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Boban Jankovic, el momento más trágico en una cancha de baloncesto

"¡No siento las manos! ¡No siento las piernas! ¡Me voy a morir!", eran sus desgarradores gritos desde el suelo. Iba a quedar parapléjico para siempre.

"¡No siento las manos! ¡No siento las piernas! ¡Me voy a morir!", eran sus desgarradores gritos desde el suelo. Iba a quedar parapléjico para siempre.
Jankovic, en el momento de ser retirado de la pista de juego.

Slobodan Jankovic era un talentoso alero de la vieja escuela yugoslava. Un cañonero, pero también con una gran capacidad para penetrar. Una de sus mejores actuaciones la cuajó en Bolonia en un encuentro de la Copa Korac del 91; allí, destrozó a la Virtus con 41 puntos. Aunque su mejor cualidad, como buen yugoslavo, era su carácter; nunca daba un balón por perdido, lo protestaba todo y a todos, aunque luego siempre era el primero en dar la mano.

Todo eso, claro, le sirvió para ser siempre ídolo de su afición, además de consolidarse como uno de los mejores jugadores exteriores de Europa en un Panionios estelar. Pero un día, de repente, cuando nadie podía esperarlo, todo eso se acabó. De la manera más tonta posible. De la manera más trágica posible.

Aquella maldita falta

Corría la temporada 92-93. Jankovic era la figura del nuevo rico, del nuevo poderoso Panionios, al que había llegado después de discurrir casi toda su carrera en el Estrella Roja. Una carrera, en realidad, plagada de infortunios; pese a su enorme calidad y a la de su equipo, nunca conoció lo que era ganar un título: tres subcampeonatos de Liga y tres de Copa, tras encontrarse con la Cibona de Drazen Petrovic primero y la Jugoplastika de Toni Kukoc después.

En 1992 conseguiría ser escogido como el mejor jugador de la Liga Serbomontenegrina, lo que sin duda refleja el enorme potencial del jugador. Y sólo el conflicto bélico de los Balcanes le impidió participar en los Juegos Olímpicos de Barcelona con la que hubiera sido una inmensa selección yugoslava.

Cansado de no ganar nada, de quedarse siempre a las puertas, decidió cambiar de aires. El Panionios, con una oferta millonaria y un equipo diseñado para aspirar a todo, era el mejor destino. Y en ese 28 de abril de 1993 se encontraba disputando el cuarto partido de las semifinales por el título de liga ante el Panathinaikos.

Se antojaba de nuevo un final de partido apretado. Cada balón, cada posesión, era clave. Jankovic lo sabía, y por eso no soportó que le pitaran una más que dudosa falta en ataque en una jugada en la que había sumado dos puntos de oro para su equipo. Era, además, la quinta falta. Boban explotó.

Preso de una ira incontrolabe, derramó un sonoro gritó, y la tomó con lo primero que encontró: el soporte de la canasta. Sin pensárselo dos veces, le propinó un cabezazo. El soporte debía estar acolchado. Pero no. El golpe fue seco, y Jankovic cayó en redondo al suelo.

"¡No siento las manos! ¡No siento las piernas! ¡Me voy a morir!", eran sus desgarradores gritos desde el suelo, a pesar de la inmediata intervención del equipo médico. La abundante sangre que emanaba era casi anecdótica. Jankovic nunca más volvería a ponerse en pie. Se había fracturado la tercera vértebra cervical, lo que le dejaría parapléjico para siempre.

Una vida de infortunio

Las muestras de cariño para el que se había convertido en leyenda no dejaron de sucederse. Homenajes, recibimientos, el Panionios decidió retirar su camiseta con el número ocho… pero él se resistía a dejar el baloncesto. "Soy un guerrero, no un mendigo", repetía.

Así que decidió formar un equipo de baloncesto en silla de ruedas. Él era el entrenador. No podía imaginar entonces que su vida iba a terminar de manera dramática no mucho tiempo después.

El 29 de junio de 2006, mientras se encontraba en un barco entre las islas griegas pasando sus vacaciones, sufrió un paro cardíaco que acabaría con su vida a los 42 años de edad. Su funeral fue multitudinario y emotivo. Más de un millar de personas estuvo presente. Muchos de ellos jugadores. Entre ellos, su gran amigo Sasha Djordjevic.

Era el último adiós a un jugador marcado por la tragedia. Era su muerte a los 42 años; aunque, quizá, su muerte ya se había producido aquel fatídico 28 de abril de 1993. Cuando dejó para siempre una de las imágenes más impactantes y aterradoras vividas jamás en una cancha de baloncesto.

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