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Santiago Navajas

La dura vida de los fetos

En la última novela de Ian McEwan, 'Cáscara de nuez', es un feto ochomesino el que nos relata el drama de su existencia.

En la última novela de Ian McEwan, 'Cáscara de nuez', es un feto ochomesino el que nos relata el drama de su existencia.
Detalle de la portada 'Cáscara de nuez' | Anagrama

Sartre y Heidegger, los dos filósofos existencialistas por antonomasia, nos advertían de que los seres humanos estamos "arrojados a la existencia", en plan que nos sueltan y a ver lo que podemos hacer con las cartas que nos tocan en suerte en el póker de la vida. Ese "arrojados" me hacía pensar en el momento del parto, ese acontecimiento dramático de nuestras vidas, quiero creer que parecido a estrellarte con el coche contra un árbol. Sin embargo, Ian McEwan plantea en su nueva novela, Cáscara de nuez, que la cuestión se remonta a algo más atrás en el tiempo, concretamente al último tercio del embarazo, cuando el feto ha desarrollado gran parte de su ser biológico, sobre todo su cerebro.

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Y, de hecho, es un feto ochomesino el que nos relata el drama de su existencia, encerrado en el vientre de su madre, una asesina que planea cargarse a su padre mientras se acuesta con su tío, el hermano de su marido, bebe vino francés (en general, no más de dos copas aunque, en ocasiones, acosada por la conciencia se le va la mano a la madre con la botella, lo que el chavalito celebra con entusiasmo) y escucha algún que otro podcast sobre la caída del Imperio Romano o la aplicación, o no, del IVA súper reducido a los productos de higiene íntima femenina.

Si toda la filosofía occidental consiste en notas a pie de página de Platón (Whitehead dixit), toda la literatura anglosajona se basa en variaciones de alguna tragedia o comedia de Shakespeare. En este caso, obviamente, de Hamlet. Desde el mismo título y la cita con la que se abre la novela

Oh, Dios, podría estar encerrado en la cáscara de una nuez y sentirme rey del infinito espacio… de no ser porque tengo malos sueños

Pero nuestro feto hamletiano no es que tenga malos sueños sino que está viviendo la más espantosa de las pesadillas. Porque el príncipe de Elsinor tenía la sospecha de que mami había matado a papi para conseguir el poder y acostarse con su tito, pero nuestro principito de las oscuridades placentarias tiene la total seguridad de que el plan homicida se va a llevar a cabo porque escucha a los incestuosos adúlteros a través de las paredes placentarias. Descubrimos una nueva perspectiva del dictum de Sartre sobre que el infierno son los otros, concretamente cuando tu tío se acuesta con tu madre

No todo el mundo sabe lo que es tener a unos centímetros de la nariz el pene del rival de tu padre. En esta etapa avanzada deberían contenerse por mi bien. Lo exige la cortesía, si no el imperativo médico. Cierro los ojos, aprieto las encías, me agarro a las paredes uterinas

Posiblemente, el libro más nabokoviano desde Lolita, en su mezcla de monstruosidad deleznable envuelta en una ironía arrebatadora y un estilo iridiscente. También en una humanidad bella y terrible, en la que el amor y el odio, el nacimiento y el asesinato se siguen el uno al otro sin solución de continuidad.

Tragicomedia ironista a la que se asoman el citado Hamlet pero también Lady Macbeth, en este caso Lady Trudy -uno de los personajes más atroces jamás escritos a la que sin embargo redime la mirada (¡qué remedio!) de su feto enamorado- con destellos de El mercader de Venecia y El sueño de una noche de verano, en cada página de Cáscara de nuez hay una frase para enmarcar y una sensación de que el feto podría llamarse Sísifo, porque es niño, reflexivo, tenaz y resignado a su suerte aunque no por ello menos rebelde. Se nos aclara, al fin, el misterio del "pecado original" de los bebés recién nacidos: han sido cómplices de todos los pecados que han cometido sus padres, en especial sus madres. Cómplices obligados, cierto, pero no por ello menos comprometidos por el crimen. Si finalmente la madre comete al crimen y va a la cárcel, la acompañará su criatura. Ahí en ello tanta necesidad biológica como justicia literaria.

McEwan convierte además la humorada en una novela de ideas, en segundo plano y como quien no quiere la cosa, tomando partido a favor de Steven Pinker y sus diatribas contra el mito de la tabla rasa ("Tengo asuntos nuevos debajo en la cabeza. No sé como sé lo que hay que hacer. Es un misterio. Simplemente llegamos con ciertos conocimientos. En mi caso sé esto y tengo nociones de escansión poética. No hay pizarra en blanco, en definitiva") o contra la histeria "de género" de los cada vez más consentidos y fascistizados estudiantes millennials ("El sitio web de un medio social muy conocido propone setenta y una opciones de género: neutrois, dos espíritus, bigénero… el color que usted quiera, señor Ford. En definitiva, la biología no es el destino, y eso es un motivo de celebración (...) Si resulta que soy blanco, puedo identificarme como negro. Y viceversa (...) Si mi identidad es la de un creyente, se me hiere fácilmente, mi piel sangra cada vez que cuestionan mi fe. Ofendido, entro en un estado de gracia (...) Puede que necesite una alarma si los libros o las ideas perturbadoras amenazan mi persona acercándoseme demasiado, respirándome en la cara y en el cerebro como perros insanos. Sentiré, ergo seré").

Hace unos años se puso de moda en los suplementos dominicales y los departamentos universitarios pontificar sobre "la muerte de la novela". Sin embargo, gracias a McEwan y Cáscara de nuez sabemos que mientras haya alguien con imaginación, estilo y ganas de contar historias tendremos ficciones que nos ayuden a entretenernos, conocernos a nosotros mismos, recrear el lenguaje y ampliar los límites de nuestro mundo. Un mundo donde gracias a novelas como Cáscara de nuez hay "primero tristeza, luego justicia, luego sentido. Lo demás es caos".

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