El 23 de marzo de 1808, cuatro días después del Motín de Aranjuez, que culminó con la abdicación de Carlos IV y el ascenso al trono de Fernando VII, Murat entró en Madrid. Fernando VII abdicó en las vergonzosas Capitulaciones de Bayona en favor de Bonaparte, quien a su vez cedió el trono español a su hermano, José I. Sólo cinco semanas pasaron antes de que el pueblo de la capital se levantara en armas contra el invasor francés, el 2 de mayo. El movimiento, en principio espontáneo y local, se extendió a toda España y, en los meses siguientes, se organizó en las que se denominaron «juntas» de gobierno, que a su vez pronto se agruparon en una Junta Gubernativa Central, con sede en Aranjuez, posteriormente trasladada a Sevilla. El primer dirigente reconocido de la Junta fue el conde de Floridablanca, antiguo ministro ilustrado de Carlos III y Carlos IV, partidario, al igual que Jovellanos, de la preservación del orden y de la restauración de la monarquía absoluta encarnada en Fernando VII. Las reformas de José I, por otra parte, atrajeron a su bando a no pocos ilustrados españoles, los llamados «afrancesados». Pero de lo que se trataba era de conservar un Estado propio, capaz de quitarse de encima a Napoleón. Esto requería una nueva Constitución y con esa finalidad fueron convocadas unas Cortes Generales en Sevilla, en 1809. Ante el avance de las tropas francesas, los constituyentes se desplazaron a la Isla de León, esto es, a San Fernando, y poco más tarde a Cádiz. Las deliberaciones fueron prolongadas y minuciosas, ya que había que resolver problemas como el de las posesiones de ultramar, convirtiéndolas en provincias del nuevo Estado, de modo que el artículo primero decía en su redacción final que «la Nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios». Finalmente, el texto definitivo fue aprobado el 19 de marzo de 1812, día de San José, a lo cual la Constitución debe el mote de «la Pepa». Sólo estuvo en vigor hasta 1814, cuando, a su regreso, Fernando VII la abolió. La existencia misma de una Constitución ponía límites al absolutismo. No obstante, el alzamiento del general Riego obligó a Fernando a restaurarla durante el llamado «Trienio Liberal» de 1820-1823, que terminó bruscamente cuando la Santa Alianza ordenó el envío a España de los «Cien Mil Hijos de San Luis» en auxilio del monarca, dando inicio a la «Década Ominosa» de 1823-1833.
El 20 de marzo de 1915 el científico catalán José Comas i Solá descubría el asteroide 804 y le ponía de nombre Hispania. Era el primero visualizado por científicos españoles y su artífice no podía ser otro que el astrónomo José Comas, el gran impulsor de esta ciencia en España. José Comas i Solá fue un genio de vocación precoz que a los seis años hacía gala de sus eruditos conocimientos con la doncella y a los doce escribía su primer libro. A los dieciséis años ya había publicado en una revista internacional un estudio sobre un meteorito caído en Tarragona. Poco después de licenciarse, y ayudado por un precario telescopio de 108 milímetros, fue capaz de dibujar un mapa del relieve de Marte, aportando a todos los estudios realizados hasta entonces nuevos aspectos sobre el contorno de los canales de su superficie y sus variaciones. Además de talento, no cabía duda de que Comas tenía una vista prodigiosa.
El 21 de marzo de 1626 nacía el primer santo de las Islas Canarias, San Pedro de San José de Betancourt. Procedía del mismo linaje que aquel Juan de Betancourt que se propuso la conquista de las Canarias a principios del siglo xv. Pedro de San José era hijo de pastores y agricultores, de noble origen pero humilde condición, y unas profundas convicciones cristianas. Pasó su infancia en las laderas del Teide, cuidando del rebaño y dedicando sus largas horas de soledad al rezo y la meditación. Guardaba los ayunos con gran empeño, como había visto hacer en su casa. De su padre heredaría la gravedad ascética y de su madre la fe viva y alegre. Al morir su padre, la madre quiso casarlo con una buena moza; pero Pedro de San José ya había sentido la llamada de su destino. Quería consagrar su vida a Dios, y la evangelización del Nuevo Mundo, de donde llegaban noticias fascinantes, le atraía más que ningún otro destino.
