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Décimo aniversario

Fallo en el sistema: Lost (Perdidos), la serie más importante

Perdidos no es una serie perfecta, sino algo mucho mejor y más interesante: es una serie importante.

Perdidos no es una serie perfecta, sino algo mucho mejor y más interesante: es una serie importante.
Una imagen de Perdidos

Se cumplen ocho años desde el final de Lost (Perdidos), desde que esta serielo cambiara todo. No porque fuera una obra redonda, una creación perfecta en sus propios términos como The Wire o Los Soprano, por citar otros títulos totémicos en la revolución seriéfila. Es más, de perfecta Perdidos tiene bastante poco: la creación de J.J. Abrams, desarrollada en gran parte por el ínclito (pero no exactamente reputado) Damon Lindelof, emitió muchos más cheques argumentales de los que era humanamente posible pagar. Y no voy a gastar ni una sola línea en defenderla empleando la bandera de la coherencia. Su final y la ingente cantidad de cabos sueltos de sus seis temporadas decepcionaron a muchos de sus fans, apodados Losties, y complacieron a sus detractores, más o menos igual de pesados que los primeros. Todos ellos, por cierto, siguen todavía activos a la mínima ocasión... y en cierto modo, eso también es es una muestra bastante definitiva del valor real de Perdidos.

El impacto y sensación de sorpresa de la serie, en la que tuvo mucho que ver la magistral música de Michael Giacchino, permanecen todavía intactas, diez años después de la emisión de su primer capítulo. La serie nació en el momento perfecto para aprovechar el auge de la nueva ficción televisiva, casi tanto como el boom de las descargas de internet y otras nuevas formas de consumo. Además, fue todo un éxito a la hora de colocarnos merchandising, prueba irrefutable de su atractivo pop. Las incertidumbres y desafíos a las que se enfrentaría la industria audiovisual en 2014 empezaban a cobrar carne y sangre allá por 2004. Y no, desde entonces nada ha sido igual: casi ninguna serie ha logrado congregar tanto despliegue de entusiasmo, y candidatas (algunas mejores) no han faltado. Su éxito tiene un poco de casualidad, pero también otro poco era su destino.

Otra obviedad: Perdidos es una serie de su época. Y lo es porque reflejó el estado de ánimo de esa década (que era, más o menos, el de ésta, para qué vamos a engañarnos), pero también porque logró anticipar muchas cosas, que -por amoldarnos al lenguaje de la serie- se hicieron reales a modo de profecía autocumplida. Perdidos, una serie que avanzaba a base de enigmas, se adaptó como un guante a un tiempo de incertidumbres,hizo moda. Como un perfecto zeitgeist de su época, la serie partió de las paranonias de la era post 11-S (todo empezaba, al fin y al cabo, con un accidente de avión) para después conseguir hacer reales a sus personajes, haciéndonos sufrir con su tragedia y disfrutar con su propia idiosincrasia. Todos ellos cobraron vida ante nuestros ojos interpretados por un elenco variopinto de actores que obligaba a tomar partido, aunque fuera por lo insoportable de alguno de ellos. En una serie que trabajaba con arquetipos, ese nivel de intimidad con sus personajes no es fácil de alcanzar, pero Perdidos lo consiguió.

Pero aún hay más. Las filigranas narrativas de la serie, orquestada en torno a una sucesión de flashbacks (aunque no se confíen, y aquí los losties saben de qué estoy hablando) iban componiendo un mosaico complejo, donde se dibujaba con detalle la identidad de sus protagonistas mientras entretejían poco a poco sus destinos, a veces de manera brillante y otras, francamente innecesaria. La verdad estaba ahí fuera, pero requería paciencia y no acababa de llegar, y la estructura dramática de la serie -que descomprimía sus tramas y se detenía en el detalle, en el símbolo, obligando a frenar el avance "hacia delante" del relato- ayudaba a retrasar las cosas. Pero lo que entonces ofendía o impacientaba a algunos espectadores, ahora se considera una práctica habitual: desde los eventos de cómic Marvel -con Infinity War a la cabeza, desarrollándose en la misma época- hasta las complejas sagas cinematográficas desgranadas en mil spin-offs, el extenso mosaico de acontecimientos desplegado en sus guiones desafiaba toda linealidad y hasta la lógica más coherente: lejos de conformarse con describir la supervivencia en una isla, Lindelof y Abrams estaban creando un mundo completo a través de sus personajes.

Poco importa el plan de sus creadores, o al menos, a un servidor. La capacidad de la serie para presentar secuencias de suspense y acción eficaces y divertidas, de emocionar al personal con las sorpresas y tragedias de unos protagonistas carismáticos, y sobre todo sorprender con la famosa y tan criticada estructura de muñeca rusa que Lindelof y Abrams lograron insertar en el relato, en la que un enigma llevaba a otro y después a uno posterior, compensan con creces el tiempo empleado. Aprovechando al máximo las posibilidades del medio televisivo, el dispositivo de Perdidos era intrigar descaradamente al personal con el significado oculto de casi todo, situando al espectador en un continuo cliffhanger emocional cuyo ingenio no ha logrado ser todavía igualado. ¿Había pistas falsas, o más bien, improvisadas? A cascoporro. Pero lo importante, al menos para quien esto escribe, es que casi todos los protagonistas acababan por conmover al espectador, logrando que la orgía de vaivenes temporales y emocionales fueran tanto o más interesantes que el propio desarrollo de la trama, de lo que ocurría en la dichosa isla. El camino siempre es más interesante que el premio final, y en televisión, con su eterna apología del folletín (y esto no tiene por qué ser un defecto) más que nunca. Y ese desarrollo de los personajes, lejos de ser una maniobra vacía, o si quieren un estafa, estaba pletórica de significado, y de ella se desprendían los grandes temas, las "verdades universales y místicas" que prometía desvelar la serie.

Porque durante sus seis temporadas, más allá de atar todos los extremos más tangibles de su trama (en una serie que aboga más bien poco por irrefutables) se pusieron sobre el tapete algunos de los dilemas que entrecruzan la condición humana y -sobre todo- la naturaleza de la ficción como su principal reflejo y, la vez, generador de nuevas realidades: el eterno juego eterno entre la Casualidad y el Destino, la lucha del Bien contra el Mal que habita en cada uno de nosotros, la soledad y los traumas que definen nuestro comportamiento (porque ya saben, cada hombre es una isla, y todos estamos "Perdidos"); y en un nivel más formal, la recuperación de mil motivos e ideas de la ciencia ficción, la religión y su incorporación al relato serial apto para el consumo masivo...

Todo está en Perdidos, una serie cuyas verdaderas inquietudes la erigen en una nueva encarnación de la mitología cristiana (y otras mil mitologías) y sus inquietudes, lógicamente plasmados en clave de drama popular. Todo ella forma parte de un juego de espejos estimulante, fascinante y rompedor, pero sobre todo -y esto es el estandarte de mi defensa- emocionante: al final, con un salto doble con tirabuzón, sus guionistas resolvieron lo irresoluble recurriendo al imaginario colectivo en un desenlace en el que no faltaba la figura del Padre abriendo las puertas del cielo. Una huida del pragmatismo perfectamente justificada y una apología del enigma y el Misterio máximo que redefinió la televisión y pulsó el botón Reset a todo lo demás... al menos, para todos aquellos que, simplemente, preferimos soñar y vivir en otros mundos antes que dejarlo todo atado y bien atado en el nuestro.

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