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¿Quién mató a Efialtes?

Esta novela trata del fracaso de la verdad como virtud cívica. Habla del conocimiento y de sus promesas incumplidas. Su tema principal es la razón que puede hacernos libres y nos hace inútiles, en una sociedad que prefiere la mentira y venera a demagogos y pornógrafos sentimentalistas; el saber que tiende a la justicia y realiza la corrupción; el escepticismo que debería inspirarnos humildad y nos vuelve superficiales; la curiosidad que podría alentarnos a la compasión y nos envenena de relativismo. 

Esta novela trata del amor a los hechos y del triunfo aplastante de las ocurrencias. 

Los hechos de ¿Quién mató a Efialtes?, segunda novela publicada por el señor Emilio Campmany (Madrid, 1958), son históricos. Su punto de vista, su trama y sus dilemas morales son contemporáneos. Es una novela de entretenimiento y también es una novela de tesis. Novela histórica y novela detectivesca, sí; pero también (y creo, humildemente, que sobre todo), novela de ideas: ideas sobre la naturaleza del poder y sobre el lugar de la verdad en las sociedades democráticas. 

Se narra, aquí, el asesinato de Efialtes, líder del Partido Democrático en la Atenas de Pericles (495-429 a. C.), un político radical y demagógico que consigue el favor de los atenienses, y las pesquisas para esclarecer el caso llevadas a cabo por Esteságoras, un aristócrata bien considerado por su inteligencia y ecuanimidad al que la Asamblea democrática encomienda la investigación. El relato, contado en primera persona por un Esteságoras enfermo y moribundo, nos presenta también a su inseparable compañera, Magnesia, que le ayudará en la investigación, componiendo, juntos, un tándem clásico de las novelas detectivescas.

Si uno de los grandes temas de la tradición occidental, desde Antígona, es la disyuntiva de amar la verdad o cumplir ante todo la ley, entonces, creo que esta novela se inscribe conscientemente en esa caudalosa corriente. Lo hace, claro, con una mentalidad moderna, es decir, escéptica. No ve solución para ese dilema. O, si la hay, es siempre una solución individualista, trágica, incomunicable, irrelevante para el bien común. 

Lo moderno de esta novela es lo moderno que hay en Shakespeare, Coleridge o Kafka, por poner tres ejemplos muy distintos que tienen algo en común: la intuición o la certeza de que la búsqueda de la verdad paraliza al individuo, lo convierte en un ser negado para la acción, porque la acción, que es lo característico de la política, es una forma de la mentira.

Es el dilema que atenaza a Hamlet, por ejemplo: pensar o actuar. Ser fiel a la verdad o serlo a los actos que se esperan de un ciudadano virtuoso. Es, también, la incapacidad de actuar de Sweeney agonista, de T. S. Eliot o de los personajes de Fin de Partida, de S. Beckett

El lúcido relator moderno -precisamente porque ama la verdad- es un ser negado para el drama, advierte el señor George Steiner en su indispensable Antígonas.

¿Y qué es la política, particularmente la política democrática, sino un fastuoso espectáculo teatral? "Hay algo intrínsecamente innoble en toda acción", escribe Coleridge, para quien actuar es siempre tomar partido por el propio interés, y no necesariamente por la verdad. El mandato de Santa Teresa de "andar en la Verdad", esa síntesis deslumbrante, solo posible en la contextura poética y espiritual española, que resuelve de manera tan brillante el dilema de actuar o saber, es inconcebible para una mentalidad típicamente moderna, escindida, como la de Esteságoras, el narrador de ¿Quién mató a Efialtes?, que acaba asumiento que "quizá en política haya que tener el valor de llegar hasta el final, con justicia o sin ella", un precepto que él mismo es incapaz de seguir, pues, como hombre de razón, ama la verdad, pero como escéptico de la política, sabe que la verdad no regenerará una democracia corrupta ni abrirá los ojos a un pueblo voluntariamente servil.

Me atrevo a decir que la elección de la Atenas de Pericles como escenario del relato no obedece solo a una personal afición del autor por este periodo. Más bien, creo que es el tema lo que le ha guiado hasta el escenario. Su idea del fracaso de la razón en las sociedades populistas o democráticas no podría haberse desplegado con más potencia simbólica que en la cuna de ambas, del racionalismo y de la democracia.

El muestrario de detalles históricos es notable. El autor ilustra cómo vivían, paseaban, vestían, discutían o se divertían los atenienses del siglo V a.C. Su dominio de las opiniones políticas, de los debates que encendían al pueblo, las intrigas de sus dirigentes políticos, las ideas filosóficas y el gusto artístico de la época sostienen con verosimilitud la acción de los personajes.

