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Gonzalo Altozano

Garci, un chico de barrio en el Campo del Gas

Son el box y el catch dos de sus grandes pasiones, en reñida competición -o en coexistencia pacífica- con el fútbol, el cine y los dry martinis.

Son el box y el catch dos de sus grandes pasiones, en reñida competición -o en coexistencia pacífica- con el fútbol, el cine y los dry martinis.
José Luis Garci, escritor y director | David Alonso Rincón

Anda últimamente Garci, José Luis Garci, de estreno. Campo del Gas, así se titula su más reciente libro. Se trata de una recopilación de textos escritos desde la primera fila de aquellos viejos cuadriláteros donde lo mismo se disputaban títulos mundiales de los pesos pesados que combates de lucha libre. Son el box y el catch, como los llama Garci, dos de sus grandes pasiones, en reñida competición -o, mejor, en coexistencia pacífica, en comunión gozosa- con el fútbol, el cine y los dry martinis. A uno le puede suceder -a mí, por ejemplo- no acertar nunca ni memorizándolas las preguntas naranjas y rosas del Trivial, esas que corresponden a Deportes y Espectáculos. Y, sin embargo, es una misma cosa toparse con el nombre de Garci en la portada de un libro o al final de una columna y detenerse a leer lo que ha escrito.

A 451 grados Fahrenheit

Me sucedió, por ejemplo, durante no sé cuántos mundiales de fútbol seguidos, esos que registraba para la historia menuda de los cuartos de juegos la editorial Panini, mundiales a los que el ABC de Anson enviaba a Garci como cronista itinerante de la cosa. Leerle era un placer y de la misma escala y magnitud que el que provocaba a Guy Montag ver arder los libros a 451 grados Fahrenheit.

Era un placer aunque no te sonara uno solo de los nombres de aquellos futbolistas de entonces y de más atrás, como años después no te sonarían todos esos remitentes de la bandeja de spam de tu gmail. Era un placer, en definitiva, porque Garci galopaba la página por la banda hasta llegar al punto final, sin esfuerzo o eso parecía, no en vano de chaval ganó una o dos medallas de los 1.500 metros lisos. Leyéndole daba la sensación de que los artículos los tecleaba o le salían de un tirón, sin volver la vista atrás para releerse. Y en la aparente despreocupación por el estilo estaba y está, precisamente, su estilo; personal, intransferible, electrizante.

Crónicas del 'Dow Jones'

Esa misma emoción que Garci transmite o retransmite, no sé, cuando escribe de fútbol -o de cine, o de boxeo, o de las cien maneras mejores de prepararse un gin-fizz- seguro que la habría logrado también haciendo crónica bursátil.

Muchos habríamos abandonado entonces la funesta manía -o sanísima costumbre, según- de grapar con los dedos en pinza la esquina de la primera y de la última página de la sección de Economía del periódico y pasarlas como si de una sola se trataran. Contado por Garci, el cierre diario de Wall Street sería una de las historias más grandes jamás narradas (que estaría muy bien, entiéndanme) y Dow Jones un sitio como para echar el curriculum. Entusiasmo. Ese es su secreto y así se llama la cosa: entusiasmo.

And the winner is…

A Garci le sucedió con el fútbol y el boxeo lo que a su querido Ray Bradbury con los cómics de Buck Rogers: que en un momento dado hubieron de hacer acopio de todo su carácter para mantenerse erguidos en su mismidad y no confundirse con el paisaje y el paisanaje; Bradbury con sus compañeritos de primaria, que se burlaban de él y de su héroe, y Garci en los aledaños clandestinos del partido -del Partido Comunista, cuál si no- que sospechaban si no se trataría de un revisionista o, peor todavía, un desviacionista, alguien de la cáscara amarga en sucios enjuagues con el establishment. Y todo por acudir al Metropolitano o a Chamartín los domingos por la tarde y a aquellas veladas en el Campo del Gas o en el Price los días que tocara. A veces, sin embargo, empeñarse contra mundum en las ensoñaciones de la niñez tiene premio. Fue así como Heinrich Schliemann descubrió Troya, Ray Bradbury escribió El hombre ilustrado y Garci ganó un Oscar de Hollywood. Pero no adelantemos acontecimientos y comencemos por el principio.

