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Jorge Vilches

El arquitecto de la España provincial

Burgos no es un personaje simpático, ni su vida es la de Garibaldi o la de Prim.

La historia de España parece en ocasiones el relato de los intentos para salir de una crisis permanente. En ese pesimismo tan español, a veces cargado de complejos provocados por el deformado espejo europeo, acaba apareciendo, entre lamentos de lo que podría haber sido y no fue, la referencia a "grandes" personajes. Nos aferramos a ellos para salvar innecesariamente una historia que no necesita ser salvada, sino revisitada con otros ojos. No se trata, por tanto, de exaltar la obra y milagros de los santos laicos de la historia patria, sino de despojarnos de trabas psicológicas y analizar críticamente el pasado.

Juan Gay Armenteros, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Granada, ha reelaborado la biografía de Javier de Burgos (1778-1848). La idea no es nueva: los reformistas de la Ilustración y los liberales moderados que asumieron el doctrinarismo francés pergeñaron la Administración contemporánea, el Estado liberal que permitió que el país no se disolviera tras sucesivas revoluciones y guerras civiles.

Burgos no es un personaje simpático, ni su vida es la de Garibaldi o la de Prim. Se trata de un administrativista que se dedicó a pensar en la modernización del Estado y que sirvió a los Gobiernos que le requerían sin escrúpulo alguno. Al igual que muchos ilustrados, priorizó la construcción de un Estado fuerte y eficaz para transformar la sociedad. Francia era el contraejemplo de la España de Carlos IV, como ya vio Alexis de Tocqueville: una Administración centralizada y poderosa capaz de resistir cualquier envite político y ser instrumento del cambio. Para ello era preciso tener una Administración profesional –no un colocadero ni el coto privado de la nobleza– y eliminar la corrupción –o al menos crear la ficción de que se luchaba contra ella, aunque entonces era mucho menor que ahora–.

La consecuencia fue considerar que los Borbones eran parte del problema, en concreto Carlos IV y su corte, por lo que Javier de Burgos aceptó de buen grado a José I Bonaparte. De Burgos fue un afrancesado que no se contentó con recibir altos cargos como funcionario en Almería y Granada, sino que dedicó su pluma a cantar las victorias francesas y burlarse de los patriotas con el propósito de medrar. Así, al tiempo que en Almería elaboraba un censo de sus habitantes más notables para que el Ejército francés tomara represalias contra la reunión de Cortes, escribía Entrada triunfal de José I y el romance irónico La fe de los patriotas.

La derrota francesa llevó a De Burgos a descubrir las supuestas bondades del Borbón. Y según pasaba la frontera escribió El triunfo del rey Don Fernando VII sobre los anarquistas [léase "liberales"] españoles, mostrando su desprecio por las Cortes de Cádiz, la Constitución de 1812 y todos sus principios. Como ha escrito Gay Armenteros: "Por encima de legitimidades, estará su rechazo a la revolución liberal" (p. 43).

Javier de Burgos se dedicó en el exilio a congraciarse con el absolutismo fernandino. Incluso llegó a enviar al rey una traducción de Las poesías de Horacio con esta dedicatoria: "[Para] V. M., que posee las humanidades en un grado bien superior al que basta a un Soberano ilustrado". Los halagos descarados no ocultaron su colaboración con el francés, por lo que se le abrió un "expediente de purificación", como a los "anarquistas". Volvió a España a los tres años, y con esa capacidad de adaptación aplaudió la restauración de la Constitución en 1820; y no le descolocó la vuelta al absolutismo en 1823.

Fernando VII le envió a París a negociar empréstitos y amasó una fortuna personal, como cuenta Gay Armenteros. Esto no quitó para que detallara los males de España en una Exposición dirigida a S. M. (1826) y propusiera remedios: una amnistía política, un empréstito para cubrir las necesidades del Estado, una Administración civil "evidente en el último rincón del país" y la creación de un Ministerio del Interior. Era poco para los tiempos liberales que corrían ya por Europa.

Estuvo en el Gobierno Cea Bermúdez, el primero de la regencia de María Cristina, que pretendió la continuidad del absolutismo en la persona de Isabel II. Fue entonces, como ministro de Fomento, cuando decretó la división territorial de España en provincias que nos ha llegado hasta hoy.

La provincia de Javier de Burgos atendía a las cuestiones administrativa, militar, judicial y hacendística. Puso al frente de las mismas a funcionarios caracterizados, según decía, por su honradez, austeridad, espíritu benefactor y conocimiento. Pero el Gobierno Cea se encontró con la oposición de todos, por su defensa del absolutismo, y cayó. De Burgos justificaba su oposición al régimen representativo en su obra póstuma Anales del reinado de Isabel II (1850) diciendo que "solo bajo la influencia de un régimen absoluto, ilustrado y paternal" se podían mejorar las cosas.

Javier de Burgos, como se puede leer en esta ponderada obra de Gay Armenteros, no llegó a entender que la reforma administrativa debía ir acompañada de la reforma política para asentar el trono de Isabel II en la libertad y la modernización. Esto sí lo entendieron los liberal-conservadores, como Toreno y Martínez de la Rosa, que sustituyeron a Cea en el Gobierno, y con los que estuvo siempre De Burgos enormemente resentido. Acabó entonces su vida política de interés, aunque luego fue senador por designación regia, ya que fracasó en las elecciones, y llegó a ser ministro de Gobernación veinte días en 1846. Su tiempo había pasado.

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