roma.

Sin embargo, si el Duque venía de Aquitania, Bernon era ya abad de un monasterio, y formaba parte de un movimiento espiritual y estético que llevaba años en marcha en esta, aparentemente, escondida comarca. No hay innovación en Cluny: hay continuidad y, poco a poco, renovación. El éxito cluniacense no consistió en romper nada sino continuar y mejorarlo todo.

El románico antes de Cluny

Ese mágico libro de estampas de piedra que es el arte lo demuestra a la perfección. En Tournus, justo al lado de Cluny -que fue víctima, como casi todo el patrimonio artístico francés, de la salvaje iconoclastia de la Revolución de 1789, y que hoy es un monasterio en 3D para el turismo-, se alza la iglesia de Saint Phillibert, cuya antenave es de un románico puro, robusto, sencillo, hermosísimo; y cuya nave, mucho más alta, es ya de un románico magistral, ambicioso, luminoso, con esa gracia estética que suele asociarse a Cluny. Pero el románico, decíamos, era una estética en marcha desde hacía tiempo y no sólo en Borgoña. Pocas cosas más parecidas al mozárabe español que el románico primitivo de Francia o Alemania, aunque ninguno con la gracia estilizada y singular del ramiriense asturiano.

El genio de los grandes abades de Cluny fue el de entender, reunir y aumentar aquella enorme fuerza que parece despertar de golpe, o tras el susto, del año 1000, pero que llevaba un siglo latiendo, alentando en lo que acaba siendo una nueva cultura en torno a la Cruz. En Borgoña, desde el sur de Tournus, Flavigny-sur-Ozerain y Autun hasta el norte de Auxerre -en cuya cripta aparece un Cristo a caballo- vemos como ese arte románico que parece aterido, sólido, oscuro, bajo y absolutamente conmovedor, se yergue de pronto elocuente, altivo, impresionante. Sigue siendo exuberante en los arcos y puertas de las catedrales, con una piedra que diríase bordada, casi más aire que piedra, pero en el templo las columnas son casi líneas y los vitrales, luz, dejando abajo los capiteles historiados, las gárgolas donde se alternan humanos y monstruos y que en Dijon, la capital borgoñona, se asoman al aire como si fueran a saltarnos encima, en espantable procesión de espectros. Todo eso lo supo entender, recrear, sublimar la Borgoña de Cluny.

Dice Duby, al que sería herejía no citar, que la floración cultural de Borgoña se produce por el fin de las invasiones. Como todo en Duby, el aserto es matizable. Pero es verdad que las gigantescas migraciones desde el Este que en su día acabaron con Roma, amén de las del Norte, son cada vez más escasas. Vikingos, normandos, húngaros y sarracenos aparecen en el horizonte de ese siglo X que nace con Cluny, pero van desapareciendo a medida que se cristianizan Escandinavia, Hungría y Rusia. No es que el miedo a todos y a casi todo dejara de existir y de alimentar una fe de terror hondo y consuelos superficiales. Es que en aquella Borgoña, lejos del Rey y aún más lejos de Roma, unos cuantos monjes perdieron el miedo a crear.

Lo que primero Cluny y luego el Císter recogen y realzan es una tradición que viene de varios siglos atrás, asociada a San Benito de Nursia. Es, en términos modernos, la lucha contra la corrupción de la Iglesia, que no se muestra en su asociación con un poder terrenal sino en su confusión. Lo que buscan los movimientos monásticos es, en la fórmula española del XVI, un recogimiento, un adentro del creyente frente al afuera, al mundo. Por eso se van al desierto, se retiran a cuevas y peñas, se agrupan y crean pequeñas sociedades de oración y supervivencia, a veces de predicación y otras de simple soledad, a la espera de la muerte. No hay gran diferencia entre San Simeón, Santa Oria y el San Juan de la Cruz en su cueva de Sigüenza, orando horas y horas, con los dedos metidos en los ojos vacíos de una calavera. Son espíritus llevados al límite, físico y psicológico. Pero, de vivir, han de enfrentarse al Mal no sólo dentro sino fuera, en el Mundo.

