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Santiago Navajas

Unamuno en la era de la post-truth

Su carácter filosófico, entre la duda vitalista, la conmoción existencialista, la disputa combativa y el asombro curioso, era un catalizador y multiplicador del ardor guerrero en el que estaban inmersos casi todos los españoles y que terminaría en guerra

La cripta del Valle de los Caídos impresiona por el clima tenebroso y ominoso que allí se respira, flanqueado el paseo del visitante por las estatuas monumentales de Juan de Ávalos y las tumbas del dictador y del profeta de "España, unidad de destino en la universal". Pero si el corazón se encoge es cuando se alza la vista a la cúpula de la capilla y se aprecia la figura de Unamuno en un mosaico junto a la "santos mártires españoles" o "civiles sacrificados".

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¿Qué hace Unamuno allí arriba, en un mosaico laudatorio del dictador, junto a San Pablo o Santiago Apóstol? Su presencia es realmente peculiar en cuanto que Unamuno protagonizó el acto más radical de deslegitimación de la sublevación franquista. Sin embargo, Santiago Padrós, el autor de dicho mosaico, a quien estaba representando usando la figura de Unamuno era al primer gran maestre cisterciense de la Orden de Calatrava, San Raimundo de Fitero. Creo que, después de todo, a Unamuno le hubiese gustado la paradoja de servir de imagen para un gran maestre, aunque quizás no le haría tanta gracia estar sobre la tumba de Franco...

Porque si algo apreciaba Unamuno eran las paradojas. Como la de estar a favor de la "República española" a la vez que en contra de la "España republicana". Pero, sobre todo, el autor de El sentimiento trágico de la vida, registraba en su ser la conmoción existencial que le hizo imaginar a un Quijote existencialista, una España mística y una república utópica. Unamuno admiraba la obra "Don Quijote" tanto como despreciaba a su autor, Cervantes. Sin embargo, y de nuevo paradójicamente, tratando de ser un Quijote lleno de incontinencia verbal llegó a convertirse en un Cervantes doliente en un fracaso ejemplar. Si los Estados Unidos celebra a sus ganadores por muy superficiales que sean, España es más bien un país de perdedores profundos, del Cid a Lorca pasando por Quevedo o, por supuesto, Miguel de Unamuno, que en cualquier otro país habría sido, por ejemplo, presidente de la República y Premio Nobel de Literatura pero que, por el contrario, no consiguió sino destierro y que lo echasen hasta de su puesto de concejal.

El lema de Unamuno era "Primero la verdad que la paz, antes quiero verdad en guerra que no mentira en paz". Si Sócrates fue el tábano de Atenas, Unamuno fue la mosca cojonera de una España vibrante, radical, extremista… brillante como una explosión nuclear. Y no era el filósofo bilbaíno quien podría haber hecho de blindaje de hormigón, agua y plomo para las reacciones en cadena que se suscitaron entre ideologías radioactivas. Su carácter filosófico, entre la duda vitalista, la conmoción existencialista, la disputa combativa y el asombro curioso, era un catalizador y multiplicador del ardor guerrero en el que estaban inmersos casi todos los españoles y que terminaría en guerra civil.

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Como Ortega, su alter ego en el reverso tenebroso intelectual, eligió ser un filósofo a pie de calle antes que refugiarse en una torre de marfil. Más en la senda de reflexión ensayística implícita en la obra mayor de Cervantes que en la reflexión sistemática de un Francisco Suárez o un Juan de Mariana, Miguel de Unamuno fue, a la vez y sin solución de continuidad, Miguel de Cervantes, Alonso Quijano y Don Quijote de la Mancha. Si Ortega era un raciovitalista, Unamuno podría ser caracterizado como "vitalrazonante". Si la fórmula del madrileño podría ser Kant + Nietzsche, Unamuno demostraba que en filosofía el orden de las factores sí que altera el producto porque en su caso sería más bien Nietzsche + Kant. Hasta a la hora de escribir la primacía está de parte de Nietzsche porque, según Unamuno, "no se piensa sino en aforismos". Mucho antes de que la "inteligencia emocional" estuviese de moda gracias a Daniel Goleman o de que los anaqueles de libros de "autoayuda" se llenasen de best sellers tan triviales como huecos, Unamuno nos regaló un verso que sintetiza todo un proyecto de vida: "Piensa el sentimiento, siente el pensamiento". Romántico a fuer de racionalista, su boutade "¡Que inventen ellos!" no era un alegato contra la razón sino una defensa del valor de los sentimientos y de la expresión frente al imperialismo del cientificismo y el reduccionismo racionalista.

El tábano de Atenas murió juzgado por una democracia que no pudo soportar las verdades del barquero del filósofo y lo condenó a la copa de cicuta. Un poco antes de su muerte había representado Sócrates uno de los grandes momentos no sólo de la historia de la filosofía sino de la humanidad, al enfrentarse a pecho descubierto y palabra limpia a un tribunal de "ciudadanos honestos" que no soportaban que pusiese en cuestión con sus preguntas el orden establecido.

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Veinticinco siglos después, concretamente el 12 de octubre de 1936, Día de la Raza, Unamuno fue, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, a la vez don Quijote y Sócrates, enfrentándose racialmente a la pistola de Millán Astray y a una turba de falangistas y franquistas a los que espetó, sin chaleco antibalas ni casco, su célebre "vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión". Y es que los franquistas gritaban "¡Viva la muerte!". Y esta paradoja a don Miguel sí que no le hizo maldita la gracia. Unamuno falleció estando en una tertulia, el ágora de los españoles, abandonado por unos y por otros, por republicanos y nacionales. Cabe imaginárselo en una mesa camilla y un brasero de cisco. Todos ellos lo acusaban de haber traicionado a sus respectivas causas. Pero Unamuno fue fiel siempre, y hasta el final, a sí mismo y a la verdad. En estos tiempos cínicos en los que el diccionario Oxford ha elegido como expresión del año el término "post truth" (post verdad), cabe conmemorar y celebrar a alguien como Unamuno que no sólo creía en la verdad sino que era inmune a los cantos de sirena de la demagogia banal y el utilitarismo romo. Su "religión" consistía en "buscar la verdad en la vida, y la vida en la verdad." Era un filósofo mundano a la vez que celestial, de los "primum vivere, deinde philosophari". Por eso, dejó dicho lo que podría ser su epitafio:

"Trato de desgarrarme el pecho y mostrároslo por dentro, y deciros: ¡ésto es un hombre!".

Nada más, y nada menos, que un hombre.

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