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José María Marco

Febrero de 1936: la demolición del mito

Álvarez Tardío y Villa dan una lección de civismo y de confianza en la capacidad del debate para aclarar la verdad.

Álvarez Tardío y Villa dan una lección de civismo y de confianza en la capacidad del debate para aclarar la verdad.
Detalle de portada | Espasa

En buena lógica, la filiación de la Monarquía parlamentaria o, si se prefiere, de la democracia liberal española de 1978 debería haberse remontado a dos períodos de nuestra historia: la Monarquía constitucional de 1876 y, por su carácter de experimento democrático, la Segunda República. De la primera no se hizo uso porque desde la crisis de finales del siglo XIX quedó marcada a sangre y fuego por la empresa de demolición a que sometieron la nación liberal regeneracionistas, nacionalistas e institucionistas, además de los escritores del 98. No se ha recuperado todavía. Quedó la segunda, el breve y dramático episodio republicano. Tenía muchos inconvenientes, entre ellos la violencia y el final desastroso. A cambio, permitía echar aún más tierra encima de la Monarquía constitucional y, sobre todo, reivindicar una legitimidad reforzada a quienes se proclamaban, y se siguen proclamando, sucesores de aquella democracia, aunque en el intermedio se hubiera perdido la referencia al régimen republicano.

Así las cosas, cualquier modificación de esta narrativa –en rigor, de este mito, en sentido estricto– ha resultado explosiva. Más aún a medida que se iban revelando sus costuras, que son muchas y muy gruesas. Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa, solos –sobre todo el primero, por veteranía– y en pareja, conocen bien la brutalidad de las reacciones que suscita cualquier investigación o interrogación independiente de esta dramatización canónica de la historia de nuestro país. Lo pudieron comprobar, en particular, tras la publicación de su excelente estudio sobre la violencia anticlerical en la primavera de 1936.

La experiencia del matonismo no les ha impedido seguir con su trabajo, y ahora, siguiendo la estela de este último y de otros anteriores, como El precio de la exclusión. La política durante la Segunda República (2010), acaban de publicar 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (Espasa).

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Se trata de una obra redactada a partir de la investigación exhaustiva y extremadamente laboriosa de las fuentes documentales periodísticas, administrativas, electorales y políticas conservadas de aquellos días cruciales de febrero de 1936, en los que se empezó a decidir el futuro de la democracia en nuestro país.

La investigación se centra en varios puntos, que se van sucediendo con la claridad de una clase bien preparada. El primero es la convocatoria de elecciones en sí, realizada por Alcalá Zamora en uso de sus funciones con el objeto de evitar un Gobierno presidido por Gil Robles. El segundo, que viene a ser lo más conocido del trabajo aunque era imprescindible exponerlo para entender lo ocurrido, es el clima político que reinaba en aquellos días, con una izquierda obsesionada por la reivindicación de la revolución de Octubre –una intentona anticonstitucional, en el mejor de los casos– y por la amnistía para los presos por aquellos hechos: una vez más, los autores exponen con claridad la polarización y el tono apocalíptico al que se llegó.

Viene luego la formación de las coaliciones. Aquí el trabajo de Álvarez Tardío y de Villa permite entender muy bien el sesgo y la complejidad de los movimientos políticos. Por una parte, una CEDA que, después de haber mantenido una conducta constitucional desde su llegada al poder, tiende a coaligarse con las fuerzas centristas con el fin de contrarrestar a la derecha autoritaria monárquica. Tras el hundimiento de los radicales lerrouxistas, fue Portela Valladares, tutelado por Alcalá-Zamora –el mismo que contribuyó decisivamente a acabar con el lerrouxismo–, quien intentó reinventar ese centro republicano. La maniobra, suicida en sus antecedentes, como buena parte de la política de aquellos años, no tuvo éxito, pero es este uno de los capítulos más interesantes del libro, por lo poco que se ha estudiado el centro republicano. En contraste, la izquierda derivó hacia los extremos: los republicanos de Azaña se apoyaron en el PSOE, y el PSOE, dividido, en el sindicalismo y en los comunistas, y eso a pesar de las reticencias de algunos republicanos, como Sánchez Román, y la perfecta conciencia de lo arriesgado de la apuesta por parte de Azaña.

Las elecciones acabaron dando la razón a la táctica electoral de la izquierda, impulsada por el proyecto de restaurar la República para los republicanos (es decir, las izquierdas) y por una ley electoral hipermayoritaria, que favorecía las grandes coaliciones. El estudio insiste en que, a pesar del clima de enfrentamiento y de numerosos episodios de violencia, las elecciones se desarrollaron con relativa normalidad. Los problemas vinieron poco después, cuando, ya en la tarde del 16 de febrero, desde el PSOE y el conjunto de las organizaciones de izquierda se lanzó una movilización popular, de una violencia feroz, que exigió la inmediata salida de los apresados por el 34 y la reposición de los ayuntamientos que gobernaban por entonces. Como demuestran muy bien los autores, es en este punto donde se quiebra la frágil institucionalidad del proceso electoral. La salida de Portela y el acceso, no querido, de Azaña a la Presidencia del Gobierno consolidaron una supuesta victoria del Frente Popular cuando aún no se ha acabado el recuento de votos. Además, en vista de la fragilidad política del nuevo Gobierno, exclusivamente republicano, y del carácter del propio Azaña –los autores se abstienen aquí, a pesar de algún apunte al respecto–, el Gobierno no afrontó las presiones, las ilegalidades y la violencia con la firmeza que se podía esperar de un gobierno democrático. Se dio así a entender que las proclamas acerca de la depuración de la República anteriores a las elecciones iban en serio. Y empezó a cundir el descrédito de la República, al tiempo que se hacía insostenible el posibilismo republicano de la CEDA y el centroderecha.

La sensación quedó corroborada con los episodios siguientes, minuciosamente relatados: el de los recuentos de votos, la aprobación de las actas en las Cortes (la República encargaba de esta al Parlamento, no a los jueces) y la catastrófica repetición de las elecciones, descaradamente manipuladas en favor del Frente Popular, en Cuenca y en Granada.

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Sobre estas elecciones no se ha dejado de escribir prácticamente desde que se celebraron. Fueron particularmente valiosos los trabajos de Javier Tusell, especialista en historia electoral. Todos los que las vivieron escribieron sobre ellas, y son de particular interés las Memorias de Azaña, que aquí llegó a una cumbre en su personal e intransferible viacrucis nihilista y, desde otra perspectiva, los dietarios de Alcalá-Zamora, páginas célebres rescatadas hace no mucho tiempo. La relevancia del trabajo de Álvarez Tardío y Villa se basa en el tratamiento y el aprovechamiento exhaustivo de fuentes que hasta ahora no habían sido consultadas. En este sentido, abren una nueva visión, discutible, claro está, pero ajena a partir de ahora a cualquier mitología, acerca de lo ocurrido en los primeros meses de 1936.

Es muy posible que el despliegue documental y la precisión de la narración, ajena a cualquier retórica, no sean bastante para impedir recelos y, más que eso, arremetidas de orden político. (El debate académico e intelectual es otra cosa). Por eso es importante subrayar que en ningún momento los autores entran a debatir acerca de la legitimidad de Gobierno republicano salido de aquellas elecciones. Menos aún de la de la Segunda República. Ni Álvarez Tardío ni Villa tienen la menor intención de participar en debates histórico políticos como esos. Lo suyo es la historia y la reconstrucción de los hechos, en la medida de lo posible. Claro que sólo eso es una lección de civismo y de confianza en la capacidad del debate para aclarar la verdad.

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