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'El Ministerio del Tiempo' salva a Hitchcock para ayudar a Franco

Hitchcock se convierte él mismo en un Macguffin en el primer episodio de la tercera temporada ministérica. 

Hitchcock se convierte él mismo en un Macguffin en el primer episodio de la tercera temporada ministérica. 
El Ministerio del Tiempo... con Hitchcock | RTVE

En El Ministerio del Tiempo, la Historia –con mayúscula– es la historia. Y con el guión por delante de todo. En la narrativa sobre viajes en el tiempo todo gira en torno a un incidente decisivo que alteraría la secuencia de acontecimientos, y eso equivale, hasta cierto punto, a que la propia estructura y la sustancia de la escritura de un guión, o el puro proceso de elaborar una historia, esté casi siempre al descubierto en la mayoría de las tramas de El Ministerio del Tiempo, serie en la que sus protagonistas tratan de evitar que, precisamente, la historia se (re) escriba haciendo malabares con un determinado punto de giro.

Por eso no es casualidad que haya sido un guionista, el hiperactivo Javier Olivares, quien se haya erigido como el principal defensor, de puertas para dentro y para fuera también, de una serie que ha devenido en el único producto de culto oficial del todavía aletargado mundo audiovisual español. Pese a la presencia de actores de carisma y renombre, del fuerte concepto que aglutina las tramas, es Olivares quien ha pilotado los mil avatares de una serie (pergeñada junto a su hermano Pablo) que, lo sabemos todos, merece mejor trato y suerte de la dispensada.

Pero lo que hay tampoco está tan mal, al menos de cara al espectador casual, o incluso habitual, al que Olivares, profesional curtido en el guión de más de una docena de series de televisión, supo tratar bastante bien con un episodio de serie dentro del cine, o sea, doblemente centrado en esa experiencia de sentarse a ver una historia que decíamos antes. Pero El Ministerio del Tiempo hace tiempo –ejem– que sabe coordinar muy bien el espíritu de unos personajes que navegan entre lo mundano y el cómic, pero plenamente dibujados ya, con lo que tiene que ser un buen folletín de aventuras; una jovial sucesión de peripecias de acción que, falle o no falle el capítulo, funciona muy bien en sí misma gracias a la capacidad técnica y artística de su equipo.

El episodio 22, primero de la tercera temporada, convirtió al inventor del Macguffin, Alfred Hitchcock, en el Macguffin del capítulo. Esa es su mejor jugada, no lo duden. El estreno empezó fuerte, aunque apresuradamente, ventilándose a un protagonista a ritmo de las imágenes de Alfonso Cuarón en Hijos de los hombres (algo que seguro traerá cola entre los fans) de una manera ruidosa, pero en el fondo poco ceremoniosa. Pero tranquilos, todo esto era solo un enganche obligado para resolver deudas del pasado (o quizá generar conflictos futuros). El meollo es el otro, el meta-meollo.

"Con el tiempo en los talones", título del mismo, en realidad está concebido como un enredo de imágenes y motivos hithcockianos (no solo de Vértigo sino también Con la muerte en los talones, y por aliviar, a La ventana indiscreta, en una subtrama aparentemente humorística) en la que se destacó por derecho propio la afición a las mujeres del británico dando la oportunidad a Aura Garrido de presumir de un excelente inglés. Porque de proteger al mago del suspense se trataba en esta ocasión, todo en medio de un conflicto de implicaciones mayores. Ya saben, Guerra Fría. El capítulo no fue el mejor de la serie, pero anuncia una temporada sólida y abierta a nuevos temas sin que la integridad de los personajes se resienta. Porque lo mejor del mismo fue, simplemente, ver avanzar y hablar a los personajes por el telón de fondo de la semana.

El capítulo, espléndidamente filmado por Marc Vigil, es válido a la vez como introducción y descanso del tono habitual del relato. Es una excusa entretenida para reconectar con los personajes, darle un aire internacional a la trama (la Guerra Fría) y refrescar temas, pero que se resiente de su excesiva referencialidad al cine de Hitchcock y de una interpretación voluntariosa de José Ángel Egido, a quien, pese a esforzarse en no caer en la parodia, se le atraganta la imagen icónica del personaje, que es simplemente demasiado poderosa para obviarla. Por suerte, aquí entra la comprensión de sus recursos y la buena fontanería del guión, que sabe encerrar la acción en el mismo cine donde se proyecta Vértigo, dando coherencia a la broma: la realidad vivida y la ficción proyectada se entrecruzan e intercambian, con el propio Pacino viviendo su propia experiencia "De entre los muertos" con su amada.

Pero lo mejor fue, repetimos, el poder pasar tiempo con unos personajes que a veces pensamos que no volverían. Ver de nuevo lo bien que, llevándose un pintoresquismo netamente español al terreno del entretenimiento pop, referencial y desprejuiciado, el equipo de Olivares es capaz de meter a Velázquez en una conversación sobre Regreso al Futuro, de mezclar gazpacho y una referencia a X-Men en una misma frase, incluso de guiñar un ojo a los espectadores del MasterChef español en un instante anecdótico. El Ministerio es una serie que sabe hacer equipo, que evita casi siempre la complacencia en su propia fórmula e incluso el fenómeno fan creado a su alrededor para hacer pasar una hora genuinamente entretenida. Es, si quieren, el único ministerio que nos gusta ver trastabillar para recuperarse después.

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