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El arte del silbido se va perdiendo

Hubo un tiempo en que era fundamental para ciertos trabajos y composiciones. Pero ahora, parece justo lo contrario.

Hubo un tiempo en que era fundamental para ciertos trabajos y composiciones. Pero ahora, parece justo lo contrario.
El bueno, el feo y el malo, una BSO con silbidos | Archivo

Divagación en tiempo de verano sobre el silbido, uno de los más antiguos sonidos humanos que en ocasiones hasta se ha convertido en arte merced a composiciones musicales; también complemento en algunas bandas sonoras cinematográficas. Amén de ser común desahogo de los mortales, cuando no a veces un recurso para llamar la atención.

Hubo una época en la que en determinados trabajos era habitual escuchar los silbidos, en el gremio de los mineros camino de su rutina diaria; o por parte de los obreros yendo a las fábricas; asimismo articulados en otros oficios menestrales. Caso de los lecheros repartiendo su mercancía en bicicleta, los carteros de Correos… Posiblemente mucho antes que todos ellos fueran los pastores los que silbaran al ganado para atraer su atención y dirigirlo. ¿Qué decir de los habitantes de la isla de Gomera, que tienen su silbo propio, utilizado antaño con el fin de comunicarse en la distancia y en lugares difíciles como cuevas y barrancos? Pero es que, no se olvide, los silbidos están relacionados con la Naturaleza, el bellísimo sonido de los pájaros, que el hombre ha tratado de imitar desde la noche de los tiempos.

Hay escenas del pasado cuando de chicos nos avisábamos con silbidos a la hora de hacer pellas, de practicar juegos callejeros, a modo de "queo", de peligro, advertencia para que alguno no fuera sorprendido. También los novios de entonces, años de postguerra o de dos décadas siguientes, se avisaban por medio del lenguaje del silbido. Hay una preciosa escena en la película La niña de luto, de Manuel Summers, cuando Alfredo Landa, harto de que no le dejen llamar por teléfono a María José Alfonso, su novia en la ficción, decide silbar desde la calle, debajo de la casa de ella, para que se enterara de su presencia. El cine ha aprovechado esos sonidos en múltiples ocasiones, como en la serie Star Trek de época contemporánea y en la película La vida de Brian. Pero en el recuerdo sin duda de muchos cinéfilos estará la marcha emprendida por los soldados británicos capturados por fuerzas japonesas en El puente sobre el río Kwai, gesta llevada a la pantalla por David Lean en 1957, que silbaban en signo de protesta ante el infrahumano tratamiento con que eran tratados. Aquella melodía silbada se convirtió en una especie de himno popular, de difusión internacional, que incluso se programaba a menudo en los programas musicales radiofónicos. Si uno la escucha ahora, todavía la memoria nos invita a mimetizarla, a repetirla sin dificultad, salvo que nos traicionen los labios al pretender ejecutarla. Lo que a veces, si la saliva no colabora, se hace tarea imposible, cuando silbar lo puede hacer un niño.

Desde luego hay personas más dotadas para brillar con algo aparentemente tan simple. Fue el caso de un cantante madrileño apodado Kurt Savoy, quien frecuentaba los concursos de radio para noveles a finales de los años 50. Con doce años, acompañándose él mismo a la guitarra, notó que le era imposible emitir determinada nota y entonces recurrió a silbarla. Ese detalle lo repitió ya a propósito en posteriores actuaciones, hasta convencerse de que el público era receptivo a ello. O sea, combinaba sus interpretaciones de rock and roll con silbidos. En sus primeras grabaciones discográficas, al inicio de los 60, los incluyó, incluso con composiciones propias como "Silbando ritmo" y "Silbando melodías". Tal fue su notoriedad como especialista en esos sonidos que ha participado en la banda sonora de cerca de cien películas, las más notables El bueno, el feoy el malo y La muerte tenía el precio, cuya música era del celebrado Ennio Morricone. Esos solos de silbidos, prodigio de la garganta de Kurt Savoy, merecieron el reconocimiento de la crítica. Su carrera la desarrolló en Francia a partir de 1977, cuando dejó España para asentarse en el país de su esposa, enferma entonces, que disfrutó del interés informativo entre nosotros cuando por algún tiempo trató de que la autorizaran para torear, anunciada como Clarita Montes. En el país galo nuestro compatriota ha seguido siendo contratado, además de por su faceta de cantante, por la ya comentada de silbador en numerosas películas.

La discografía internacional registra interesantes grabaciones de silbidos a cargo de muy conocidos artistas pop: desde Bobby McFerrin, con su "Don´t Worry Be Happy" hasta "Jimmy Jazz", de The Clash, pasando por "Jealous Guy", de John Lennon. Existe al respecto un serio asunto que se destapó a partir del decenio sesentero del pasado siglo, cuando nacía el pop español. En esos inicios fueron muchos los compositores de nuestro país que, a la hora de registrar sus obras, se encontraban con dificultades administrativas difíciles de salvar. Trabas relativas a que componían "de oído", al no acreditar estudios musicales. Les era imposible aportar una partitura para activar sus posteriores derechos de autor. Lo cual no era nuevo, pero sí más frecuente, habida cuenta que en épocas más lejanas eso mismo le había sucedido a otros autores, sobre todo de tipo flamenco, caso de Juanito Valderrama y otros colegas. Tuvieron que recurrir a músicos de carrera para, a cambio de una suma de dinero o incluso de firmar a medias, pasar al papel pautado las notas que esos autores les dictaban, por lo común silbándolas, con apoyo de los nudillos sobre una mesa. A dichos compositores "de oído" se les endilgó el apelativo de "silbadores". Entre los que se hallaban cantautores de indiscutible talento, por ejemplo Juan Pardo, Joan Manuel Serrat, Víctor Manuel y un largo etcétera.

El arte del silbido no ha desaparecido, pero sin duda va perdiendo vigencia. Los teléfonos móviles juegan parte de su papel en ese sentido, pues quien trata de repetir las notas de una melodía prefiere con absoluta comodidad y ya costumbre, grabarlas y reproducirlas a su gusto. Hoy, si viviera aquel Alfredo Landa desesperado porque su novia no atendía sus silbidos, no tendría problema alguno en fijar el momento de una cita mediante el ya tan extendido "WhatsApp". Más práctico… pero menos romántico.

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