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Jesús Fernández Úbeda

Enrique Bunbury: mutante supremo

El artista cumple medio siglo de vida. Su actividad bien podría resumirse con un verso de Claudio Rodríguez: "Miserable el momento si no es canto".

El artista cumple medio siglo de vida. Su actividad bien podría resumirse con un verso de Claudio Rodríguez: "Miserable el momento si no es canto".
Bunbury, en un concierto en Zaragoza | Cordon Press

Pese a reivindicarse como extranjero, Enrique Bunbury (Zaragoza, 1967) es una rara avis patria que goza del favor de la crítica –en general- y del fervor de su público en un ecosistema cultural, o sea, el nuestro, el de la Iberia sumergida, que tiende a la necrofilia, al cainismo, al ostracismo y, si puede, al linchamiento. El periodista Julio Valdeón (La Razón, Efe Eme) me contaba sobre Sabina: "Ha tenido éxito comercial pero no prestigio. La escritura musiquera nunca le ha tocado". Con Bunbury, esto último no pasa –o pasa menos-. Si bien es cierto que, tras la disolución de Héroes del Silencio, el autor de canciones como "San Cosme y San Damián", "El boxeador" o "Los inmortales" estuvo al borde de la lapidación y de la deserción artística, desde que publicara Pequeño (1999), el artista no ha cesado en su empeño de escalar ochomiles, conquistando, disco a disco, cumbres cada vez más altas y complejas.

Ante todo, el zaragozano es un profesional impecable, un trabajador constante y preciso –"No hay dios ni hijo de dios sin desarrollo" (César Vallejo)- y un explorador instintivo, incansable y exitoso de la originalidad. "Lo lógico es que tus intereses varíen y que tengas ganas de probar cosas nuevas. Es lo razonable y lo que en general ocurre", me dijo hace un par de años, cuando editó su MTV Unplugged. Como Bowie, uno de sus ídolos, Bunbury le ha declarado la guerra al aburrimiento y sus discos se cuentan por victorias ganadas. Incluso sus detractores –algunos tiene, la matemática no falla: a más talento, más enemigos- podrán ponerlo de vuelta y media por hache o por be; lo que jamás afirmarán es que es un tostón.

Puede que el secreto de Bunbury sea su magnífica capacidad de mutación: pese a que su universo está vertebrado –se sabe, perfectamente, cuando una canción tiene su pedigrí-, cada álbum es una galaxia con una impronta exclusiva. Así, el sonido de Flamingos (2002) no tiene nada que ver con el de Las consecuencias (2010), y, sin embargo, ambas obras encajan dentro de un conjunto heterogéneo y único. Esta metamorfosis también se traslada a los directos. Los cambios no suelen ser troncales en exceso; son los matices los que se manifiestan, y estos, siempre, están constreñidos al guión musical del disco que justifica la gira. Por ejemplo, la versión de "El hombre delgado que no flaqueará jamás" de Hellville de Luxe (2008) suena diferente a la versión de Las Consecuencias Tour, que, a su vez, es distinta a la interpretada en el Palosanto Tour…, y así.

Este año, Bunbury cumple medio siglo de vida; en 2016, celebró "30 años de mutaciones". Su actividad bien podría resumirse con un verso de Claudio Rodríguez: "Miserable el momento si no es canto". A lo largo de su carrera, ya sea con los Héroes, ya sea en solitario, el aragonés errante nos ha brindado canciones/discos/conciertos con una carga artística, musical e intelectual exquisita y envidiable. De ahí que, mientras sus admiradores esperamos buenas nuevas, agradecidos, brindamos por él y por todo el material que, hasta la fecha, nos ha ofrecido. No todo se fue con el huracán.

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