La separación esencial: los dos Poderes

Es un error creer que la voluntad de purificación se da sólo fuera de la Iglesia o contra el Rey. Hay muchos canónigos regulares –fieles a San Agustín-, obispos y hasta Papas que aspiran a una Iglesia cuyos clérigos no sean motivo de escándalo porque predican la castidad y tienen barraganas, hijos, propiedades y, en consecuencia, dejan herencias que son escándalos. Hay reyes que no soportan condes obispos ni cardenales guerreros, aunque sean -o precisamente porque son- de su misma familia. La confusión de Poder temporal y espiritual acaba debilitando, si no arruinando, a los dos. Y tanto nobles y reyes inteligentes –no hace falta que sean creyentes- como obispos y abades íntegros desean favorecer esos movimientos espontáneos de alejamiento del mundo que son las vocaciones eremitas o monásticas para servir a Dios, si bien tratando de que los que no tengan temperamento para vivir poco, mal y solos, ayuden a mejorar la sociedad en que viven.

Desde San Benito en el siglo V hasta la reforma gregoriana del XI, lo que vemos en toda la Europa cristiana –de forma peculiar, en la España caída en manos del Islam- es un movimiento de purificación de la Iglesia que también busca una mejora del Mundo. Cluny es la raíz de Gregorio VII –lo será todavía más de su sucesor, Urbano II- pero es que –insisto- no hay una oposición del clero regular a los monjes que espontáneamente se van al campo huyendo del Mal y buscando a Dios. Del siglo X al XIII, lo que hay es una voluntad de recristianización de la sociedad, que debe empezar por la Iglesia pero que indudablemente alcanzará al Reino y a sus súbditos.

Y la habilidad de Cluny en el siglo X y XI, continuada por el Císter en el XII y XIII, flanqueadas ambas por una floración asombrosa de nuevas órdenes -los Cartujos, de 1084, anteriores a Citeaux, el Cister, de 1098; los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, de 1113; los Templarios (Milice des Pauvres Chevaliers du Christ), de 1118; los Premostratenses, de 1120-, es la de aunar ese impulso nacido de una mayor estabilidad social y política que permite a mucha gente atender no sólo a su salvación física sino moral.

Pero el perfeccionamiento interior desemboca en formas de amor al prójimo que, de una u otra forma, llevan a la acción política. Lo que lleva a los monjes de Cluny y Citeaux a predicar, con sus dos Papas al frente, las primeras Cruzadas no es un desvío sino el desarrollo lógico de un enorme éxito social. Era imposible para un buen cristiano ver cómo se hace el mal y no tratar de remediarlo. Era imposible tratar de remediar el mal sin tener en cuenta las posibilidades legítimas del Estado. Era imposible ver que los musulmanes tomaban Jerusalén y no sentirse llamados a recuperarla. Era imposible que la sabia separación de lo espiritual y lo material que empieza en Cluny no lleve a una participación de las dos grandes fuerzas legítimas, la Corona y la Cruz, en una empresa que, dígase lo que se diga o pasara lo que pasó después, fue esencialmente espiritual, y popular, y caballeresca: las Cruzadas. Una empresa disparatada imposible de entender sin Borgoña.

Vézelay y el enigma de Bernardo de Claraval

La basílica de Santa María Magdalena, en la colina de Vézelay, es, junto al Palacio de los Duques en Dijon, lo más hermoso de Borgoña. Pero si el extraordinario museo ducal reúne una incomparable selección de las obras de arte –esencialmente religiosas- del XIV al XVI, Vezelay tiene algo que no encontraremos en ningún museo y que, sin embargo, está en el origen de todo el arte que se expone en Dijon: el espíritu, la elevación, el afán, casi soberbio, de trascendencia. En la misma puerta de la basílica, una concha dorada muestra el camino hacia Compostela. En las casas antiguas que parecen descender tranquilamente por las calles de Vézelay habitaron Romain Roland o Georges Bataille. Un poco más abajo, en Le Pére, en el lujoso y discreto L´Esperance, paraba Serge Gaingsbourg. Son muchos los intelectuales, los artistas, los pensadores que han sentido el encanto de lo inefable en la colina sagrada de Vézelay. Y es que, desde la altísima nave central de la basílica, uno tiende a creer que desde allí sólo se puede salir en busca de lo más alto, de lo más difícil, de lo legítimamente… imposible.

