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La familia Karembeu, de caníbales maltratados en París a ídolos franceses

En 70 años se pasó de Willy Karembeu, exhibido por las calles como un caníbal, a Christian Karembeu, ídolo tras ser campeón del Mundial con Francia.

En 70 años se pasó de Willy Karembeu, exhibido por las calles como un caníbal, a Christian Karembeu, ídolo tras ser campeón del Mundial con Francia.

Setenta años es mucho tiempo. O no. Según se mire. Desde luego, para la historia que aquí se va a contar, parece que hubieran sido necesarios varios siglos. Sin embargo, son sólo 70 años los que transcurren entre unas calles abarrotadas de gente observando asustada la presencia de un ser extraño, casi de otro mundo, y unas calles abarrotadas de gente observando cómo otro prácticamente igual se convierte en un ídolo de masas. Es la historia de la familia Karembeu. La historia de la velocidad en la que se desarrolla una sociedad. La historia de cómo y cuánto cambia el sentir, la ilusión, de una gran ciudad.

París. 1931. Júbilo en las calles. Se está celebrando una de las por entonces habituales Exposition Coloniale, que tanto gustaban por aquel entonces al mundo occidental. Porque era una manera de demostrar su supuesta superioridad; de descubrir mundos que parecían exageradamente lejanos; y sobre todo de justificar el colonialismo aún presente.

Se afirma que en aquella exposición de 1931, celebrada en Francia pero con presencia de varias potencias mundiales como Estados Unidos, Holanda, Portugal, Reino Unido, Japón o Italia, llegaron a sumarse casi 30 millones de visitantes a lo largo de los seis meses que duró la celebración. Una auténtica barbaridad. Una muestra del interés y la curiosidad que despertaba en la gente ese tipo de exhibiciones.

En el objetivo de mostrar cómo viven, cómo actúan, qué ritos tienen esas gentes de ultramar, se incluía un humillante desfile a modo de zoológico humano de los nativos de las colonias. Jaulas que se movían por las calles parisinas, tan distantes, tan superiores, en la ciudad de las luces, del progreso.

Y entre esas celdas que desfilan destaca una. Es inevitable que todas las miradas vayan hacia ella. Un hombre procedente de Nueva Caledonia es mostrado solo, entre barrotes, como un caníbal, como una bestia de inframundo que se alimenta de otros hombres como él, que no sabe hablar, sólo gruñir... En el cartel que colgaba de la jaula podía leerse, además de otros raras costumbres impropias de un ser humano, su nombre: Willy Karembeu.

Nada de todo aquello era cierto. Durante el largo viaje en barco hasta París a Willy -y a tantos otros- le habían enseñado a realizar danzas extrañas, a hablar un dialecto salvaje. Pero daba igual. A los ojos de la familia occidental que se encontraba en París disfrutando de tal espectáculo, aquél era un ser al que temer, y que justificaba sin duda alguna su superioidad y la labor necesaria de la colonización. Les estaban ayudando a ser mejores personas, a ser personas. ¡Cómo no iban a estar contentos!

Aquel caníbal que no era caníbal regresó a Nueva Caledonia. Golpeado y humillado por los seis meses que pasó entre rejas desfilando por París con la vejación ante una ciudad entera, ante un mundo entero. Era algo que nunca olvidaría. Didier Daeninckx, autor del libro Cannibale en el que narra esta historia y otras similares con todos sus pormenores, afirma que "a su regreso no era el mismo. Se había tornado violento. Todos lo vivían como una vergüenza".

Pese a ello, Willy Karembeu pudo formar una familia. Con nada menos que 11 hijos. Aunque las secuelas quedarían para siempre, consiguió seguir adelante. Y de esos hijos, nació Christian Karembeu, en 1970. Criado entre episodios violentos en su isla por la independencia, junto a 15 hermanos, y acostumbrado a correr 14 kilómetros para poder conseguir el pan con el que alimentar a la familia, desde pequeño llamó la atención por sus dotes para jugar a fútbol.

Christian Kombouare, el primer jugador de Nueva Caledonia que triunfaría en la liga francesa, fue el primero en oir hablar de él, y lo reclutó para el Nantes, entonces una de las mejores canteras del fútbol galo. Así que a los 18 años Karembeu abandonaba su isla, su mundo, para recalar en la gran metrópoli. Y no le fue nada mal. Dos años después ya jugaba en el primer equipo, y llamaba a las puertas de los más grandes de Europa.

Por eso, no es de extrañar que la Federación Francesa le ofreciera jugar con la selección absoluta. Pese a unas leves reticencias al principio, por un choque moral más que evidente, en 1992, mucho antes de labrarse un futuro brillante pasando por la Sampdoria italiana o el Real Madrid -con el que ganaría la ansiada Séptima- Christian Karembeu confirmó su decisión. Jugar para la selección francesa, pero negándose a cantar el himno nacional, ligado a la opresión a sus antepasados. El silencio se convertía para él en una forma de recuerdo. De homenaje. En ninguno de los 53 partidos que jugaría con los bleus lo haría. Aunque, como buen profesional y dedicado a la causa, no dejaría de ganar partidos y títulos para ellos. Un Mundial y una Eurocopa en dos años. Se dice pronto.

París. 1998. Júbilo en las calles. Se está celebrando el primer Mundial que consigue Francia en toda su historia, el cúlmen futbolístico para un país que ama tanto este deporte. Miles y miles de personas se lanzan a las calles para celebrarlo. Y no cesan de corear los nombres de sus ídolos, los que les han llevado a la cima. Entre ellos están los Zidane, Djorkaeff, Deschamps... y un tal Christian Karembeu. Descendiente de aquellos que sólo setenta años antes eran exhibidos como una raza inferior. El nieto del caníbal que no era caníbal.

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