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Tomás Cuesta

Michel Houellebecq y el fantasma de la libertad

¿Habrá que recordar, a estas alturas, que el sino que acompaña a las novelas proféticas es que el futuro que nos pintan es el espejo del presente?

Apenas un mes después de la presentación de Soumission -esa piedra de escándalo que arrojó Houellebecq en el plácido estanque de las buenas conciencias- media Europa está al tanto de las tesis del libro y la otra mitad, o casi, ocupada en leerlo. Vender en un pispás cientos de miles de ejemplares no ha sido fácil nunca y en los tiempos que corren todavía lo es menos. Cabe objetar, no obstante, que con la demonización exprés a la que sometieron al autor los meapilas biempensantes y los santones de la izquierda, la campaña de marketing se la dieron ya hecha. Pero, tras otorgarle al morbo la parte que le toca en el festín del éxito, el resto, que aún es mucho, es obligado atribuírselo al excepcional talento de alguien que, hoy por hoy, no es sólo un narrador personalísimo, un lúcido ensayista y un notable poeta, sino también, y tal vez sobre todo, el testigo de cargo de una civilización que se nos muere entre estertores lánguidos y agónicos bostezos.

De ahí que en Soumission la sátira política -que a tantos y tanto escuece- venga a ser una especie que condimenta el plato y realza el sabor de sus diversos ingredientes. El autor nos traslada al 2022, a un mañana tan próximo que ya casi alborea, para invitarnos al derrumbe del universo cultural que durante veinte siglos ha sido nuestro techo. Que esa sea la fecha en la que un líder musulmán consigue -de rebote, pero sin demasiado estrépito- instalarse en la cúspide de la República Francesa, únicamente sirve como ingenioso fulminante para poner en marcha la acción de la novela. La trama, sin embargo, va más hondo y más lejos. Houellebecq describe un mundo sin arraigos, sin valores morales, sin atributos éticos. Un mundo que no tiene porvenir y tampoco pretérito. Un mundo desalmado, en resumidas cuentas, que da de sí lo justo para alumbrar un antihéroe.

François, tal es su gracia (plus français, tu meurs, más francés y te mueres), vaga por los confines de la fábula buscándose o -mejor- buscando un asidero. Erudito y docente de escasa proyección y limitada entrega, consumidor de sexo online porque es la encrucijada de la misantropía y la pereza, experto en comida rápida y relaciones pasajeras, la sociedad es, a sus ojos, un híper gigantesco en el que no hay otra verdad que la que está en oferta. Exacto contratipo de ese hombre al que Camus santificara antaño con el apelativo de Rebelde, su encarnadura, hogaño, es la de alguien moldeado con la arcilla del tedio. Alguien que, mientras pueda, ni siente, ni padece; ni se encabrita, ni pelea. Así, cuando decide convertirse al islam, volver a una Sorbona velada hasta los tuétanos y confiar sus efusiones a una casamentera, es consciente de que en la plena sumisión encontrará una certidumbre que la libertad le niega.

Que el significado de islam es sumisión -es decir, Soumission a los efectos- es algo que nos recuerdan a diario los muecines mediáticos, los portavoces oficiales y los clubes de fútbol, si es que viene al caso y la ocasión se presta. El que la libertad, por contra, es un fantasma del que nos urge liberarnos porque exige en exceso, es una ocurrencia impía de Houellebecq, el profeta. ¿Habrá que recordar, a estas alturas, que el sino que acompaña a las novelas proféticas -1984, Un mundo feliz, Rebelión en la granja, pongamos por ejemplo- es que el futuro que nos pintan es el espejo del presente?

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