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Federico Jiménez Losantos

'Pureza' de Jonathan Franzen o el realismo realmente inteligente

Franzen muestra el comunismo desde dentro, no como un muro de granito sino como el bloque de mármol agrietado en el que sólo prosperan líquenes familiares y disidencias toleradas con fecha de caducidad.

Franzen muestra el comunismo desde dentro, no como un muro de granito sino como el bloque de mármol agrietado en el que sólo prosperan líquenes familiares y disidencias toleradas con fecha de caducidad.
Jonathan Franzen | Cordon Press

No me había convencido el Franzen de Libertad, ni siquiera el de Las correcciones. Como me sucede con Don De Lillo, la impresionante puesta en escena narrativa, la exhibición de sus indiscutibles cualidades a la vista picajosa de los críticos –más presentes que los lectores- me vetaba esa forma de entusiasmo que sólo la gran novela puede conseguir y que lo hace con una fórmula que lleva varios siglos funcionando: unos personajes que te interesen, espanten o conmuevan con una historia que los arrastra y te mantiene en vilo merced a una prosa eficaz, que ilumina sin deslumbrar.

Pureza tiene todo eso y muchas cosas más. Es de agradecer que tras el abrumador éxito de crítica de Las correcciones Franzen no se recree en su carpintería narrativa sino que cambie su registro y no se limite a contar una doble historia que parezca la versión 2.0 de Muerte de un viajante sino a situar a dos parejas de personajes en la encrucijada de los dos grandes caminos del nunca enterrado siglo XX y del neonato XXI: el Comunismo e Internet. Y no es casualidad que el personaje principal, una chica, se llame Pip, como el héroe dickensiano de Grandes esperanzas. Al cabo, ¿qué han sido el Comunismo e Internet sino chasco y esperanza? Añadamos que Pip es hija legítima, o sea, extraviada, de la beat generation de Kerouac, Gingsberg y Ferlinguetti, padres de los hippies del “verano del amor” del 68 cuyos hijos deambulan entre orfanatos y familias de acogida. En cierto modo, Pip y Wolff son el encuentro de Berkeley y París-Nanterre, el “trip” de la “California dreamin” y el crepúsculo chino del Mayo del 68.

Un americano en Berlín Este y no de turista

Es raro encontrar un intelectual norteamericano que tenga una idea mínimamente ilustrada, leída o vivida del comunismo. Desde John Reed, el primer Dos Passos, su artero sucesor Hemingway y la pandilla estalinista de Hammet, Hellmann y demás anfitriones de Brecht en el Hollywood Party, desde el comunismo rasgueante de la guitarra de Woody Gutrie, inspiración de Bob Dylan o la versión desgarrada del “Black Power” y Angela Davis hasta la siniestra Hanoi Jane y su reencarnación en Oliver Stone o Sean Penn, siempre  ha habido en en los USA una mayoría de rojos de diseño dispuestos a abrazar cualquier causa antiamericana, porque el odio al propio país no es patología solamente española. 

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Ha habido, sobre todo en la época de la Guerra Fría, una minoría liberal, en el sentido europeo del término, que ha ido desvaneciéndose en los grandes centros universitarios y, sobre todo, en los medios de comunicación, ante la apisonadora progre de lo políticamente correcto. Por suerte para los USA, el comunismo real, histórico, que es la clave de todos los grandes debates intelectuales en Europa, Asia, África, Centroamérica y Suramérica desde hace un siglo (el año que viene se van a cumplir los 100 años de la creación de la URSS por Lenin) siempre ha estado demasiado lejos de Nueva York, nunca tuvo tanta importancia en la vida cotidiana como para convertirse en asignatura obligada, en una tarea moral que, a falta de experiencia, impusiera un serio trabajo intelectual.

El resultado, salvando naturalmente todas las grandes excepciones que corresponden a un país tan enorme y en el que la libertad siempre ha significado algo más sólido que en Europa, ha sido lamentable. En el mejor de los casos, superficialidad; en el peor y más corriente, alta traición, como la de los medios de comunicación en Vietnam, Laos y Camboya tras la caída de Saigón. Nadie quedó para contar el final de la historia que ellos habían escrito. Vietnam, Laos o Camboya fueron corresponsalías desiertas.

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Franzen es caso aparte. De las dos historias o enjambres de historias que forman Pureza, una de ellas tiene como base la RDA, esa pesadilla de espionaje y terror atrapada en el ámbar cinematográfico de La vida de los otros y tan bien descrita por Le Carré antes de pasarse a Karla en Una pequeña ciudad de Alemania o El espía que surgió del frío. Como en La broma de Kundera, la anécdota, que en este caso es un amor abocado a un crimen, muy al estilo de Simenon, es el foco capaz de iluminar todas las pistas vacías y los ángulos muertos del Gran Estadio Totalitario. Que el personaje sea un sobrino del "Maestro de Espías” Wolff lo diferencia del humor triste de Kundera o del humor trágico de Soljenitsin, pero permite a Franzen mostrar el comunismo desde dentro, no como un muro de granito sino como el bloque de mármol agrietado en el que sólo prosperan líquenes familiares y disidencias toleradas con fecha de caducidad. Esta forma de corrupción, genuinamente comunista, está explicada con todos los matices que permiten entender, por ejemplo, su harapienta supervivencia en Cuba.

Internet como avatar totalitario

La impostura intelectual y la represión criminal en que desembocó la vieja esperanza del comunismo vive lo más parecido a una resurrección en una serie de personajes y acontecimientos posteriores al 11S que obedecen al mismo propósito antioccidental pero que, como Willi Münzenberg y la propaganda política de la Komintern, han sabido entender y explotar antes que nadie la naturaleza de la comunicación moderna, que pasa por Internet, por las llamadas redes sociales y los Filtradores de Información Masiva, ese extraño mundo de los Assange y Soros en el que se sitúa nuestro Wolff.Se trata de deslegitimar las democracias occidentales fingiendo protegerlas, de demoler el régimen liberal mostrando las infinitas fallas de la libertad, de aprovechar la vigilancia legítima ante cualquier abuso de Poder para crear una especie de océano de sospecha en el que flotan pecios de toda clase, desde lo transgénico a Irak y desde Halliburton a la CIA y los OVNI. Si se sospecha de todo, es imposible defender nada. ¿Qué mejor forma de desarmar al enemigo? 

El talento de Franzen, que, parodiando a Bueno, podríamos llamar el del realismo realmente inteligente, se resume en media página (pp. 613.614 en la edición española de Salamandra) que transcribe el comentario de una veterana periodista radical que, empujada por razones personales, pero con una lucidez implacable critica la naturaleza manipuladora, irresponsable y liberticida de fenómenos como Wikileaks. Es lo más serio y brillante que he leído al respecto. ¿Y qué tiene que ver este aspecto ideológico o moral en una novela –se dirá el lector-? Pues todo, porque la gran novela realista, la de Dickens y Galdós, la de Balzac y Tolstoi, la de Hugo y Dostoievski, contiene siempre una reflexión moral sobre el turbión de acontecimientos que arrastra a los héroes.

Y uno de los grandes méritos de Franzen es el de reintroducir, sin perder el pulso de una actualidad que fatalmente pasa por pensar la Red, esa casi proscrita dimensión moral en la narración novelística. Algo que la metaliteratura y sus sicarios -críticos literarios y suplementos semanales- han barrido de los escaparates, virtuales y reales, de las librerías del mundo. El resto, Pip y demás, queda en manos del lector de esta grandísima novela.

Lecturas para el verano (I): Emma, de Jane Austen, o la "novela rosa" liberal.

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