Pero, en mi opinión, creo que el lector de esta novela advertirá con facilidad que el autor no ha querido escribir una novela de época, sino, ante todo, una novela de ideas que resulte entretenida.

Su narrador no piensa ni habla como un aristócrata contemporáneo de Pericles, sino como un detective racionalista que investiga un asesinato. Su aristocracia es de la inteligencia y su voz es contemporánea nuestra.

El procedimiento es, digamos, opuesto al de Robert Graves con Yo, Claudio, aunque el resultado sea, en uno y otro caso, novelas que sugieren una reflexión moderna sobre la naturaleza del poder.

Si Graves sitúa a sus personajes en la Roma imperial como consecuencia de una larga dedicación de estudioso a la literatura clásica, el señor Campmany sitúa a los suyos en la Atenas de Pericles para componer una fábula sobre la democracia como régimen de opinión pública incompatible con la verdad. 

Graves llega a la novela histórica por los mitos; el señor Campmany lo hace por la reflexión sobre el orden social.

Graves, sin dejar de ser fiel a la hechura clásica, pone el acento en los personajes, en su complejidad psicológica; el señor Campmany, sin dejar de ser fiel a las hechuras clásicas de los dos géneros en los que simultáneamente se mueve, historicista y policiaco, resulta más sugestivo por la actualidad de las ideas que plantea en su novela.

Personalmente, habría disfrutado aún más con esta novela si, en algún que otro pasaje, no pareciera que, por momentos, la reflexión ahoga el movimiento de los personajes y suspende la trama.

También animaría a su autor a soltarse un poco más con el retrato de los personajes: a definirlos y comprenderlos en una humanidad más matizada y contradictoria, a no guiarlos, sino a dejarse guiar por su misterio.

Por ejemplo, en el capítulo en el que Magnesia le cuenta a Esteságoras la historia del Rey Creso de Lidia (una escena crucial, a mi juicio, en el retrato de los dos protagonistas de esta novela), me saben a poco los detalles físicos de la escena y creo que la historia contada por la heroína daba para un desarrollo más abierto, menos sujeto al plan de que la acción y el habla del personaje lleven a una conclusión clara sobre el tema, en este caso, sobre el escepticismo de Esteságoras ante los vaticinios de los oráculos, que es sobre lo que hablan los dos protagonistas en este pasaje.

La visión de Magnesia acogiendo a un Esteságoras fatigado y melancólico para contarle un cuento lleva la semilla de los grandes momentos, esos en los que Sherezade, o cualquiera, empieza a contar una historia con el propósito de aplazar la muerte.

La situación pedía a gritos, a mi juicio, que el narrador respetara el misterio, que no lo esclareciese moralmente, y que el propio cuento dejara paso al silencio, como en las historias de Isak Dinesen, que siempre comienzan después del punto final y quedan como suspendidas en un hueco que ellas mismas han abierto.

Acariciad los detalles, recomendaba V. Nabokov a sus alumnos en Cornell. Se lo pedía a los lectores, pero solo porque antes se lo había exigido a sí mismo como escritor de historias.

También yo se lo pido a los escritores que me gustan.

Que sean morosos en los detalles (la mano de Magnesia jugando con los rizos de Esteságoras al empezar a contarle un cuento...¿Cómo era? ¿Qué textura y color tenía? ¿Algún anillo?), que hagan hablar los detalles, que cuenten un cuento misterioso hecho solo de detalles, que no teman a la digresión de los detalles, que los vean, que los acaricien y consigan que sus lectores los acariciemos.

No hay nada más verdadero que el momento en que alguien empieza a contarme un cuento. Ese momento es sagrado. Hay que respetar su misterio. Acariciarlo.

En lo fundamental, he descubierto en las páginas de ¿Quién mató a Efialtes? a un novelista que sabe contar historias y que tiene una mirada lúcida sobre el individuo y la sociedad. Regresaré sobre sus pasos y leeré próximamente Operación Chaplin, su anterior novela, galardonada con el Premio Río Manzanares, basada en los hechos del atentado contra el ex presidente del Gobierno, señor Aznar, en 1995. 

En el programa LD Libros de esta semana, hemos hablado con el señor Emilio Campmany, quien, como saben todos los lectores de Libertad Digital, es comentarista político de este diario y también en los principales programas de actualidad de esRadio y Libertad Digital TV. Su estilo es preciso y sobrio, y sus puntos de vista resultan esclarecedores por su fidelidad a los hechos, su capacidad para seleccionar lo relevante, su sólida argumentación y la independencia de su criterio.

Confío en que la conversación radiofónica anime a quienes ya disfrutan de sus comentarios periodísticos a disfrutar también con la lectura de la nueva novela del señor Campmany.

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