La basílica, de remoto origen carolingio (siglo IX), se convirtió en fuente de peregrinos tras proclamarse depositaria de las reliquias de María Magdalena. La primitiva antenave dio paso a una nave gigantesca, altísima, de madera, que ardió en un incendio. Fue consagrada por el Papa Inocencio II, que no en balde había sido monje cluniacense y que no por casualidad fue el que predicó la I Cruzada, que en rigor fueron dos: la de los pobres, que acabó muy mal, y a la de los nobles, que acabó como la de los pobres.

Para conjurar el recuerdo del fracaso, cuarenta años después, la II Cruzada fue predicada en la basílica de Vézelay por el hombre, sin duda, más importante de su tiempo: Bernardo de Claraval, re-creador del Císter y una de las figuras más poderosas, enigmáticas y discutibles del Medievo. Es una paradoja harto elocuente que el cisterciense que, todavía hoy, ven muchos como el crítico y enterrador de Cluny no sólo tomara el relevo de Inocencio II sino que lo hiciera con una elocuencia tan virulenta que él mismo celebraba su éxito diciendo que de cada siete hombres del pueblo sólo había quedado uno que no tomara el camino o el navío de Jerusalén.

Bernardo llegó a Citeaux con veinte años y veintitantos familiares. A los tres, ordenado y abad –nunca quiso ser obispo, siempre fue mucho más- lo mandaron a los confines de la Champaña y allí fundo Clairvaux, nuestro Claraval, aunque lo que hoy puede verse en Borgoña como símbolo de todo el movimiento cisterciense es la abadía de Fontenay. A mí, lo confieso, la cuidadosísima reconstrucción me parece aburrida como un jardín francés. No es sólo que la nave, con suelo de tierra, parezca esperar los caballos de la Escuela Española de Viena, algo poco favorable a la ensoñación mística, es que hay en el ordenamiento del claustro y de la abadía toda, incluida la biblioteca para no más de doscientos libros, una especie de exhibicionismo de clase media, de superioridad moral a través de la pompa de la humildad.

En teoría, Bernardo acabó con el lujo y la primacía intelectual de Cluny. En la práctica, la orden del Cister fue una continuación pragmática del sistema de franquicias de Cluny. Eso sí, frente a la teoría de Cluny de que nada hay suficientemente grande ni hermoso para alabar la belleza de Dios, Bernardo enhebró este discurso digno de cualquier papable actual:

"Decidme, pobres, si es que todavía sois verdaderos pobres, ¿qué hace el oro en vuestros santuarios? Cuando los ojos se abren admirados para contemplar las reliquias de los santos engastadas en oro, las bolsas se abren para dejar correr el oro" (…) "Los muros de las iglesias brillan de riquezas y los pobres viven en la indigencia; sus piedras están redoradas y sus hijos están sin vestidos; se usan los bienes de los pobres para embellecimientos que encantan a los ricos".

Y sin embargo, este Bernardo de muy noble familia y tan amigo de los pobres, no sólo redactó la Carta de los Templarios sino que predicó en Vézelay una Cruzada que llevó a la muerte -y a la orfandad y la viudedad, garantía de miseria- a decenas de miles de pobres que creyeron en su verbo. La más costosa y disparatada empresa de la Edad Media, las Cruzadas, no le resultaron motivo de reflexión, pese a ser fracaso tras fracaso, ruina tras ruina. Es verdad que la cultura caballeresca, que suponía el respeto de los caballeros a los humildes- abocaba a las Cruzadas. Pero no sólo fueron los caballeros a Jerusalén, para morir antes de verla siquiera, sino los pobres. Y es que la demagogia pobrista no es de ayer ni de hoy, sino de siempre. Lo que distingue a Bernardo de los fantasmas que hoy gestionan las reliquias de la civilización cristiana es que, aunque fuera por afán de poder, tenía la fuerza, la convicción, la ferocidad del creyente. En sí mismo y en la Iglesia.

