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25 aniversario de su estreno

Las 'Pretty Woman' de la literatura

Hay bastantes ejemplos en los libros de la relación entre un soltero adinerado a la búsqueda de una esposa perfecta, a ser posible más joven.

Hay bastantes ejemplos en los libros de la relación entre un soltero adinerado a la búsqueda de una esposa perfecta, a ser posible más joven.

25 años después, Pretty Woman no ha perdido su extraño encanto, derivado de que combina un previsible final feliz, tan falso como cursi a la vez que entrañable, con una subversiva reivindicación de las prostitutas como mujeres tan dignas como cualquier otra y con una profesión que explica su longevidad en la historia por su contribución al bienestar social, en este caso aliviando las necesidades sexuales pero también sentimentales de un tiburón de Wall Street con, y aquí reside otra de sus contribuciones a la ruptura de estereotipos manidos, un corazón de oro.

"Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa."

Entre los inicios famosos de obras literarias quizás sea el de Orgullo y prejuicio el más realista. O el más cínico. Dado que Jane Austen contaba con sólo 20 años cuando lo escribió podemos conjeturar que simplemente constataba lo que le parecía un hecho evidente. Por supuesto, al ser inglesa consideraba que lo que valía para su país sería aplicable a todo el universo humano. Al ser de clase media alta, pensaría que la suerte de un hombre soltero pero pobre era completamente indiferente desde el punto de vista existencialista y literario para una joven burguesa como ella, en edad casadera. Pero un hombre soltero y rico, ¡ah, eso es otra cosa!

Es un lugar común, aunque limitado, en la psicología evolucionista que las mujeres prefieren hombres dominantes y ricos mientras que los hombres prefieren mujeres jóvenes, sanas y hermosas (ver Humphrey Bogart y Lauren Bacall; o Berlusconi y Ruby). También que ellas los prefieren mayores. Y ellos, "inocentes". Este modelo tuvo su formulación canónica en Las Metamorfosis de Ovidio. En uno de sus relatos cuenta el poeta romano la historia del rey de Chipre, Pigmalión, que decidió no casarse ante la imposibilidad de encontrar a la mujer perfecta. Sublimó entonces su deseo esculpiendo esculturas femeninas. Pero una de ellas le salió tan bien que se enamoró de ella. El marfil es precioso, suave y terso pero definitivamente sigue siendo mucho mejor la piel joven para ciertos usos. Así que Pigmalión tuvo la suerte de que Afrodita se apiadase de él y convirtió a Galatea, que así se llamaba la estatua, en una mujer de carne y hueso

"El marfil se ablandaba y, deponiendo su dureza, cedía a los dedos suavemente, como la cera del monte Himeto se ablanda a los rayos del Solo y se deja manejar con los dedos… un cuerpo flexible y que las venas daban sus pulsaciones al explorarlas con los dedos."

Pero al fin y al cabo Galatea aunque ahora real sigue siendo una creación de Pigmalión, una marioneta, una muñeca, un simulacro de mujer. Pigmalión odiaba a las mujeres ("ofendido por los vicios que numerosos a la mente femínea la naturaleza dio") y por eso se inventó una máscara a su imagen y semejanza, una mujer amputada de todo rastro de autonomía y autenticidad. Y, por supuesto, virgen.

¿Qué pasaría con Pigmalión y Galatea tras la boda aparte de tener un hijo? Eso no nos lo cuenta Ovidio pero sí Benito Galdós en Fortunata y Jacinta. Juan de Santa Cruz es el soltero adinerado de quien nos hablaba Jane Austen. Fortunata es la bella joven de clase humilde de la que se encapricha (usen un verbo más vulgar y serán más precisos). Ella lo ama porque por su clase más alta le supera tanto en cultura como en riqueza. Pero, claro, Fortunata es tan hermosa como una estatua pero también tan vacía, al ser ignorante y vulgar, por lo que Juan periódicamente se aburre y harta de ella. Cuando ha olvidado su hastío, vuelve con ella para usarla y posteriormente volver a dejarla de lado.

Otra versión de Pigmalión nos la ofrecieron Pierre Boileau y Thomas Narcejac en De entre los muertos, esa buena novela de la que Alfred Hitchcock hizo una obra maestra del cine, Vértigo. El detective John Scottie Ferguson se enamora de la mujer que ha estado siguiendo, la bella, aristócrata y sofisticada Madeleine Elster. El problema es que Madeleine no existe. Cuando se encuentra con la versión idéntica pero vulgar además de realmente existente de Madeleine, Judy Barton, Scottie no parará hasta modelar a Judy como si fuera Madeleine. Todo amor es imaginario. Y el descubrimiento de que es sólo una ilusión desemboca en tragedia.

Otra vuelta de tuerca a la relación entre un soltero adinerado a la búsqueda de una esposa perfecta, a ser posible más joven y algo tonta para poder modelarla según su interés y conveniencia, lo encontramos en La cenicienta. Mi versión favorita es la de los hermanos Grimm, donde recoge la fascinación china por los pies pequeños de las mujeres a través de la tortura. En la última versión de Hollywood, Into the woods, sin embargo, Cenicienta es una mujer moderna y no acepta ser la esposa pasiva, resignada y complaciente del príncipe.

Sin embargo, hace 25 años Hollywood realizó la versión perfecta del cuento de hadas edulcorado. Con el espíritu de Walt Disney, reduciendo y banalizando la historia, Gerry Marshall dirigió una comedia romántica tan entretenida como superficial en la que, en primer lugar, nos presenta la difícil vida de una heroína que espera el amor de un príncipe. O, ya que estaban a final del siglo XX, una prostituta y un ejecutivo. En segundo lugar, la moral galdosiana se convierte en moralina hollywoodense en el sentido de que los buenos al final no sólo ganan sino que son felices.

Esta romantización (perdón por el palabro) de una relación sexual y monetaria para que termine en amor es una estrategia habitual del cine descaradamente comercial. Ya lo hizo Blake Edwards con su versión de Desayuno con diamantes de Truman Capote. La literaria Holly Golightly, a diferencia de la versión light que interpreta maravillosamente Audrey Hepburn, prefiere el dinero del sexo a la autenticidad del amor, aborta, es tan superficial que el duque de Mantua estaría pensando en alguien como ella al cantar La donna è mobile, es un poco tortillera ("Claro que lo soy. Todo el mundo lo es un poco, ¿no? ¿y qué? Hasta ahora eso no ha importado a los hombres") y termina siendo detenida sospechosa de tráfico de drogas. Así que nada de final con beso bajo la lluvia apestando a gato mojado.

Entre un glorioso millón de dólares y un miserable pavo era el rango en el Groucho Marx negociaba sus contratos amorosos, Julia Roberts se alquila a 3.000 dólares la semana. Lo que le saldría más barato a Richard Gere que si finalmente se casa con ella (y eso sin tener en cuenta el probable divorcio, dada la diferencia de edad y cultura, ya que las Fortunatas han aprendido mucho). Pero, ¿quién es capaz de ponerle precio a lo que en La princesa prometida llamaban "el amor verdadero"? Aunque después de todo Pretty Woman tenía una dimensión políticamente incorrecta al presentar la prostitución como una profesión tan normal como chispeante y a un ejecutivo de Wall Street siendo un tipo tan buena gente como inteligente. Como le espeta Julia a Richard: "Tú y yo somos seres muy parecidos: los dos jodemos por dinero".

Por lo que lo intempestivo de la liberal propuesta es su mejor baza y contrarresta la simpleza de un final feliz no apto para diabéticos morales.

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