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Iñaki Arteta

El fascismo corre por las calles

Viendo lo que ahora sucede en Cataluña puedo pronunciar un par de palabras que probablemente pocos se atrevan a decir en público: es fascismo.

Viendo lo que ahora sucede en Cataluña puedo pronunciar un par de palabras que probablemente pocos se atrevan a decir en público: es fascismo.
Independentistas en Barcelona | EFE

"Por entonces yo no tenía ninguna convicción política definitiva. Hasta me resultaba difícil decidir si era de "derechas" o de "izquierdas", por aquello de establecer mi orientación básica y más general. Cuando en 1932 alguien apeló a mi conciencia haciéndome esta pregunta, respondí afectado y muy dubitativo: "Más bien de derechas...". En las cuestiones cotidianas sólo tomaba partido interiormente de cuando en cuando, en algunas no lo hacía nunca. Entre las formaciones políticas existentes no había ninguna que me atrajera en especial, por mucho que hubiera donde elegir. De todos modos, la pertenencia a una de ellas en ningún caso habría evitado que me convirtiese en un nazi. Lo que sí pudo evitarlo fue mi nariz. Tengo un olfato intelectual bastante desarrollado o, dicho de otro modo, un sexto sentido para reconocer los valores estéticos (¡y antiestéticos!) de una actitud o convicción humana, moral o política. Desgraciadamente, la mayoría de alemanes carecen por completo de este instinto. Los más inteligentes son capaces de discutir hasta el atontamiento más profundo haciendo múltiples abstracciones y deducciones sobre el valor de una cosa cuyo mal olor puede detectarse simplemente con la nariz.

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Yo por mi parte, ya entonces tenía la costumbre de fundamentar mis pocas convicciones firmes a través del olfato. En cuanto a los nazis, la decisión de mi nariz fue inequívoca. Era sencillamente agotador hablar sobre cuáles de sus presuntos objetivos e intenciones eran discutibles o estaban al menos «justificados históricamente» cuando todo aquello olía como olía. No me equivoqué ni un solo instante al pensar que los nazis eran unos enemigos para mí y para todo lo que yo apreciaba. En lo que sí erré por completo fue al no pensar que fueran a convertirse en unos enemigos tan terribles. Por entonces seguía inclinado a no tomarles muy en serio, una actitud muy extendida entre sus adversarios inexpertos, que por entonces favoreció a los nazis sobremanera. Hay pocas cosas más extrañas que la tranquilidad indiferente y engreída con la que nosotros, yo y mis semejantes, contemplamos el inicio de la revolución nazi en Alemania como si estuviéramos en el palco de un teatro, viendo un proceso cuyo objetivo, al fin y al cabo, era exactamente borrarnos de la faz de la tierra.

Historia de un alemán Sebastian Haffner 1939

(Dios, ojalá pudiera leer esto el presidente del Gobierno).

Discúlpenme por una cita tan larga, espero que les invite a leer el libro completo.

Yo callé durante largos años en el País Vasco (durante el tiempo en que me pareció más seguro no expresarme como me lo pedía mi conciencia) pero llegado un momento emprendí el camino que esa misma conciencia me estaba ofreciendo: el de la libertad de expresarme en situaciones adversas. Por eso, viendo lo que ahora sucede en Cataluña puedo pronunciar un par de palabras que probablemente pocos se atrevan a decir en público: es fascismo.

Y no es sólo la nariz la que me lo hace entender así, sino la historia que nos precede, las historias cuyo final recordamos trágicamente pero que comenzaron con apariencias nobles e inocuas, continuaron con mentiras y falsificaciones, para terminar asfixiando (las peores veces exterminando) a los disidentes. Cada historia dramática, brusca, caótica que ha azotado a las sociedades modernas rozó en su comienzo de manera más o menos consciente a todos los ciudadanos que, ocupados en sus asuntos, la menospreciaron.

Me froto los ojos asombrado al contemplar en mi televisor cómo el fascismo corretea por las calles de una ciudad moderna. Europa, hoy. En cierto modo me impresiona menos la violencia cruda e inesperada del yihadismo. Resulta más fácil tachar a sus autores de fanatizados por una religión extraña, de descerebrados de tierras lejanas que serán capaces de cualquier cosa solo por asustarnos que la observación de gentes de tu propio país adoptando comportamientos tan radicales. Es un momento histórico, dicen los nacionalistas independentistas. Ahora mismo yo también creo que lo es. Un momento histórico en el que el egoísmo etnicista de nuestros vecinos aflora elevándose sobre los demás para escupirnos con todo su desprecio. Tras años de siembra ideológica resurge esplendorosa una supremacía de tipo regional que a ojos de Occidente resulta incompatible con los planes mayoritarios de prolongar nuestro conseguido nivel de concordia. La voluntad de tensar la cuerda al máximo esperando qué tipo de respuesta se les da depara consecuencias imprevisibles. Hasta puede que, pensará David, las cosas se pongan tan dramáticas que Goliath tenga que ceder. La gran ventaja de David es que juega sin normas, el pobre grandullón de Goliath tiene su punto débil: ser escrupuloso con la ley, no utilizar artimañas ni engaños.

Fascistas somos los demás, el Estado que impide los caprichos particulares o colectivos que atentan contra el resto. Pues vale, no discutamos porque no hay manera: ellos abanderan EL BIEN.

Pero mi nariz me dice que no hay nada de inocente en esas sonrisas ni en esos cánticos de hermandad patriótica con que desprecian y arrinconan al diferente.

Huele muy mal.

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