Menú
Santiago Navajas

Henning Mankell, entre el hielo y la arena

El sueco rehuía del morbo estrambótico del crimen sádico, la impostación filosófica del detective existencialista o el churriguerismo lingüístico.

Que Italia tiene forma de bota es un lugar común. Sin embargo no se suele hacer mención al evidente parecido entre Suecia y un pene flácido (quizás no por casualidad en los últimos veinte años se ha reducido la actividad sexual un 20% en el país nórdico). Las novelas de Henning Mankell es conveniente leerlas con un mapa del país que linda con Noruega, Dinamarca y Finlandia (véase como muestra el de Huesos en el jardín). Yo acostumbraba a pasar las páginas de los relatos de asesinatos y violaciones como si fuesen el análisis clínico de un urólogo respecto de las partes más íntimas de su paciente, con esa mezcla de prudencia y frialdad que es habitual en los médicos de las lugares masculinos más importantes aunque delicados, muchas veces sometidos al escarnio soez ante el escrutinio riguroso.

Cada país tiene los detectives que se merece. Inglaterra al flemático, analítico, cocainómano Sherlock Holmes; Estados Unidos disfruta a los alcohólicos, caústicos y mujeriegos anti héroes de Hammet y Chandler; Italia, al hedonista y dinámico Montalbano; nadie más español que Bevilacqua y Chamorro la pareja de Guardias Civiles imaginados por Lorenzo Silva. Mankell es uno de esos escritores que logran convertir un país en una literatura y a un personaje, el detective Wallander, en un mito tranquilo y sosegado, que es a lo máximo que pueden alcanzar los iconos literarios en la era del triunfo de la industria del ocio. Aunque a quien más se parece Mankell en la intuición psicológica para descubrir los secretos personales tras el simulacro social es a la Agatha Christie de Miss Marple, sustituyendo, claro está, la ingenuidad de la campestre inglesa por la campechanía del solitario nórdico.

La prosa de Mankell es como el método criminólogo de Wallander, metódica y rigurosa, transparente como imaginamos que es el aire frío en el norte, en el que de vez en cuando aparece una frase brillante entre otras dos perfectamente anodinas pero sin caer, de todos modos, en la ostentacion del estilismo (con la participación de su traductora habitual, Carmen Montes). Mankell rehuía los tres peligros del género negro: el morbo estrambótico del crimen sádico, la impostación filosófica del detective existencialista o el churriguerismo lingüístico de los que no tienen nada que decir y tratan de ocultarlo con un castillo de fuegos metafóricos. Por el contrario, sus asesinos eran transparentes; sus detectives, cotidianos y su lenguaje, terso. En sus novelas podíamos sentir el peligro de que más allá del tabique nuestro simpático vecino fuera un asesino en serie pero también la tranquilidad de que en la comisaría de la esquina hubiera un policía lo suficientemente profesional para protegernos aunque tuviera problemas con el alcohol o estuviera divorciándose de su segunda mujer.

También, como casi os obvio en la novela negra, se filtra entre líneas "lo social": la decadencia del Estado de Bienestar socialdemócrata, la tiranía de lo políticamente correcto, los desafíos culturales y económicos que la inmigración supone para la hasta ahora homogénea y encantada de conocerse comunidad protestante, rica y blanca. La barriga prominente de Wallander, que su hija también policía mira con una mezcla de piedad y asco, es una metáfora de ese desasosiego que constituye la sfumatura de fondo en toda la serie Wallander, ese retrato hiperrealista en sepia de la sociedad sueca y, con una leve extrapolación, europea.

En el Mankell personaje se confundía, por el efecto halo que nos lleva a pensar que el excelente en algo no puede ser un papanatas en el resto, el escritor con el activista político. A través de su Fundación en Mozambique, pasaba sin solución de continuidad de la nieve a la ardiente arena, llevaba a cabo una encomiable labor humanitaria para el desarrollo económico del país, que le llevó en el caso palestino a apoyar la fantasmada mediática de la flotilla a Gaza. Corramos un tupido velo.

Mankell en cierta forma escribió su propio epitafio en las últimas líneas del libro con el que enterraba literariamente a su solitario y humanista detective, en El hombre inquieto:

"La sombra se había acentuado. Y muy despacio, Kurt Wallander fue desapareciendo en una oscuridad que, unos años después, lo sumió en ese universo de vacío que llamamos Alzheimer. Y después nada. El relato de Kurt Wallander termina ahí, irrevocablemente. Los años que le queden por vivir, diez o quizás algunos más, le pertenecen a él, a él, y a Linda, a él y a Klara. Y a nadie más".

No tanto por la letra sino por su espíritu, una mirada respetuosa sin ser condescendiente, lúcida pero no feroz, escrita de manera sencilla evitando la simpleza. En pocas ocasiones será tan verdadero aquello que decía Montaigne de que cuando estás leyendo un libro estás sobre todo en compañía de un hombre. Un epitafio, esta vez literal, podrían ser las líneas con las que terminaba mi favorita, Asesinos sin rostro:

"La investigación había terminado. Por fin podía descansar".

Temas

En Cultura

    0
    comentarios