El 22 de marzo de 1369 Enrique de Trastámara mataba a su hermano Pedro I en Montiel y encontraba vía libre para ocupar el trono de Castilla. Lo que así contado puede parecernos la historia de una usurpación fue, sin embargo, una jugada que habría de aportar enormes beneficios a la corona castellana. Cuando el gran rey Alfonso XI moría a causa de la peste en 1350, dejaba un hijo legítimo, Pedro, y una extensa prole de hijos bastardos fruto de sus amoríos con una dama sevillana, Leonor de Guzmán. A Pedro I se le apodaba El Cruel pero hay quien ha querido verlo como un justiciero por su oposición a la nobleza en favor del pueblo. Cierto es que convocó las Cortes de Valladolid tomando medidas muy adelantadas a su época, pero también aplicó castigos desmedidos tendentes al ensañamiento. Su reinado creó una gran división entre la nobleza y llevó a Castilla a la guerra civil, imponiéndose en ella la casa Trastámara.
Cuando se repite el asentado lugar común de que el rey Carlos III fue el mejor alcalde que ha tenido Madrid, se olvida a su ministro de Hacienda, Leopoldo di Gregorio, marqués de Esquilache, que, cuando retornó a su país natal se quejó diciendo que «yo he limpiado Madrid, le he empedrado, he hecho paseos y otras obras... merecería que me hiciesen una estatua, y en lugar de esto me ha tratado tan indignamente». Había sido inspector de aduanas cuando el que llegaría a ser Carlos III de España era aún Carlos VII de Nápoles, iniciándose así una relación que duraría hasta la muerte del marqués, en 1785. Ya en España, el monarca lo puso primero al frente de la Hacienda real y luego a cargo de la Secretaría de Guerra. Pero no dejaba de ser un ministro extranjero, que suscitaba todas las desconfianzas en la nobleza local, que le era mayoritariamente hostil. Tampoco la Iglesia sentía especial simpatía por él desde el momento en que estableció un impuesto para los bienes en desuso del clero y, en definitiva, su sumisión al Estado. En cuanto al pueblo llano, que pasaba necesidades y veía aumentar los precios, el lujo de la corte lo enardecía. Todo eso se conjugó para que una de las numerosas medidas de control de la población, establecida con muy buen criterio por Esquilache, diese lugar a una rebelión de las capas más bajas, alentadas por la aristocracia que se veía postergada. Dicha medida consistía en la prohibición del uso del sombrero de ala ancha o chambergo y de las largas capas que eran corrientes en la época y se consideraban castizas, a pesar de haber sido introducidas apenas un siglo antes por los soldados flamencos del general Schömberg, durante la regencia de Mariana de Austria. Esquilache pretendía imponer el tricornio, que dejaba el rostro enteramente al descubierto, y la capa corta, que impedía ocultar armas. Unas cuarenta mil personas participaron en la revuelta, que se extendió más allá de Madrid. Ante los riesgos que aquello suponía para la corona, Esquilache tuvo que emprender el camino del exilio hacia Italia, desde donde reclamó su rehabilitación. Seis años más tarde, Carlos III lo nombró embajador en Venecia, puesto en el que permanecería hasta su muerte.
El 24 de marzo de 1808 Fernando VII entraba triunfalmente en Madrid como Rey de España. Su padre Carlos IV acababa de abdicar en penosas circunstancias y el joven Fernando se aferraba al trono con la esperanza de recibir el beneplácito de Napoleón. Todo había surgido del «partido fernandino», que alimentaba en el príncipe Fernando el odio que una parte de la aristocracia le tenía a Godoy, el hombre fuerte de Carlos IV, que llegó a sustituir al monarca incluso en la alcoba. Los hechos se precipitaron cuando el Rey concedió a Godoy el título de Alteza Serenísima y Fernando, que temía por su herencia, se prestó al complot. Godoy, que tenía excelentes informadores, descubrió en el cuarto del monarca el epicentro de la llamada Conjura de El Escorial, que pretendía derribar al monarca y coronar al príncipe. Carlos IV perdonó a Fernando, que tuvo que humillarse, pedir perdón y delatar a los suyos, aunque curiosamente salió reforzado del envite. Los detractores de Carlos IV y su valido eran tantos y la situación del país tan caótica, que la ocasión se volvería a presentar, esta vez en el llamado Motín de Aranjuez. Godoy era por fin depuesto y el Rey forzado a abdicar.
