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Tokio 64: un suicidio que marcó un país

Unos Juegos brillantes, cargados de guiños al pasado, pero que iban a deparar una gran tragedia a corto plazo: el suicidio de un héroe.

Unos Juegos brillantes, cargados de guiños al pasado, pero que iban a deparar una gran tragedia a corto plazo: el suicidio de un héroe.
Kokichi Tsuburaya, en el momento de cruzar la meta tercero en Tokio.

En su continua expansión, los Juegos Olímpicos conquistaban un nuevo continente: Asia. Tokio, que ya había ganado los derechos para ser sede en 1940, era la elegida para albergar la competición en 1964.

A su vez, significaba un guiño a Japón para olvidar su pasado bélico en la II Guerra Mundial y su posterior exclusión de los Juegos, y una oportunidad para los nipones de mostrarse al mundo. Clara muestra de ello fue el encendido del pebetero, realizado por Yoshinori Sakai, un joven nacido en Hiroshima el mismo día en que Estados Unidos arrojaba sobre la ciudad su terrible bomba atómica. Una imagen, la de Nakai, que también dio la vuelta al mundo.

Sobre las huellas de la Guerra se levantó una ciudad casi nueva por completo, aprovechando la inercia de los Juegos, y con ello también unas futuristas instalaciones deportivas que asombraron al mundo. Y cuando decimos al mundo es al mundo: más de 600 millones de espectadores pudieron disfrutar de todas las pruebas, gracias al satélite Symcom III.

En total, 5151 atletas provenientes de 93 naciones compitieron en 163 pruebas. El número de récords olímpicos y mundiales fue muy elevado. Y aunque no se destapó ninguna estrella mundial –a diferencia de cuatro años antes- sí que hubo varios nombres que se consagraron para la eternidad.

Entre ellos, por supuesto, el de Abebe Bikila, quien se convertía en el primer maratoniano que conseguía el oro en dos Juegos Olímpicos distintos. Como sucediera cuatro años antes, ganó con autoridad; aunque ahora con la diferencia de que ya no corría descalzo, sino con unas llamativas zapatillas.

También, claro, la gimnasta soviética Larissa Latynina, quien en Tokio cosechaba media docena más de medallas, para completar las 18 conquistadas en tres Juegos Olímpicos. Nueve de oro; cinco de plata; y cuatro de bronce. Nunca nadie ha conseguido alcanzarla.

El medallero volvió a ser dominado por Estados Unidos, aunque con muy poco margen respecto a la URSS. De hecho, los soviéticos consiguieron más medallas -96 por 90- pero como quiera que los americanos conquistaron más oros -36 a 30-, fueron quienes se llevaron el triunfo.

La tragedia de Kokichi

Quien se convirtió en un ídolo inesperado, para su desgracia, fue el japonés Kokichi Tsuburaya. Contra todo pronóstico, logró la medalla de bronce en la prueba reina, el maratón, por detrás de Bikila y Heatley, el plusmarquista mundial. Toda la grada estalló en un grito: "Japón, Japón, Japón".

Pero ahí comenzó la pesadilla del atleta. El Gobierno japonés vio en Tsuburaya el atleta perfecto para conquistar el oro en los próximos Juegos Olímpicos, así que la Junta Militar de las Fuerzas de Autodefensa le preparó un espartano plan de entrenamiento que duraría cuatro años, en los que tendría prohibido ver a su novia ni a su familia, con un único objetivo: la victoria. No se podía hacer otra cosa ante una orden superior. Así que aceptó.

Tan insoportable fue la carga de trabajo que, en 1967, se rompió. Sufrió varias lesiones e, incluso, una dolorosa lumbalgia aguda que le hizo estar ingresado durante tres meses. Nada más salir del hospital volvió a los entrenamientos, pero ya no era el mismo. Y entonces tuvo un pensamiento estremecedor: no iba a poder ganar la carrera. La misión de sus superiores; la ilusión de todo un pueblo, que le adoraba como a un dios; el anhelo del atleta, no iba a poder ser correspondido. Y se hundió.

En la mañana del 8 de enero de 1968, con el equipo japonés entrenando en Saitama, Kokichi fue hallado muerto en su habitación. Se había seccionado la artería carótida externa, y se había desangrado. En una de las manos tenía la medalla que había logrado en Tokio. Junto a él, una nota que resumía el motivo: "No puedo correr más". Fiel a la cultura japonesa, había optado por el harakiri.

Más lágrimas japonesas

Antes de que todo eso pasara, Japón ya soltó sus primeras lágrimas nacionales con Akio Kaminaga. Hay que recordar que en Tokio 64 se incluyó por primera vez la competición de judo, casi una religión en el país nipón. Y Kaminaga, héroe nacional, era el gran favorito.

Pero en la final se vio sorprendido por un fornido holandés de nombre Anton Geesink. Según relata el propio Geesink, había observado la preparación de los nipones, y aunque reconocía que eran mejores, había descubierto que no cuidaban la lucha en el suelo. Así que después de un espectacular barrido con los pies –inmortalizado en el museo de Londres- consiguió inmovilizar a Kaminaga los necesarios 30 segundos.

El mazazo en el estadio, el mítico Budokan, fue tremendo. Los más de 15.000 asistentes quedaron mudos durante minutos, para romper muchos de ellos a llorar. Y es que la derrota, más que una sorpresa, supuso una inmensa decepción en el país del sol naciente.

También lágrimas, pero en este caso de emoción y orgullo, mostró Dawn Faser, la nadadora australiana que se llevó el oro en los 100 libres. Su historia bien lo merecía. En su niñez sufrió tuberculosis, y por recomendación médica comenzó a nadar. A Tokio llegaba recién superada la barrera del minuto, pero sólo unas semanas antes sufrió un accidente de tráfico en el que murió su madre.

Otro contratiempo que superaba con creces, llegando a Tokio para conquistar el oro en los 100 metros, y convertirse en la primera nadadora que conseguía tres oros seguidos en una misma prueba.

Y otro de los atletas destacados de esta edición fue el estadounidense Bob Hayes, quien devolvía la supremacía de los atletas negros al 100 metros lisos, después de la sorpresa de Livio Berrutti en Roma.

Pero donde realmente asombró Hayes fue en la final del 4x100. Tomó el testigo en quinta posición, y consiguió el oro con tres décimas de ventaja. Los cálculos de la época reflejaron una sorprendente marca de 8.6 segundos, resultado evidentemente imposible. Hayes dejaría el atletismo poco después para dedicarse al fútbol americano, convirtiéndose en el único deportista que ha ganado un oro olímpico y un anillo de la Super Bowl.

La deshonra de Loren

53 atletas españoles, un tercio menos de los que habían acudido a Roma, se desplazaron hasta Tokio, abanderados por el jugador de hockey Eduardo Dualde, quien había conquistado la medalla de bronce cuatro años antes.

En esta ocasión no hubo ninguna presea española, aunque el saltador de longitud Luis Felipe Areta rozó el bronce, con un salto de 7,34, y el equipo masculino de hockey sobre hierba perdió en el duelo por la tercera plaza ante Australia en la prórroga.

Pero inevitablemente el verdadero protagonista de la delegación española fue el boxeador Valentín Loren. En su combate ante el chino Hsu vio cómo era amonestado por el colegiado húngaro Gyorgy Semer por propinar cabezazos a su rival. Como su agresividad se repetía, Semer decidió descalificar al español, que desbocado le lanzó un directo de izquierda a su mandíbula. Sería sancionado de por vida.

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