Herbert dijo el día 30 de Agosto de 2009 a las 15:18:00:
¿Quein paga los impuestos? ¿Quien soporta el peso del estado?
Todos hemos oído decir en alguna ocasión que los impuestos siempre los pagan los mismos. Los pagan los asalariados, o los pobres... Sin embargo, pocas veces nos detenemos a analizar como y porqué esto es cierto. Como consecuencia de esta falta de análisis racional, y como consecuencia de la creencia de que tal situación es injusta, tendemos a aceptar soluciones ineficaces para remediarlo.
Basta con hacer unas pocas cuentas para ver que, efectivamente, los asalariados dedican un porcentaje desmedido de su esfuerzo para pagar los gastos del estado. Los ricos, apesar de que en muchas sociedades pagan proporcionalmente más impuestos que los asalariados, soportan mejor esta carga, dado que el volumen de sus ingresos es muy superior.
Existe una especie de consenso, por el cual se considera que los ricos y las empresas deben contribuír a pagar los gastos del estado en mayor medida de lo que lo hacen los asalariados, o los pobres. Pero la economía no es precisamente un sistema simple. Cuando actuamos sobre un factor cualquiera, las consecuencias de esta acción no se limitan en absoluto a las más inmediatas, sino que extienden su influencia por toda la compleja trama económica.
Basta con “seguirle la pista al dienro” para darse cuenta de que modo y porqué los ricos siempre terminan por no pagar impuestos. Y no estoy hablando de fraude fiscal ni nada por el estilo, sino del modo en que las cargas impositivas se distribuyen a través de todo el sistema económico.
Un punto fundamental a comprender es que los ricos lo son porque venden cosas..., muchas cosas. La riqueza no les viene dada por ninguna suerte de mágia. La riqueza que reciben procede de las actividades comerciales y/o manufactureras que desarrollan. Es decir, obtienen parte del valor de la riqueza que ellos mismos crean o contribuyen a crear. Son propietarios de empresas, fabricantes y vendedores de bienes y servicios, bienes estos que todos necesitamos y demandamos. Somos nosotros, todos nosotros, quienes les proporcionamos su riqueza, al comprar las cosas que ellos ponen a la venta. Y cuando las compramos, lo hacemos convencidos de que el precio pagado compensa el bien obtenido.
Una empresa, entendida en un sentido ámplio como cualquier actividad comercial o manufacturera, financieramente constituye una estructura diseñada para repercutir costes. Las empresas, para mantener en marcha su actividad, incurren en toda clase de gastos, que repercuten a sus clientes en el precio de sus productos.
Por ejemplo, una empresa que fabrica un determinado artículo de consumo, compra o contrata maquinaria, materias primas, energía eléctrica, vehículos, servicios de transporte, combustibles, mano de obra, etc.. Cuando vende el producto terminado, debe recuperar la suma de todos esos costes. Para ello aplicará un precio tal a su producto, que le permita hacerlo.
Pero, además de estos costes que forman parte del precio, existen otros. Existe uno fundamental, que no es propiamente un coste, pero que puede ser interpretado como tal, para entender mejor lo que sucede. Este coste es el “precio” del capital invertido.
Para iniciar una actividad cualquiera, el empresario debe aportar una cantidad de dinero, en forma de capital. Como es lógico, sólo puede aportarla con la esperanza de obtener cierta remuneración, que viene determinada por las condiciones del mercado de capitales (oferta y demanda de capitales), y del mercado de la actividad en la que se invierte dicho capital (riesgos propios del negocio en que va a invertirse).
Esa remuneración, entendida como beneficio de la empresa o como coste del capital, también es transferida al precio del producto final. Del mismo modo que una empresa no podrá funcionar mucho tiempo si no satisface los costes de energía, los salarios o las materias primas, tampoco podrá funcionar mucho tiempo si no existe una remuneración apropiada para el capital invertido.
El beneficio que un empresario espera de su inversión siempre será el máximo posible, pero el mínimo aceptable está condicionado por múltiples factores. Algunos de ellos tienen carácter personal (sus propias condiciones como inversor), otros están determinados por la competencia (oferta y demanda de sus productos en el mercado), otros por el mercado de capitales (rendimientos de otras inversiones, costes de oportunidad, etc.).
Pero lo importante es conocer que este rendimiento del capital, aunque difícil de determinar en la práctica, es mensurable, real, tangible y mucho menos flexible de lo que podría pensarse. Una empresa puede negociar el coste de sus materias primas. Del mismo modo, puede negociar la remuneración de su capital. Pero siempre hay ciertos límites a esta clase de negociaciones de precios. Del mismo modo que no podremos conseguir energía eléctirca a mitad de precio, no podremos remunerar el capital a la mitad de lo que el mercado perfila. Si lo hacemos, el inversor se sentirá estimulado para deshacer o abandonar esa inversión y dedicar sus recursos y esfuerzo a otra mejor remunerada.