El 25 de marzo de 818 el emir Al-Hakam reprimió con violencia una de las muchas revueltas a las que se había acostumbrado su reinado, esta vez en el Arrabal de Córdoba. El Arrabal de Córdoba era una zona densamente poblada que había crecido al otro lado del río Guadalquivir a raíz del puente construido por Hisham I. Convivía en esta zona gente muy pobre con una minoría de alfaquíes malekitas que trabajaban como maestros de escuela. Los alfaquíes eran intérpretes de las leyes, lo que en el mundo musulmán significa ser jurista y a la vez teólogo, y los de Córdoba habían sido además asesores palaciegos en tiempos de Hisham I. Defenestrados por Al-Hakam y en un entorno en el que era fácil rentabilizar descontentos, los alfaquíes del Arrabal vertieron su propaganda sobre sus vecinos, culpando al emir de excederse en los tributos, alejarse de la ortodoxia religiosa y actuar como un déspota. La llama prendió en el año 805 y el emir tuvo que ejecutar a 72 personas, entre ellas algunos notables alfaquíes. Sobre estas brasas nunca apagadas se fraguó la revuelta de 818. Encendió la mecha la muerte en el zoco de un armero a manos de un mameluco de la guardia personal del emir. El barrio se levantó en armas y marchó hacia el palacio del emir. Éste mandó a sus hombres arrasar el Arrabal e incendiarlo y la muchedumbre, al ver arder sus casas, marchó a salvar lo que pudiera. A la salida del puente les esperaba, cimitarra en mano, la guardia del emir. La represalia fue atroz y Al-Hakam ordenó crucificar boca abajo a más de 300 cabecillas.
El 26 de marzo de 1929 el avión español Jesús del Gran Poder aterrizaba en la ciudad brasileña de Bahía. Había partido de Sevilla dos días antes, pilotado por los capitanes Ignacio Jiménez Martínez y Francisco Iglesias Brage. La travesía había recorrido 6.550 kilómetros después de 43 horas y 50 minutos de vuelo ininterrumpido sobre el océano Atlántico.
Mucho se esperaba encontrar en el Nuevo Mundo en los albores de la población y evangelización del mismo. Muchos soñaban con El Dorado y se arriesgaban, y a menudo morían, en ríos y selvas al otro lado de los cuales no había nada. Juan Ponce de León (1460-1521) pretendió encontrar la Fuente de la Eterna Juventud, además de inconmensurables tesoros. Grande debía de ser su ansia descubridora cuando se embarcó en el segundo viaje de Colón, en 1493. Era ya un hombre maduro y un militar con experiencia, que hasta el año anterior había combatido en la conquista del reino de Granada, que marcó el final de la Reconquista. Colaboró con Ovando en la ocupación de La Española y, en 1508, recibió de él la orden de apoderarse de la isla de San Juan Bautista, llamada por los indígenas Borinquén y que sería en el porvenir Puerto Rico, cosa que hizo con éxito y no demasiadas dificultades, gracias a los buenos oficios de los sacerdotes que le acompañaban, que convirtieron al cristianismo al cacique Agüeybaná. Al parecer, Diego Colón no le tenía demasiada simpatía, y probablemente tuviera buenos motivos para ello, puesto que Ponce carecía de las virtudes del poblador y del evangelizador y sólo se movía por codicia: pero, a pesar de la oposición del hijo del almirante, consiguió ser nombrado gobernador de la isla que había conquistado. Pero la fe del jefe no prosperó entre sus vasallos, que, una vez muerto él, se rebelaron contra Ponce y su régimen de trabajos forzados en la construcción de ciudades y las minas de oro. La sublevación fracasó y las represalias fueron tremendas. Diego Colón había iniciado un proceso en su contra en la corte y había conseguido que fuese destituido de su cargo de gobernador de Puerto Rico por abusos de poder ya en 1511. Pero él quería más, mucho más, de modo que abandonó el mando en Puerto Rico e inició una serie de viajes de exploración que le llevaron, el día de la Pascua de Resurrección, la Pascua Florida, el 2 de abril de 1513, a un lugar al que, por esa circunstancia llamó Florida, y a partir del cual se dedicó a la búsqueda de la Fuente de la Juventud. Tanto Fernández de Oviedo como López de Gomara mencionan esa exploración, aunque ambos dicen que Ponce iba tras las míticas aguas de Bikini. Emprendió su último viaje en 1521, con poca suerte, ya que fue herido por una flecha envenenada. Yace en la catedral de Puerto Rico.
El 28 de marzo de 1844 se firma el primero de los reales decretos por los cuales se crea la Guardia Civil. Isabel II reina en España y el general Narváez es su presidente del Gobierno. Tras la Guerra de la Independencia el país ha dado síntomas de inseguridad. El bandolerismo asola las zonas rurales y los caminos son lugares idóneos para el asalto y la emboscada. Para patrullar estas zonas se crea un cuerpo militarizado cuyas líneas organizativas trazará un militar de prestigio, el duque de Ahumada.