El criminal nunca gana

La historia de Garci empieza en el barrio del Retiro, en la zona de influencia y confluencia de Narváez, Ibiza y Sainz de Baranda, donde hoy apenas queda un cine en pie y donde estaba la tintorería a la que Jarabo llevó aquel traje manchado de sangre que trató de hacer creer a los dependientes que se debía a una pelea de bar con un americano de la base de Morón al que había roto la nariz. Pero nada le sirvió de nada. Porque por muy hábil que sea el criminal, por mucho que intente borrar sus huellas, tarde o temprano será descubierto y caerá sobre él todo el peso de la ley. Porque el criminal nunca gana. O eso suele repetir Garci, rememorando aquel serial de su infancia.

Ídolos de entonces

Sin embargo, no parece contarse El Caso entre sus lecturas de formación, por más que suyas sean dos de las siete maravillas del cine negro, El Crack y El Crack II, y ni idea de cuáles son las otras cinco. Lo que sí leía, y con fruición, aquel pandillero del Retiro eran el Marca, donde firmaban sus idolatrados Fernando Vadillo y Manuel Alcántara, y la Hoja del Lunes, donde hacía lo propio -solo que de cine, en lugar de fútbol y boxeo- su también admirado Alfonso Sánchez.

Bien puede presumir Garci de haber conocido a todos o casi todos los héroes de su infancia y de que ninguno se le derritiera como un diosecillo de barro al calor de la segunda cena. De lo contrario, no les habría rendido tan prolongado homenaje de entonces acá. A Alfonso Sánchez, sin ir más lejos, le dedicó un documental y la estatuilla de la Academia, con ese inglés suyo tan de la Berlitz. Pero ya hemos vuelto a ir adelante en el relato; estábamos con el Garci de los primeros años.

La Renault, la Telefunken, la General Electrics…

Nuestro hombre fue uno de esos chicos de barrio que, terminado el bachillerato, tuvo que ponerse a trabajar para seguir estudiando. Solo que la carrera -Derecho- la abandonó en primero, conservando, eso sí, su empleo en el Banco Ibérico, que era el que le permitía ir al cine todas las tardes. No es, por tanto, el suyo un caso de self made man, de hombre hecho a sí mismo. O no es un caso al uso. Porque es verdad que Garci ha dado cumplimiento a todos sus sueños, pero sin que el impulso de logro lo consumiera, al contrario que aquellos de su generación que empezaron de botones y acabaron de directores generales, solo que al precio de entregar su vida a la Renault, a la Telefunken, a la General Electrics, a la letra del piso, al chalet de la sierra...

La alegría de estar triste

De hecho, a los héroes de las películas de Garci rara vez se les encuentra en la planta noble, son más bien tipos del montón que de jóvenes ligaron poco y mal, viajeros en metro con cartera de clientes y la vida a rastras, aquejados de una nostalgia incurable, en permanente proceso de recomposición de los cachitos, las más de las veces cansados, aburridos, sin ganas de nada, hechos una mierda, como el Pepe Sacristán de Asignatura pendiente o el Jesús Puente de Asignatura aprobada. O como el propio Garci.

Pero, ojo, que a pesar de los personajes y sus diálogos, y de unos exteriores en los que siempre era invierno, y de esas escenas con luz de spot al atardecer, y de tantas melodías desencadenadas, las películas de Garci no eran tristes, sino que estaban, extrañamente, llenas de alegría. Estaban llenas de melancolía. Esa, justo, es la palabra: melancolía; la alegría de estar triste.

Historias de la radio

De no ser cierto lo anterior, lo de que las cintas de Garci rebosaban pasión por la vida, no hubiera sido posible el fenómeno que supuso aquella película, Solos en la madrugada. Era ir al cine a verla, cuentan, y salir convencido de que nada tendría sentido ya si uno no presentaba un programa de radio por la noche. Aquí hay que apuntar que la historia de amor de Garci con el medio viene de la niñez, cuando sus padres le dejaban estudiar con la radio puesta.