Queda entendido que una empresa puede entenderse como un sistema para repercutir costes. Entendido también que el coste de la remuneración del capital no es esencialmente diferente de cualquier otro. Ahora, es fácil comprender que cualquier coste añadido que introduzcamos, será inmediatamente tratado del mismo modo y repercutido igualmente en los precios de venta de los productos, lo que acabará haciendo que suban. Por lo tanto serán los consumidores quienes pagarán dicho coste, tarde o temprano.
Para entender hasta que punto esto es cierto, podemos reflexionar examinando el Impuesto sobre el Valor Añadido, el IVA. Este es un impuesto que paga el cosumidor. Las empresas lo recaudan y lo ingresan en Hacienda por cuenta de sus clientes. Lo vemos reflejado en todas las facturas que pagamos. Sin embargo, para los consumidores forma parte del coste que debe pagar. El comprador paga el precio del producto que compra y, junto con este, paga el IVA.
Imaginemos que el gobierno decide que el IVA ya no va a ser pagado por los consumidores en las facturas, sino que lo van a pagar las empresas. Es decir, el “sujeto pasivo” ya no serán los consumidores, sino las empresas. De la noche a la mañana, el concepto del 16% desaparecería de todas las facturas emitidas, pero las empresas continuarían ingresándolo en hacienda.
¿Significaría esto que los precios de venta al público bajarían un 16%? Evidentemente, no. El impuesto se convertiría en un coste más de los muchos que la empresa repercute a sus clientes, de manera que el precio del producto final se incrementaría exactamente en un 16%, compensando la desaparición del IVA en las facturas. Sería absurdo pensar siquiera que las empresas van a reducir su beneficio en un 16%, reduciendo así la remuneración al capital, sólo porque se las ha hecho sujetos pasivos del IVA. Lo que harán es repercutirlo, junto con el resto de sus gastos, en los precios de los productos que venden.
Imaginemos ahora que el gobierno decide eliminar el IVA. Es decir, esta vez no sólo no se cobraría en la factura, sino que la empresa tampoco debería pagarlo, ni se aplicaría de ninguna otra forma. ¿Que sucedería entonces con los precios? Ahora si, la empresa se vería liberada de un coste muy concreto, al igual que el consumidor. Si el resto de condiciones no varía (ceteris paribus, que dicen los economistas), los precios descenderían un 16%.
Pues bien, ahora consideremos el impuesto de sociedades y las cargas sociales como sendos gastos para las empresas, que ciertamente lo son. Si las empresas transfieren todos los gastos a los precios de sus productos, si son los consumidores quienes pagan los productos que consumen y por lo tanto todos los costes incorporados en ellos, y si los impuestos y cargas sociales son gastos para las empresas, ¿quien paga el impuesto de sociedades y las cargas sociales? Los pagan los consumidores, la inmensa mayoría de los cuales son asalariados de recursos más o menos modestos.
Para que quede claro sin ningún género de dudas: las empresas NO pagan impuestos de ninguna clase; NUNCA lo hacen. Por definición, las empresas REPERCUTEN en sus ventas todos los gastos en que incurren, INCLUÍDOS LOS IMPUESTOS, sean del tipo que sean. Que nadie se engañe: en el mejor de los casos, todo lo que contradiga este axioma no pasa de ser un simple artificio contable, y hay pocas cosas más artificiosas y susceptibles de engaño que la contabilidad.
Cuando uno lo considera oportuno, puede controlar sus gastos a voluntad, simplemente evitando comprar cosas. Al comprar menos cosas, también paga menos impuestos. Por otro lado, un aumento de los impuestos incorporados en los precios de los productos implica un aumento de los precios mismos. Este aumento hace que la demanda se reduzca. La tendencia natural ante una demanda más reducida es el descenso de los precios. Pero cuando el alza de precios responde a un aumento real de los costes, no se reducen los precios, sino que se reduce la oferta. Es decir, un aumento de impuestos (da igual que sean directos o indirectos) reduce tanto la oferta como la demanda de productos, reduce la actividad económica y, como consecuencia, reduce la disponibilidad de renta, capital y empleo.
Por otra parte tenemos el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, el IRPF. Como su nombre indica, grava los ingresos de las personas, ya provengan de salarios o de beneficios de empresas. Pero a efectos del contribuyente, no son más que otro gasto. La diferencia es que, en este caso, son un gasto no controlado, una especie de “expropiación”, ya que su importe no está relacionado con lo que recibe a cambio, ni con lo que gasta o consume.
En condiciones ideales, el único modo en que un individuo puede reducir el pago del impuesto sobre la renta, es ganando menos. Los impuestos sobre la renta desincentivan el esfuerzo necesario para ganar una renta determinada ya que, en la práctica, necesitamos más esfuerzo para obtenerla.
Esa reducción del estímulo para esforzarse en obtener la renta, se plasma en una reducción proporcional de la actividad económica. Obviamente, no afectará mucho a los asalariados, ya que no tienen capacidad para adaptar su actividad a un cambio de condiciones fiscales. Pero si modificará la respuesta de quienes tienen plena libertad para controlar su actividad económica, y pueden decidir subjetivamente si vale o no la pena esforzarse más o menos para conseguir un objetivo.