Nada lo ilustra mejor que su guerra con Abelardo, el inmortal amante de Eloísa, que fue emasculado por la familia de ella y se convirtió no sólo en uno de los hombres más célebres de su época sino que, tomando como base a Aristóteles –en el siglo de Averroes y Maimónides-, se adelantó a Tomás de Aquino en el intento de conciliar Fe y Razón. Bernardo le dice al Papa en una carta que por culpa de Abelardo "en las calles, en las aldeas, los escolares, no sólo los letrados sino los niños, los simples y los tontos disputan sobre la Trinidad. Se dicen toda clase de disparates contra la Fe católica (…) y cuando la gente sensata trata de rechazar esas inepcias, se les grita más fuerte y se apela a la autoridad del maestro Pedro Abelardo".

Abelardo fue uno de los teólogos más respetados de su época. Lo prueba que, cuando el Papa lo condenó sin escucharlo, el abad de Cluny, Pedro el Venerable, lo acogió en su monasterio, donde acabó sus días. Y al margen de lo que hoy parezcan sus doctrinas –manipuladas, retractadas, no siempre comprensibles, hoy lejanísimas- espanta la ferocidad del retrato que de él hace Bernardo: "Un hombre de dos caras, por fuera un Juan Bautista, por dentro un Herodes. Es un perseguidor de la fe católica, un enemigo de la cruz de Jesucristo; su vida, sus costumbres, sus libros lo prueban. Es un monje en apariencia, pero en el fondo un hereje… Es una culebra tortuosa, salida de su cubil, una hidra… ¿quién se alzará para tapar la boca de esa fiera? ¿Es que no va a haber nadie que sienta las injurias hechas a Cristo, que ame la Justicia y odie la iniquidad?"

Lo hubo, por supuesto. A mediados del siglo XII, el hombre más poderoso de la Cristiandad era Bernardo. Y el Papa condenó a Abelardo. Años más tarde, Bernardo quiso reconciliarse con su destruido rival y no dejó de cartearse con Eloísa, lo que añade un factor turbio a todo el asunto. Pero, en fin, eran gentes de otra época; monjes que creían, que eran capaces de todo, o al menos de intentarlo, que tenían fe en reconstruir a una Roma muy pensada y mediante una Cruz profundamente sentida. Y lo hicieron.

Lo que España debe a Borgoña

España debe mucho a la Borgoña que nace a la Historia en Cluny. Constanza de Borgoña, esposa de Alfonso VI, hizo venir de uno de sus monasterios a uno de los hombres más importantes en la historia de nuestra Iglesia: Bernardo de Severac, también llamado de Cluny, de Toledo o, simplemente, Don Bernardo. Tras la reconquista de la capital histórica de España, Toledo, este monje se encargó de una tarea delicadísima: implantar en España el culto romano, que unificaba a todos los países católicos.

Aquí se observaba el rito mozárabe, que no era distinto en sustancia pero representaba una tradición harto martirizada bajo la dominación islámica. Don Bernardo aconsejó al impetuoso Rey implantar el culto como quería Roma pero dejar a varias iglesias que mantuvieran el rito tradicional. Así se hizo y aún se hace de vez en cuando en Toledo. Pero si en este caso Bernardo acreditó diplomacia, tampoco vaciló en asumir todo el poder en la Iglesia de la España cristiana, siempre con intención reformadora. Para ello, obtuvo del Papa el título de Primado de la Narbonense y privando a la sede de Tarragona de sus pretensiones, devolvió el título de Sede Primada de España a Toledo, la capital de los concilios, la de Recaredo. Hasta hoy.

Al significarse Cluny en la recuperación de Compostela tras la razzia de Almanzor, sus monjes fueron llamados por Sancho de Navarra para un encargo importante: el culto del sitio sagrado del entonces condado y luego Reino de Aragón: San Juan de la Peña. Sólo Covadonga puede compararse en simbología y fuerza mítica a aquella gruta en la que, hasta Fernando el Católico, se han enterrado los reyes de Aragón. Cluny, el Císter, el Temple, las órdenes militares de Calatrava y Alcántara hechas a imagen templaria… Muchas son las huellas en nuestra patria de lo que en la lejana y hermosa región de Borgoña emprendieron unos monjes hace más de mil años. De España queda poco. Y en cuanto a Borgoña, oú sont les moines d´antan?

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