De alguna manera, la radio está presente en muchas otras de sus películas, además de Solos en la madrugada. Y aunque en esta última la emisora se asemejaba a La Ser, en el resto la radio que en ocasiones sonaba de fondo en mitad de un diálogo o en el coche de los protagonistas era otra, aquella de la calle Oquendo, Antena 3 Radio, la radio bien hecha, la radio que fue, con sus inconfundibles jingles, y entre cuyo plantel de colaboradores se contó Garci. (A propósito, hubo una serie de televisión de los ochenta, Tristeza de amor, que por su título, desarrollarse el argumento en la redacción de una emisora y protagonizarla Alfredo Landa, diríase dirigida por Garci, pero no.)

Todos eran sus hijos

Por volver a sus personajes, no todos son hechuras de él. Ahí está el peluquero de caballeros que, entre tijeretazo y tijeretazo, suspiraba recordando los años que vivió en Nueva York, con su puente de Brooklyn, su Estación de Pensilvania, su Madison Square Garden…; o el hampón de los bajos fondos reconvertido en honrado industrial tras una vida de turbios negocios en su puesto del Rastro; o el pobre diablo, rata de billar, que terminaba reducido a cenizas, las cuales arrojaban sus tres o cuatro amigos al Manzanares, una mañana de frío, gris, y con música de réquiem; o el obrero de acero inoxidable al que iba a visitar su abogado a Carabanchel; o el viejo productor de cine que pierde al hijo de una sobredosis en un hotel en Tánger o Casablanca, no recuerdo ahora; o el rockero que fingía ser portador del Sida solo para vengarse de las veces que de niño tuvo sed de noche y no estaba ahí su padre para llevarle un vaso de agua; o la cincuentona millonaria adicta a la piel joven que se despeñaba con su descapotable por un barranco solo porque no soportaba los espejos; o el premio Nobel de Literatura que escribía novelas en los márgenes de Fortunata y Jacinta en un campo de concentración, el de Argèles quizás. Ninguno es, cabe insistir, trasunto de Garci, pero todos son criaturas de un mismo autor: él.

De profesión, escritor

Porque Garci, ante todo, es escritor. Así lo consignó en la casilla correspondiente a la profesión en uno de aquellos carnets de identidad azulones, plastificados y con ribetes patrióticos. No puso cineasta, no; puso escritor. Que no otra cosa era cuando escribía guiones en casa del productor Dibildos en Marbella, al borde de una piscina con forma de riñón, en traje de baño y los botones de la camisa abiertos; y lo mismo cuando tecleaba con carácter de urgencia en una Olivetti portátil espléndidas Terceras para el ABC en el camión del material durante un rodaje, entre toma y toma. Pues eso, escritor antes que cineasta. De ahí que en sus películas abunden los escritores, los guionistas, los locutores, para que puedan leer y releer en voz alta textos que, intercalados en un diálogo, sonarían artificiosos. Al tipo, de hecho, solo le ha faltado escribir él los títulos de crédito de sus películas.

El camión de la basura

Nada de lo anterior pretende ser una tesis sobre Garci, su vida y su obra, ni siquiera la sinopsis de una tesis. Para eso él probablemente hubiera a preferido a Nancie, la americanita bombón aquella de la novela de Sénder. De hecho, de Garci vi en los noventa hasta sabérmelas de memoria todas sus películas de los ochenta, pero luego casi ninguna de las de después, las del western del melodrama. No por nada, sino porque mi afición al cine duró lo que el VHS, aquel monstruo mitológico que se tragaba las cintas -y, como te descuidaras, la mano, como la bocca della verità- y cuyo ruido de tripas se confundía de madrugada en la penumbra del cuarto de estar con los ruidos del camión de la basura y los de los teletipos de guardia de la Agencia Efe que se colaban -unos y otros- por la ventana abierta de la terraza de Espronceda 34; todo, en fin, como muy de película de Garci.

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