Pero la cuestión que buscamos no es esa, sino averiguar quien paga realmente el impuesto sobre la renta. Hemos visto anteriormente que el capital tiene un coste, una remuneración que no es fija. Pero el hecho de que la remuneración del capital no sea fija, no significa que el inversor no tenga prefectamente claro en su cabeza cual debe ser esta en su caso concreto. Y digo en su caso concreto, porque el impuesto sobre la renta condiciona fuertemente su disposición a invertir, y condiciona también la remuneración que, según su criterio, debe esperarse de una inversión determinada.
Grosso modo, cuanto mayor sea el porcentaje de su renta que el inversor debe pagar a hacienda, mayor será también la remuneración que exigirá del capital. Esto sucede porque el inversor, ya sea tácita o explícitamente, hace un cálculo de riesgos y rendimientos. Por medio de este cálculo, determina cual debe ser el rendimiento que cabe esperar para que valga la pena acometer una inversión determinada.
Si hacienda se va a llevar la mitad de su beneficio, el rendimiento por el que estará dispuesto a someter su dinero al riesgo correspondiente sera el doble del que sería si hacienda no se llevase nada. A ningún inversor le interesa saber cuanto dinero se llevará antes de impuestos, si no cuanto le quedará “limpio de polvo y paja”, después de pagar todos los gastos, impuestos incluídos.
Es decir, el impuesto sobre la renta limita la disponibilidad de capital para invertir, condicionando fuertemente el rendimiento bruto que el inversor exige por una actividad económica. Con impuestos sobre la renta más elevados a las rentas altas, nos encontraremos con que los capitales sólo estarán disponibles para rendimientos mucho mayores, que compensen ese aumento de impuestos.
Esto, en la práctica, significa que el coste del capital aumenta proporcionalmente a la recaudación del impuesto sobre la renta. Recordemos que las empresas repercuten todos sus gastos en los precios de venta. Por lo tanto, este aumento del coste del capital también será repercutido en los precios al consumo.
Los precios subirán, de modo que la demanda se reducirá proporcionalmente. Pero, igual que antes, a una reducción de la demanda no se reaccionará con una reducción de los precios, ya que estos han subido como consecuencia de un aumento real de los costes. La reacción será, por el contrario, una reducción proporcional de la oferta.
Osea, cuando subimos los impuestos a los ricos, quienes terminan pagando esa subida son SIEMPRE los pobres. Además, como consecuencia de la reducción de oferta, tendremos una reducción de la actividad económica, menos competencia y menos empleo. Se reducirá el número de ricos, que serán más ricos, y aumentará el número de pobres, que serán más pobres.
Naturalmente, esto sería así en el caso de que los ricos realmente pagaran los impuestos que se pretende que paguen cuando se incrementa el IRPF a las rentas altas. En la práctica, muchos ricos tienen a su disposición una ingente cantidad de mecanismos para eludir legalmente el pago de impuestos, o para reducir su tributación hasta límites verdaderamente ridículos.
Así que, en la práctica, mediante la elusión legal que proporciona la ingeniería fiscal y financiera, muchos ricos evitan no sólo pagar impuestos, sino repercutírselos a los pobres, salvándose y salvándolos así en parte de la acción confiscatoria de Hacienda, y de sus consecuencias. Pero ese es otro asunto.
El caso es que subir los impuestos sobre las rentas altas sólo lleva a complicar el mercado de capitales, incentivar la ingeniería financiero-fiscal de elusión de impuestos, reducir la competencia, encarecer los precios, reducir el empleo y empobrecernos a todos, especialmente a los más pobres.
Además, si se suben los impuestos, a partir de cierto punto ello llevará irremediablemente a una reducción de la recaudación (curva de Laffer dixit). Sin ninguna duda, este es el caso en el que nos encontramos. Eso significa que entraremos en un círculo vicioso, por el cual a un aumento de impuestos seguirá una reducción de la recaudación que, a su vez, forzará al gobierno a aumentar nuevamente los impuestos, dado que no logrará cubrir sus necesidades. Tuvimos amplia experiencia de esta situación con las políticas fiscales de la época de Felipe Gonzalez.
El círculo mencionado puede repetirse hasta la total destrucción del tejido económico, o bien puede detenerse bruscamente, reduciendo gastos e impuestos, lo que provocará la entrada en un círculo virtuoso, en el cual los ingresos fiscales aumentan a medida que se reducen los impuestos. Tuvimos amplia experiencia de esta situación con las políticas fiscales de la época de J.M. Aznar.
Mi recomendación es que se escapen ustedes; que pongan su dinero a salvo, antes de que sea tarde. Si lo hacen, contribuirán a que el gobierno no logre sus destructivos objetivos y ayudarán a que reciba su merecido castigo. Cuando las cosas vuelvan a hacerse bien, el capital volverá, como cuando vuelve la marea en una cálida noche de estío.
El gobierno ya ha hecho su elección. Pues que así sea. Alea iacta est. Ahora es nuestro turno; veremos quien gana.
Buena suerte, y al toro.