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Pedro Fernández Barbadillo

El efecto del covid-19 en los jesuitas

Es descorazonador que muchos curas y obispos hayan mostrado en estas semanas semejante miedo, hasta el extremo de que el papa ordenara el cierre de todas las iglesias de Roma, medida que por fortuna revocó a las pocas horas.

Uno de los hábitos del papa Francisco es el de abroncar a quienes no se comportan como él quiere. Hace unos días, el Papa riñó a los sacerdotes que habían mantenido abiertas las iglesias y celebrado misas durante los confinamientos a las que habían permitido la asistencia de fieles. Así, elogió la "creatividad sacerdotal" que permitió "superar algunas, pocas, expresiones ‘adolescentes’ contra las medidas de la autoridad, que tiene la obligación de salvaguardar la salud del pueblo".

¿Hemos de tener fidelidad a esas autoridades que, como las españolas, han sido incapaces de proteger a sus pueblos de la pandemia y les han arrastrado a la pobreza, hasta el punto de ajustar los sacramentos a sus deseos?, ¿de qué ha servido en España el confinamiento, cuando el Gobierno no sabe contar los muertos de estos meses?

Curas que no quieren celebrar misas

Levantado ya el estado de alarma, fui yo a un pueblo donde no se había producido ningún caso de infección por covid-19. Allí asistí a una penosa conversación entre dos feligresas y un sacerdote, los tres de más de setenta años, pero bien llevados. Las mujeres le pedían al sacerdote una misa y el sacerdote recurría a todos los argumentos para negársela. Después de recalcarles que tanto ellas como él estaban exentos de asistir por la edad, les dijo que si alguna vez entraban en la iglesia y al ver una multitud apiñada dentro "sentían miedo" estaban totalmente legitimadas para marcharse a sus casas y escuchar la misa por la televisión.

Luego, el sacerdote explicó cómo estaba cumpliendo a rajatabla las instrucciones que daba la autonomía de marras sobre la celebración del culto religioso. Es decir, el miedo lo tenía el cura. Y eso es lo triste.

¿Es éste el modelo de sacerdote que quiere Francisco I? ¿Esperamos que un clero acobardado por el covid-19 proteste contra los abusos del Gobierno o de la partitocracia, que haga ‘denuncias proféticas’, que predique sobre la necesidad de la conversión y de que el pecador tiene que arrepentirse, que critique las emergencias climáticas o feministas?

El consagrado, sea hombre o mujer, debería tener los ojos constantemente puestos en la otra vida, no en el buzón a la espera de recibir las últimas instrucciones de la Junta o el Ayuntamiento. Algunos santos en sus escritos pedían a Dios una pronta muerte para reunirse con Él. Yo, que me siento como el judío que le dice a Cristo: "Creo, pero ayuda a mi fe" (Marcos, 9), deseo que la muerte venga tarde y, sobre todo, avisando. ¡Pero es descorazonador que muchos curas y obispos hayan mostrado en estas semanas semejante miedo, hasta el extremo de que el papa ordenara el cierre de todas las iglesias de Roma, medida que por fortuna revocó a las pocas horas!

Numerosos obispos y sacerdotes han pretendido imponer la comunión en la mano y negarla en la boca, lo que ha ocasionado protestas de los fieles. Otra ‘ideica’ del clero aterrado por la muerte ha sido distribuir formas consagradas en bolsas de plástico para consumo individual. Ante semejante aberración, el cardenal Sarah declaró: "No debería sorprendernos. El diablo ataca fuertemente la Eucaristía porque es el corazón de la vida de la Iglesia".

O se cree o no se cree. Y el clérigo que no cree, cae en la superstición y el ridículo.

La provincia de España para los jesuitas

Pese a tantas precauciones, a la suspensión del culto, al silencio de las campanas, al cierre de los templos, a la confianza ciega en la ciencia, el virus está acabando de diezmar las órdenes religiosas, que empezaron a adelgazar después del Concilio Vaticano II.

La más poderosa en cuanto a influencia y a prestigio, y a la que pertenece el papa reinante, es la Compañía de Jesús. El principal investigador del estado de las órdenes religiosas en España, el laico Francisco José Fernández de la Cigoña, es el único que, en su blog, se atreve a dar los datos (cuando están disponibles) que muestran la extinción inexorable de tanto instituto.

En España los jesuitas rondaron los 3.000 mediado del siglo XX. Al comenzar 2020, debían de ser cerca de 700 y con una media de edad próxima a los ochenta años. Según Fernández de la Cigoña, en 2017, fallecieron sesenta y un jesuitas españoles, cincuenta y uno en 2018 y cuarenta y ocho en 2019. En los cinco primeros meses de 2020 murieron cuarenta y nueve, uno más que en todo 2019.

En cinco meses de este año han fallecido un jesuita de 101 años, dos de 98, tres de 96, tres de 94, uno de 93, dos de 92, tres de 91, tres de 90, cinco de 89, cuatro de 88, dos de 87, dos de 86, tres de 85, tres de 84, uno de 82, uno de 80, uno de 79, tres de 78, uno de 77, uno de 75 y uno de 74.

Estas cifras sin duda han reducido la de la edad media. Hoy la Compañía de Jesús en España es algo más joven de lo que lo era al comenzar 2020. Pero con un mal rejuvenecimiento que no procede de ingresos de jóvenes sino de fallecimientos de ancianos.

La falta de vocaciones de la Compañía condujo a que los jesuitas españoles propusiesen en 2008 a su general la unificación de las cinco provincias en que estaba dividido nuestro país (Aragón, Bética, Castilla, Loyola y Tarraconense) en una sola. En 2012, la situación debió de empeorar, pues el proceso se adelantó a 2014, que es cuando nació la Provincia España. ¿Protestaron los jesuitas ‘bizkaitarras’ y catalanistas o es que no les quedaban fuerzas ni para eso?

Tampoco han protestado, que sepamos, los cardenales Omella y Osoro ante la periodista Rosa María Mateo por el rechazo de RTVE a transmitir la misa funeral celebrada el día 7 por las víctimas del covid-19 y a la que asistieron los Reyes.

Como en todas las plagas y catástrofes, mata más el miedo. Incluso el miedo a que el Vaticano te mande un comisario, por muy ‘francisquista’ que seas.

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