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Ver y tocar

Nos ha emocionado la entrevista de la señorita Sandra León al señor Gabriel Moris para el programa La hora de Federico. En el último plano, vemos la mano de la periodista reposar sobre la de la víctima del 11-M. Es el momento en que el señor Moris, con un hilo de voz que obliga a poner subtítulos, dice: "Gracias por no olvidar lo inolvidable". Nadie ha sabido decir tanto, últimamente, con menos palabras y menos voz. Nos enseñaron que los periodistas no debemos tocar, pero yo creo que no hemos parado de hacerlo; sólo que hemos estado tocando objetos equivocados: políticos, asesores, ideologías, actrices recauchutadas, espías, venados, barbas y boinas, mentiras por el estilo. La periodista ha esperado toda la entrevista para tocar al padre de uno de los asesinados en la masacre. Ha sido un momento extraño, verdadero, conmovedor. Simplemente, ha puesto su mano blanca y joven sobre la mano de aquel ciudadano libre, digno y justo. Como si no pudiera contenerse, esperar a estar fuera de cámara; como si el fuego de la verdad fuese mucho más poderoso que la aséptica gramática de verosimilitud. "Lo inolvidable" nace siempre de ese pacto de silencio, el umbral en el que las palabras ya no dan más de sí, después de haberlo dado todo. El límite en el que nos quedamos sin voz y hay que subtitular para decir lo que no puede dejar de decirse. Lo inolvidable.

Por eso leo, mayormente frikadas; para no volverme loco de transparencia, en estos tiempos en los que público y crítica no piden Verdad, sino sobreactuación: a los ministros, a los cantantes, a los camareros, a los tertulianos. Leo porque los huesos siguen creciendo de noche, por dentro de las palabras, y la mano se estira hacia lo oscuro en busca de luz, más luz; luego, por el día, todo es pellejo inelástico y claridad de calima en boca de la peña.

Un buen libro, un buen ciudadano y una buena periodista son lo mismo, en el fondo: todos tocan la verdad sin poder nombrarla del todo. Todos llegan al límite, a "lo inolvidable". Es como si nos dijeran: "Un paso más, y no lo cuento". En ese punto de máxima tensión, entre lo que las palabras dicen y lo que expresan, entre los huesos creciendo y la piel a punto de desgarrarse, creo, nace la emoción humilde y saludable que produce la verdad en su estado más cerca de la pureza, el trabajo bien hecho, la compasión, el servicio, "el deber ciudadano", como dijo el señor Moris.

No sé muy bien si lo que digo tiene algún sentido. El encuentro con la Verdad produce estas cosas; sobre todo, cuando no estamos acostumbrados a verla y tocarla. Otros (un buen ciudadano, una buena periodista, un buen escritor) que han llegado al límite, nos la han puesto ahí delante, a huevo; se han vaciado mostrándola para nosotros. Sin embargo, constatamos que no somos capaces de llegar más lejos que ellos. En eso consiste la autenticidad de su testimonio. El instante del reconocimiento es también, ay, el que nos deja sin voz, como a ellos. Lo llamamos emoción, pero los clásicos lo conocían como una identidad: verdad y belleza.

Un buen escritor también utiliza el lenguaje como potencia, como límite desde el que lanzamos el disco, la onda, el peso, hacia lo oscuro. Allá va:

El apartamento que ocupaba ahora estaba en una segunda planta. Por delante, la escalera común parecía ser la única manera de subir y bajar. Pero la fachada trasera daba a una galería, y había balcones corridos en todas las plantas, y escaleras cada tres bloques. Un recibidor claustrofóbico conducía, a la derecha, a un salón y, a la izquierda, a un dormitorio. La cocina estaba encajada tras la sala, como la cabeza de un pájaro debajo de un ala. Con empeño, podías meter una cafetera y dos o tres cazos en ella, tal vez media vajilla y un juego de tazas, y aún te quedaba sitio para darte la vuelta.

(James Sallis, Drive, RBA Serie Negra, 2009).

Cuando lectores quizá algo perezosos se pregunten para qué sirve una descripción en una novela del siglo XXI, me atrevería a responderles que, exactamente, para lo que Sallis nos muestra en este ejemplo sacado de una novela que comentaremos en el programa.

Mostrar un objeto, un espacio o una persona a través de la descripción es un acto de humildad del narrador que, consciente de los límites de su perspectiva, sabe que tiene que sacarle el máximo partido al mundo físico, visible, para expresar la verdad oculta de lo que está viendo y que no podría comunicarla de otro modo sin comprometer su propia posición en la historia, su credibilidad como narrador, la legitimidad de su voz.

En esta descripción de un apartamento, vemos algo más que objetos; objetos tan visibles, que casi podemos tocarlos. Vemos al personaje que lo habita. El narrador no podría darnos directamente su opinión o punto de vista del inquilino. Si lo hiciese, nos preguntaríamos inmediatamente qué tiene contra él. El narrador que preserva la verdad de lo que ve, el narrador que quiere que, ante todo, le creamos a él, no puede mostrar sus cartas. Lo que hace es manipular la descripción para llevarla al límite de lo que puede verse. El resto tenemos que reconstruirlo. Tocar y ver son, entonces, lo mismo.

¿Se animan a enviarnos una descripción breve, de apenas un párrafo de extensión, de un espacio que pueda verse y tocarse y, no obstante, exprese mucho más que lo que se ve y se toca? Sólo vale mostrar, no vale opinar. Ahí está el intríngulis. Si juegan, envíenlo a
hojadereclamanciones@libertaddigital.tv o déjenlo aquí, en la conversación, y le pediré permiso a Mario y a Carmen para comentarlos en el programa.

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comentarios
1 jlh, día

Una cita de El Círculo Mágico: “Es una especie de hobby que tengo: la verdad” . Cary Grant, en el papel del experto ladrón John Robie en “Atrapa a un ladrón”.

2 jlh, día

Y esta también es de El Círculo Mágico (concretamente del principio del Capítulo llamado La Verdad, igual que la otra): “Por lo tanto, el esfuerzo de llegar a la verdad y, en especial, a la verdad sobre los dioses, es una nostalgia de lo divino”. Plutarco, Obras Morales.