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Lo que va de la Escritura a la Visión

 

Si tuviera que elegir una imagen de El Prado, bien porque está ardiendo el museo y hay que salvarla, bien porque se me ha concedido, como único deseo, contemplarla en mi casa siempre que quiera, no lo dudaría y escogería una pequeña tabla de 74 x 51 centímetros, titulada Cristo muerto sostenido por un ángel, de Antonello da Messina (1430-1479).
 
Hay otras representaciones de la Piedad, entre ellas algunas obras maestras que integran la exposición Pasión en Venecia: de Crivelli a Tintoretto y Veronese, abierta estos días en el Museo de Arte Bíblico de Nueva York, pero mi predilección por esta miniatura obedece a ese encuentro de levedad y hondura, naturalismo y fantasía, pena y exaltación, que se da en esta escena de un ángel niño que carga con el cuerpo inerte del mismo Dios, abatido por todo el mal y toda la muerte del mundo.
 
Casi puede sentirse el peso abrumador descargado en los bracitos del ángel. La forma en que estos rodean los brazos de Cristo no es la más práctica para levantar el cuerpo. Si esa fuera su única intención, probablemente habría sido representado con los brazos apalancando el cuerpo de Cristo desde las axilas. No. Su intención no es solo alzarle. Parece estar poniéndole un sudario, al mismo tiempo que lo abraza y sostiene. Todo en el ángel es soporte: obsérvese su cabeza, sirviendo de descanso a la cabeza del Señor. No sabemos si el ángel está de pie o soporta el peso de la muerte suspendido en el aire con sus frágiles alas. ¿Y ese brazalete de trapo? ¿Qué está atando? ¿Qué representa?
 
No deja de asombrarme la mezcla de levedad y carga, de ligereza y gravedad, fragilidad y fuerza, en esta imagen que llevo contemplando doce años y a la que visito con cierta frecuencia. Las heridas aún manan sangre, el pelo de Cristo está sudoroso,  su cara tiene una palidez extrema, sus ojos cerrados y su boca entreabierta son las de un hombre cualquiera vencido por la muerte. Podemos sentir el lastre pavoroso del hombre mortal, prácticamente un guiñapo. Nuestro pintor no ahorra detalles para representar la muerte con toda su crudeza. Su naturalismo es moderno (repárese en el detalle del sudario depositado justo en el límite del pubis), pero no excepcional en el tema de la Piedad en el Renacimiento. Toda la exposición del MOBia está llena de escenas igual de descarnadas. Lo que hace especial esta imagen para mí, que soy un ignorante, es el conmovedor diálogo del plano natural y el sobrenatural.  
 
Dios envía a un ángel a hacerse cargo del cuerpo que resucitará (y, en su resurrección, vencerá definitivamente a la muerte por todos nosotros). Ese ángel, lejos de ser un superdotado, es un niño y está llorando como un niño. Él mismo parece no entender muy bien por qué las cosas tienen que ser así de dolorosas, por qué tenemos que sufrir y morir, por qué esa carga de pena y extinción una vez tras otra a lo largo de la historia. La resurrección que anuncia este enviado no es la gloriosa, divinizada y triunfal a la que estamos acostumbrados por la iconografía canónica; es otra distinta y, creo, más genuina: la salvación del hombre, de cualquiera de nosotros, una salvación que tiene que pasar, sí o sí, por la humillación y la cruz.
 
Siempre me ha sorprendido que el tema de la Pasión haya sido representado tan prolijamente en el arte y tan poco en la literatura, particularmente poco en la literatura moderna. No obstante, querido lector, si te apetece leer una buena recreación literaria del tema, en la tradición naturalista de nuestro pintor, te recomiendo acercarte a La dolorosa pasión de Nuestro Señor Jesucristo en las meditaciones de la beata Catalina Emmerich, escrito por Clemente Brentano (1788-1842).
 
Brentano, poeta romántico alemán, frecuentó a la religiosa dominica Catalina Emmerich en su clausura en un monasterio de Aülmen, desde 1819 y hasta la muerte de la mística en 1824. Fue anotando todas sus visiones sobre la vida de Jesús y de la Virgen, y sobre la Pasión, visiones que Catalina Emmerich recibía en sus éxtasis.  “Yo no veo cosas con los ojos, sino más bien me parece que las viera con el corazón, aquí en medio del pecho (…) Lo sobrenatural no actúa con los ojos”, dejó anotado la religiosa por medio de Brentano.
 
Su relato de la Pasión describe con crudeza el sufrimiento, la agonía y la muerte de Jesús. Contiene detalles que no están en los Evangelios, como por ejemplo, la revelación de que la herida que más dolió a Cristo fue la del hombro, o una escena conmovedora de la Virgen en la puerta de Nicodemo, contemplando la ascensión del Señor al Cielo. Me recordó una imagen preciosa de un cuento de Isak Dinesen, en el que se recrea el misterio de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo viene sobre la primera comunidad de cristianos. Todos caen al suelo, atemorizados por la lengua de fuego y por los extraños fenómenos que se realizan en ellos, como el hecho de hablar en distintos idiomas. Solo la Virgen permanece firme, en pie, mirando al cielo y preguntando: “¿Eres tú, mi Señor? ¿Eres tú, al fin?”. Todos hechos polvo, asustados, tirados al suelo, y María ahí, de pie, como una campeona, recibiendo el regalo de la Gracia, que esperaba con todas sus ganas. Me encanta esa escena de Dinesen, que no está en el relato de los Hechos de los Apóstoles donde se describe la venida del Espíritu Santo.
 
Esa pequeña variación, ese leve desplazamiento que va de la Escritura al arte, esa visión extática y fugaz que hay que anotar o se pierde, es lo que hace grandes a Antonello da Messina, a Catalina Emmerich-Clemente Brentano, a Dinesen... 
 
El cuadro favorito de Álvaro Mutis en El Prado es el Retrato de la Infanta Catalina. A mí también me gusta mucho, sobre todo, después de leer el precioso poema que Mutis le ha dedicado. Pero sé que no discutiría con el poeta colombiano si mañana los marcianos de Mars Attack lanzan un ataque láser contra el Museo. Él se llevaría a su Infanta, yo a mi Cristo sostenido por un ángel, y tan amigos.

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comentarios
1 Erbilyos, día

Nada que objetar a tu elección, camarada Viktor. Yo tal vez elegiría La anunciación de Fra Angelico, o El paso de la laguna Estigia de El Patinir. Y, para disfrutar más y mejoro, recomiendo acompañar la contemplación con la escucha del sobrecogedor motete de Thomas Tallis O salutaris hostia. Hubo una época en que sentía una extraña fascinación por la historia de Nastagio degli Onesti, primer episodio, pintada por Botticelli. "El infierno de los amantes crueles", lo llamó Boccaccio, autor de la historia, que formaba parte del Decamerón. Circunstancias personales que no voy a declarar me llevaron a esa malsana atracción por la obra de Botticelli.